lunes, 7 de enero de 2008

Poemas del desperdicio (V)

(Capítulos: I, II, III y IV)

«El más arcano de los saberes asomado en un sueño», salmodiaba Tani Curiel con cadencia semejante a la de nuestro paso, en la amplia trocha que cruzaba arrogante un pequeño otero, flanqueada por un tapiz de tallos secos de girasol. «En una noche de malestar y remoción, en una agitada y eterna noche de fatigoso ajetreo en mi cama, envuelto en sábanas atosigantes, confinado en una oscuridad impenetrable, condenado a un tiempo inmóvil, apareció aquella certeza. Yo atendía asombrado a las conclusiones del sueño, pero a la vez, para conjurar la revelación, hacía por refugiarme en una inconsciencia que, al cabo, me resultó inalcanzable». Y Tani calló un instante para tomar aire, pero siguió sin tardar: «Nada comienza en el uno, ni en el cero, ni en el siete o el tres: todo se inicia en el ocho, ese guarismo templado en el que nadie repararía de no ser por este sueño que en esa noche reunió todas las piezas necesarias ante mi mirada inerme, que me mostró, entre golpes de tos, entre vuelta y revuelta del tedioso e interminable duermevela, la construcción de la Verdad, la suprema realidad proyectando su sombra contra la pared de una caverna decisiva, esa realidad que alberga en su seno mecánico cada milímetro de la existencia. Cierto que luego, ya despierto, me resultaba absurdo tratar de recomponer la historia, pero justo en el sueño yo asistí al baile frenético del universo entero, una danza exquisita en la que cada pieza se incrustaba en su sitio, justo entre sus causas y sus consecuencias, y en la que incluso la locura tenía su proceso prescrito. Del mismo modo que nuestro cerebro, puro circuito electroquímico que se rige por las leyes estrictas de la ciencia, produce monstruos y almas, el mecanismo íntimo de la Verdad generaba sin sonrojo delirios y arrebatos, disparates y melancolías, infiernos y éxtasis, mas todo presagiado, todo explicable, y no por ninguna insensata pretensión cartesiana, que en sí sería a estas alturas bien miserable, sino por el más estricto y natural miedo al dolor». Tani había detenido su paso, y la última frase la pronunció lenta, claramente. «El miedo al dolor…». Todos andábamos algo perdidos, captando al bueno de Tani, como era costumbre, por el ambiente de sus palabras, por los ecos dispersos de algunos términos, por la música que el tono de su voz dibujaba en sus disertaciones. Pero al son de esta frase que Tani repitió pude comprobar que los vagabundos bajaban la cabeza, excepto Julieta, que se apretó a mi brazo, alzó el rostro hacia el horizonte y dejó que el viento aún fresco de la mañana compusiera algunas lágrimas en sus ojos y peinara con elegancia sus cabellos oscuros. «Pero, ¡ay!, porque el sueño, como cualquier fenómeno observable, como cualquier ser, como toda instancia vital, se enredó en sí mismo, y de la sanidad desembocó, con la velocidad propia de los sueños, en la podredumbre y la decadencia. Mas ¿cómo puede decaer un sistema perfecto, un conjunto de reglas autorreferenciales que se prevén a sí mismas, a sus propias causas y consecuencias? Fue al despertar cuando pensé en Gödel, claro, porque en el sueño me limité a vivir, a sentir la decadencia, y asistí abatido al resquebrajamiento de la perfección con el desconsuelo impasible de los durmientes. Pero luego recordé a Gödel, cuyo esfuerzo demostró que cualquier sistema formal suficientemente vigoroso presenta en algún momento una minúscula grieta por la que, de llegar al fondo de nosotros mismos, todo se desmoronaría. En resumen, todo se recompone en un mecanismo impecable, en la justicia, en el amor, en la luz, y cuando parece que todo va sobre ruedas, cuando nadie parece poder imaginar ninguna razón para el pesimismo, el propio hecho de que todo funcione perfectamente es el que trae las contrariedades; sí, amigos, porque la perfección del sistema acaba chirriando en un universo caótico como es éste en el que vagabundeamos, y entonces todas las certezas se tornan precarias, frágiles, y los mecanismos sublimes iniciados en el ocho rechinan al final en sus goznes ideales, se oxidan las cerraduras que acaban abiertas bajo los golpes que la misma noche detenida inspira…». Tani Curiel se detuvo, y todos nosotros con él. Entonces dijo solemne: «Y las verdades acaban produciendo mentiras…». Ranita miró fijamente a Tani, y asintió aunque sólo había entendido la última frase, y aun así no hubiera podido decir si estaba de acuerdo con ella o no. Pero Ranita creía en Tani Curiel y su palabrería. Tani, justo antes de reanudar la marcha, si bien en un tono bastante distinto, soltó: «Pero tened en cuenta que esto sólo fue un sueño. Eso de comenzar a contar en el ocho es una bobada…». Y así llegamos a lo alto del otero, y desde allí observamos que aún habríamos de trotar mucho antes de avistar siquiera la siguiente ciudad. Pero yo sentía el seno de Julieta apretado contra mi brazo, y el aroma lunar de los campos de girasoles arrasados.

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