sábado, 30 de junio de 2007

El mar espera

Ella le dijo entonces: "Éste tendría que haber sido un día de cuentos susurrados por la voz del viento, de caracolas o brisas marinas, mi niño; pero no digas nada". Entonces el niño se puso de puntillas, para mejor asomarse a la ventana, mas desde allí todo era tierra, y no se veía el mar. El mar se había quedado allá, en el otro lado, rodeándola a ella como un manto de gasa verde, azul, parda y blanca, refugiado expectante en su cuerpo de universo...

Atropos y la risa eterna

Las Parcas son tres hermanas que trajinan con el hilo de nuestra vida. Clotho, la más pequeña, trenza por primera vez el hilo, y con su labor determina de algún modo nuestro destino. La segunda, Lachesis, se encarga de todo lo necesario para que la vida siga su curso. Atropos, la tercera, la Parca más reputada, se dedica a cortar con sus espeluznantes tijeras el hilo invisible que nos guía, el hilo invisible que somos.

Haciendo un esfuerzo de concentración, aguzando la vista de mi pensamiento para obtener una percepción nítida de lo que ocurrió, doy con imágenes de mi madre que la muestran viva, feliz, enfadada, brava, siempre amorosa, ofreciéndonos todo lo que tenía. Cada uno de sus gestos se transforma hoy en otro motivo irrefutable para indagar en el futuro, para no cejar en este absurdo camino hacia ningún sitio.

Pero lo de verdad inconcebible surge en la visión de conjunto: mi madre nace, sufre de niña las injusticias abstrusas de una sociedad enferma y pobre, las de una familia azotada por el alcohol y el hambre. Muy joven se embarca en un obligado y cruel esfuerzo para ganarse la vida (un afán que se prolongará muchos años, hasta que las leyes y su cansancio le concedieron una mísera pensión suficiente). Muy poco después el error fatal de su matrimonio, un error del que surgimos mis hermanos y yo, y que la condenó a una familia rota para siempre. Con los años todo parece mejorar, su bravura sigue intacta, y con los nietos ella se derrama por nosotros, por los hijos que se fueron. Su risa, el detalle de su rostro, los abrazos que necesitó y que no le dimos, su amor transparente, neto, minucioso…

Y súbitamente llega Atropos y corta el hilo, lo secciona de un solo movimiento, de un solo y misericordioso golpe de tijeras, y su hilo invisible se desvanece, ya sólo se puede tocar su cuerpo frío, los restos de tantas noches y tantas estrellas, de tantas horas enredadas en el insondable laberinto del amor. Yo, con mis ojos húmedos y la mirada que se nubla, ya no quiero preguntarme nada más, sólo doy la espalda a la verdad, recogiendo previamente todos los tesoros que quedaron esparcidos alrededor de mi madre; ni siquiera me fijo en Atropos, que se marcha con pesadez, arrastrando el ropaje gastado, guardando sombría las ásperas tijeras, tras haber cumplido con destreza su labor. Aunque por allí vienen Clotho y Lachesis, y en el hilar de una y en los cuidados de la otra descubro las manos de mi madre, sus ojos atentos, su risa eterna…

martes, 26 de junio de 2007

Honor al plebeyo

Hará un año más o menos que adquirí el libro de Ruiz Zafón, La sombra del viento. Como conté en una de las primeras entradas de este blog, me dio muchísimo coraje haberme gastado ese dinero en un libro que, en sus primeras páginas, parecía decirme que ya era suficiente con haberlo comprado, y que ya sería demasiada generosidad perder además unas horas de tu vida en leer semejante cosa. Por supuesto, aquello que escribí era mi opinión, que con frecuencia es la que suelo expresar, porque si acostumbrase a dar la opinión de otros cuando hablo, pasaría ciertamente por un loco peligroso.

Al poco tiempo de comprarme el libro, y de haberme arrepentido, hace poco más o menos un año, y buscando otras opiniones en Internet sobre este buen hombre (por cierto que encontré muchísimas parecidas a la mía), me topé con un blog dedicado a las críticas literarias, donde, a decir verdad, todo el mundo se atrevía a criticar sus lecturas, con más o menos sentido, pero por supuesto casi siempre de forma respetable. Una chiquilla que decía tener 14 años hablaba del libro, y declaraba habérselo pasado muy bien con él. Entonces yo, bocazas entre bocazas, escribí esto:

"Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido".

Bueno, no he leído La Sombra del Viento, ni la leeré. Luego de tratar de leer (sin asfixiarme) y de entender este primer párrafo del libro, no quiero perder el tiempo leyendo más de cuatrocientas páginas de esta supuesta literatura. Es una pena, porque me ha costado su dinero, y todo por hacerle caso a montones de amigos que me lo recomendaban. Tengo muchas obras maravillosas que leer... Hay, sin embargo, algo bueno en este libro: lo que ha dado que escribir aquí, en este bonito lugar.

Saludos mil.


A continuación, añadí otro mensaje pensando en la linda Marta:

Ah, perdón, y a Marta animarla a que siga leyendo tanto. Es increíble que con su edad esté leyendo libros como éste. Increíble para lo bueno y para lo malo, aunque mucho más para lo primero que para lo segundo. Tal vez algún día no muy lejano recuerde este libro con una sonrisa, como solemos recordar nuestros maravillosos y fecundos errores del pasado...

Un beso.


Hoy, rebuscando en la red, di de nuevo con esta página, y por curiosidad visité (un año después) el lugar donde dejé mis mensajes, y advertí que, dos días después, cierto individuo había respondido a mis mensajes, y tras leer su correo tuve el lógico deseo de responderle, pero luego me acordé de aquella enseñanza que, siendo yo auxiliar de biblioteca, un extraño pero bastante sabio profesor de contabilidad de la Universidad de Extremadura me regaló cierto día: si vas por la calle y un mulo te suelta una coz, ¿te pararás a pedirle explicaciones al mulo? Y no es que yo quiera tachar de mulo a este señor, nada de eso. Es una persona, porque si fuera un mulo tendría excusa para su mensaje, pero siendo persona queda muy cerca del apodo con el que firmó el mensaje, plebeyo arrastrao. Pero yo quiero aprovechar estos espacios para homenajear a este buen hombre, y tratar de inmortalizar, humildemente, su fantástica respuesta (los problemas ortográficos son originales):

Reseñado por Plebeyo arrastrao, miércoles, 07 de junio de 2006 10:18

Mira Sir "nosequé", con tu nick ya lo dices todo, pero si quedan dudas nada más hace falta leer tus ridículos comentarios cargados de una pretendida superioridad intelectual pero que traslucen ignorancia, envidía y complejo de inferioridad. ¿Has escrito algún libro?, o eres como la administradora del blog?, que va de intelectual experta y sus noveluchas no las publica ni una ONG. La sola decisión de calificar una obra por un primer párrafo, que a parte de no entender, consideras de poca calidad ya te delata... piérdete!

Un verdadero monumento a la educación en todos los sentidos.

lunes, 25 de junio de 2007

Pintadas

Pintada fantástica en la Carretera Carmona de Sevilla:

ELIGE MONIGOTE
GANA SIEMPRE LA BANCA

Otra más antigua, tal vez un poco insultante, pero comprensible en esta ciudad donde lo tradicional lo aplasta todo:

FÚTBOL Y NAZARENOS
CULTURA DE MEMOS

domingo, 24 de junio de 2007

Lupe

(Poema escrito alrededor de 1980 para una mujer inventada)


Mira, una abeja.
¡Que se quiere comer tu comida!
Lleva treinta y cinco vueltas.
¡Pobrecita,
cuánta vuelta en vano…!
Y si volando se encuentra
el rechazo de tu mano
más te asedia.

Tanto olivo en los contornos
y sus flores tan sosas…,
en su delirio te ha de ver
brillante y apetitosa.
¿Que acaso se equivoca?
Yo, antes, sin ir más lejos,
casi me caigo del árbol
del peso de mis deseos,
y eso por trabajar las ramas
mirando donde no debo.
¿Estaré enamorado?
Sería todo un contratiempo,
una mala jugada del aire.
¡Que mis zumbidos serenos
se turben con la diana
de las fuentes de tus pechos…!
¡Antes la muerte!
Ya conozco la historia:
la abeja insidiosa
va y se pierde un día,
porque, aburrida del campo
y en pos de la fantasía,
se enreda en las telarañas
de un callejón sin salida.
No, dejemos el amor,
dejemos, abeja, la comida.

viernes, 22 de junio de 2007

Billie

La oí por primera vez un día inesperado de hace casi veinte años. Andábamos María y yo recién aterrizados en Las Hurdes, y hablaba con un reciente amigo sobre música, y concretamente sobre jazz. Entonces yo paladeaba el Spanish Heart de Chick Corea, o la voz de tigresa de Ella Fitzgerald, las cuchipandas divertidas y sentimentales de Cannonball Adderley, o ese disco donde algún bendito había reunido temas del mismo Corea, de McCoy Tyner, de Keith Jarrett y de Herbie Hancock, un disco que no me cansaba de escuchar. Mi amigo me habló de sus discos de importanción, y entre ellos me la nombró para que por primera vez yo oyese su nombre: Billie Holiday. Me prestó el vinilo como quien presta a un hijo, y yo hice honor a su celo y lo traté con manos de algodón. La voz de luna gastada de Billie me cautivó desde la primera estrofa.

Sin embargo, perdidos como estábamos en aquel paraíso hurdano, muy lejos de una buena tienda de música y por otros motivos varios, no me hice devoto de esa voz hasta que un par de años después mi hermana me regaló, sin ella conocerla realmente y sin tener noticia de mis gustos, un disco con una grabación impecable de algunos de los mejores temas de este ser mágico. Era The Silver Collection, una recopilación maravillosa que pronto se adueñó de mi sensibilidad para nunca más soltarla. En este disco, Billie ya interpretaba muchos temas con la voz de sus últimos años, una voz madura, rota, sublime. Una fecunda obsesión se apoderó de mí, y busqué discos hasta debajo de las piedras. Y así descubrí Lady in Satin, su último disco, grabado cuando su voz ya estaba destrozada, acompañada de una orquesta pobre, y sin embargo un disco que te pone hasta el último vello de punta. Al escuchar su You’ve changed, toda la historia de Billie se te incrusta en el corazón, abonándolo de tristeza.

Al cabo de los años, oí que Embraceable You se había convertido en la banda sonora de una de las historias de amor más hermosas que nunca ocurrieron...

jueves, 21 de junio de 2007

Salida y meta


Temprano, la mañana brotó pacífica, ofreciéndome el regalo de aquella belleza solitaria. El silencio susurraba en mis oídos todas mis suertes, y me emocionaba la luz perfecta, el escenario sin palabras. Caminé, subí aquella vereda de dioses, y al final me esperaba un nuevo presente inolvidable.

miércoles, 20 de junio de 2007

Última batalla

(Sobre un sueño de José Antonio Maidero)
Al Capitán Sébrek, con los cuarenta y dos hombres de su escuadrón, le habían ordenado conquistar una pequeña fortaleza, un molesto obstáculo en la toma de la provincia. Una vez tomada ésta, su ejército obtendría la victoria final sobre aquel país pequeño y orgulloso. Sébrek manejaba a sus hombres con determinación, utilizando las más modernas tácticas guerreras. Poseían tres catapultas de muy largo alcance, desde las que lanzaban proyectiles incandescentes que horadaban la muralla e incendiaban el interior de la fortaleza, pero el adversario se defendía con bravura, salpicando el cielo de flechas mortales.

La tarde caía y, tras largas horas de asedio, la vanguardia había conseguido acercarse lo suficiente al enemigo. A la amable y cada vez más débil luz del crepúsculo, el Capitán Sébrek creyó entonces descubrir algo que lo dejó estupefacto: tratando de calcular el número de hombres que defendían la plaza, sólo pudo divisar una figura, con el torso desnudo y rápida como el diablo, que recorría la muralla apagando llamas, disparando ballestas, manejando hondas que causaron algunas bajas entre sus hombres más avanzados. Apretó los ojos intentando fijar su mirada en aquella pared medio destrozada, con la esperanza de deshacer el espejismo y descubrir otras siluetas en la defensa de la fortaleza; pero no lo consiguió. La luz decaía con rapidez, y se dijo que tal vez las fuerzas enemigas estaban diezmadas, y que quizás, desde los patios de la fortaleza, otros hombres arrojaban flechas y piedras sin exponerse al peligro de sus valientes hombres.

Convencido de que, fuera como fuese, la victoria se hallaba a la mano, el Capitán Sébrek ordenó redoblar el ataque, y así las catapultas, con la cercanía necesaria, consiguieron deshacer varios tramos fundamentales de la muralla. Una vez abierta una vía de entrada, las catapultas callaron, y Sébrek envió a varios de sus hombres a la fortaleza para tratar de reducir a los enemigos. Un silencio sepulcral se había adueñado del escenario, y sólo el graznido de algunas aves pasajeras rompía el vacío de la destrucción. La patrulla volvió y anunció a su Capitán que la fortaleza se encontraba vacía, y que no había rastro de cadáveres ni de supervivientes, lo que resultaba bien extraño porque fosos infranqueables rodeaban la plaza salvo en su entrada. El Capitán acompañó a sus hombres en un nuevo reconocimiento, y en efecto, los patios del recinto mostraban las consecuencias de la batalla pero sin un solo cuerpo. Entonces Sébrek subió a la zona donde había visto aquella figura.

Al fin, entre armas y escombros, halló el cuerpo tendido de aquel hombre. Ordenó a sus soldados que se detuvieran y se acercó lentamente, aferrando la empuñadura de su espada. El hombre, caído de espaldas, estaba muerto; Sébrek sabía reconocer un cadáver. El Capitán se agachó sobre su enemigo, sobre aquella fiera que, en soledad y durante todo un día, había sabido defender la fortaleza contra un escuadrón feroz. Quería verle el rostro, honrar su valor. Pero un escalofrío recorrió la espalda de Sébrek. Aquel hombre tenía su cara, ¡era él mismo, Sébrek, con el torso desnudo y muerto en batalla!

lunes, 18 de junio de 2007

Información comprometida

Estos amigos de La Sexta se superan cada día. Veo la televisión no sé si mucho o poco, pero llevo años poniéndome ante ella cada vez menos, y a este ritmo creo que no pasará demasiado tiempo antes de que me olvide definitivamente de ella, porque su degradación se torna más y más insoportable. Y en esta carrera indecente La Sexta ha venido a aportar sangre fresca, sangre fresca para, con una falta de principios descomunal, inventar nuevas tretas en el objetivo de convertir a las personas en consumidores.

Pero nunca pensé que la desfachatez de Don Emilio Aragón y su equipo llegaría a estos niveles. Por lo visto, este buen hombre olvidó ya la trayectoria de su familia, sus inicios de payaso mudo, las sonrisas de tantos niños que nos partíamos por la mitad riéndole a su padre y a su tío esos sencillos y feraces juegos de palabras. Ahora, el desecho de Milikito inventa un anuncio sobre su Información comprometida, en el que se nos muestran víctimas de las guerras, niños y niñas con rostro de miedo, y otros jóvenes jugando con armas de mentira a videojuegos crueles; y con aire moderno se nos habla de injusticia, de violencia virtual, de paz posible. Justo a continuación anuncian la película, una más de ésas que elabora como churros la factoría estadounidense, y que son puro producto para aburridos. En ninguna de las imágenes del anuncio falta un arma, y los actores, más que técnicas interpretativas, necesitan conocimientos militares para desempeñar bien su papel.

La hipocresía de esta gentuza me provoca asco, pero a ellos les importa poco mi asco o el de otros muchos. Ellos no transitan estos niveles de la ética, ni siquiera los de la estética, se quedan sólo en los de la cuota de audiencia y los beneficios. Menos mal que, salvo en ocasionales desgracias, quienes pagan toda esta basura son esos desgraciados del quinto mundo…

domingo, 17 de junio de 2007

Aclaraciones espirituales

Para explicarme algo mejor: el otro día andaba recobrando el resuello en el gimnasio cuando, algo más de seis meses después de su marcha, me asaltó el recuerdo de mi madre, la imagen sólida de su muerte; y así hube de martirizarme un poco en el siguiente ejercicio para no sucumbir al dolor insondable de haberla perdido. A la mañana siguiente caminaba hacia el trabajo escuchando música, y de pronto pensé en nuestro nuevo coche. El anterior andaba anunciando taller, y por eso lo cambiamos. La matrícula del nuevo muestra las cuatro cifras finales del número de teléfono que tenía mi madre, 6261. Al descubrirlo, sonreí, sólo sonreí. Pero un poco más adelante comenzó a sonar un tema de Echolyn, Never The Same, y un sexto sentido me afirmó que ese tema hablaba sobre la muerte, y en cierto modo sobre mi madre. Entiendo algo del idioma de Shakespeare, pero suelo escuchar la música en inglés sin hacer el esfuerzo de entenderlo. Traté entonces de comprender algo, pero pronto lo dejé pensando que mejor me dejaba llevar por la propia música, y que al llegar al trabajo buscaría la letra. Efectivamente, la canción hablaba de los que se van, de aquellos que queremos y que nos dejan aquí, en la vida, haciéndonos a nosotros mismos tantas y tantas preguntas.

“Do not stand at my grave and cry
I am not there I did not die”
I say to you I will see you again
On the other side someday.
“There's never endings only discovery”
I tell myself over and over again
Some leave their mark in our hearts then go.

(“No permanezcas ante mi tumba llorando
No estoy ahí, no he muerto”
Te digo que te veré de nuevo
En el otro lado, algún día.
“No hay finales, sólo descubrimiento”
Me digo a mí mismo una y otra vez,
Algunos dejan su marca en nuestros corazones y se van.)

Reflexionando sobre las coincidencias, descubrí que mi madre había muerto el 6 de diciembre de 2006, es decir, el 6 del 12 del 6, justo el número al revés de la matrícula, y que en el año 62, en el mes 6, el día 1 mi madre debió andar completamente embarazada de mí, justo el primer día de un mes que exactamente acabaría con mi nacimiento... Ya no quise buscar más coincidencias.

Pero yo estaba aclarándome sobre los místicos. Ante tanta coincidencia, hay gente que compondría toda una compleja teoría de mensajes ultraterrenos, demostrando (?) una vez más que el ser humano no sabe apenas nada de esta vida, algo con lo que no es difícil estar de acuerdo, pero a la vez que existen innumerables leyes místicas que podemos ir descubriendo con la actitud adecuada, con ese arrobo característico del iluminado que es mezcla de insatisfacción y de una mente débil y poco amueblada. Por supuesto, luego de perpetrar la teoría, el hechizado científico espiritual trataría de extender su descubrimiento entre todos nosotros los descreídos extraviados; luego, por último, buscaría la manera en que la teoría pudiera beneficiar a su propia y archidiagnosticada salud mediante la conversión de aquella en terapia. De ahí la existencia de tantas algoterapias, las menos con cierta cordura, y las más basadas en presentimientos y en obsesiones hipocondríacas, o en el mejor de los casos en juegos divertidos elevados (o sería mejor decir disminuidos) al rango de medicamentos.

Por el contrario, mi reacción (que sin demasiada convicción creo acertada, porque de otro modo trataría de no tenerla) acaba siendo una mezcla entre, primero, el sometimiento obligado a la solidez de la muerte de mi madre, segundo la posibilidad personal e intransferible que tengo de revolcarme en el dolor, en el recuerdo, en las coincidencias, en el contorno de las luces y en la piedad de la sombras, y por último en el juego infantil de trastear con la vida.

Cuando a alguien, ante la experiencia cotidiana de los días, ante el horror y la delicia de la existencia, lo primero que se le ocurre es buscar esas supuestas normas universales que habrían de sustituir a esas otras, asimismo universales, que ahora nos gobiernan, normas que convertirían nuestro valle de lágrimas en el paraíso de las terapias, se puede afirmar que esa persona ha perdido casi toda su sensibilidad, y que necesita ayuda.

Por supuesto, el caos es otra cosa, el caos no está en la creación de nuevas reglas, sino en lo contrario, precisamente en la supresión de las normas, manteniendo si acaso un resto de elegancia mínimo y necesario para que los demás no deban defenderse de ti. Surcar el caos, renunciar a una vida ordenada y previsible sólo está al alcance de unos pocos, y los que no alcanzamos ese caos más que en sueños, o tal vez en alguna tarde prohibida, o quién sabe si en la mirada de un hijo que voltea inesperadamente el escenario, para nosotros los que vivimos en el calendario, todo aquel que se resiste y navega el caos, siquiera sea por su orilla, nos parece un semidios, un ser admirable que nos asombra y a la vez nos empequeñece, que nos muestra caminos pero que al mismo tiempo nos destroza los que ya tenemos, un héroe y un villano que nos recuerda que la vida se puede vivir.

Espejismo de la eternidad


miércoles, 6 de junio de 2007

Arcanos secretos y místicos baratos


¡Y el clarín de los gallos y el volar de las hadas

oía en el dormido corral de las posadas,
descubriendo el arcano secreto de las cosas

que parecen vulgares y son maravillosas!

Ramón del Valle-Inclán, La Marquesa Rosalinda

Aun aficionado a leer (y cuando posible, también vivir) las aventuras que ruedan por caminos disolutos, por senderos impensables y prohibidos, no puedo reprimir una sensación de malestar al dar con estos versos de Valle-Inclán, palabras que hace un tiempo cayeron sobre mí como luminosa introducción al lado mágico de nuestra existencia, pero que ahora me preocupan tanto como me atraen.

Y es que yo creí desde siempre, desde que el niño que fui comenzó a soñar, que los territorios mágicos se alzaban sobre un campo de juegos mudables, eléctricos y pasionales, y que la fe era una virtud aborrecida en el reino de los sueños. Sin fe resulta impracticable el fanatismo, y sin ella la idea sustituye al ideal, lo curioso a lo escolástico, el amor a la programación amorosa, el instante al período, la fábula al manual.

Pero hete aquí que al crecer me topé con la extensión epidémica de cierto movimiento, al fin y al cabo religioso, que trastea con misterios y se afana en descubrir corrientes inexploradas de energía, o portentosas facultades del ser humano cuyo estudio, de modo incomprensible, han despreciado hasta hoy día todos los científicos de prestigio, los cuales son, invariablemente, agentes secretos al servicio de la perpetuación de una realidad fea y cuadrada. Dotados de un aura metafísica, estos individuos levitan a nuestro alrededor preconizando una trasgresión de tintes ridículos, amplificando ésta y aquella otra obviedad y convirtiéndolas en respetables dogmas personales; apelando a teorías majaderas (majaderas porque pretenden descender del sueño a la física, o porque no mezclan sueño y física por puro afán lúdico, sino para crear doctrinas insanas), y sobre todo, llegando a un punto de obsesión por la salud que, en esta pobre gente, trastoca esos sencillos y fundamentales procesos mentales que todos necesitamos para no desbarrancarnos por la locura.

Y así, por ejemplo, da uno con esas parodias patéticas de los yoguis, aprendices superficiales de la meditación, incapaces de admitir nuestra occidental ineptitud para semejante renuncia. O ese espécimen que se convierte en oráculo pedestre de la sanidad natural, repudiando por sistema todos y cada uno de los hallazgos de la farmacología, devoto de la medicina alternativa (curandera y bohemia), ejemplar hipocondríaco con ínfulas de santo.

La verdad es que ando aprendiendo a soportarlos, y también a no perder más tiempo con ellos. A ratos siento pena por ellos, porque en el fondo se encuentran tan solos en este mundo como cada uno de nosotros, pero su religión les promete continuamente la unidad cósmica, bobada que se ve desmentida una y otra vez por los obstinados hechos. Por eso suelen acabar buscando pareja para satisfacer apenas las exigencias básicas de nuestra condición de animales, y en cuanto la encuentran compatible con sus admirables excentricidades, se van apagando poco a poco inmersos en una bruma de iluminación mística barata, en un mar de sensaciones vulgares elevadas a la categoría de prodigios. Sí, esos prodigiosos e insoportables pelmazos...

lunes, 4 de junio de 2007

Georges Bataille, autófago

[Texto que escribí hace unos veinte años, excesivo en los términos, con un tono algo desagradable por académico, pero suficientemente entrañable por la pasión que destila]


Savater nos dice que «la experiencia que Bataille propone es la conquista de una auténtica soberanía, es decir, el acceso a una cumbre en la que el hombre pueda encontrarse plenamente extirpado de la funcionalidad y su posibilismo para enfrentarse sin ambages con lo imposible, esto es, con su propia esencia impracticable».


Andar por sus páginas supone demasiadas veces recorrer de nuevo las veredas que lo condujeron al éxtasis. Uno se encuentra de pronto respirando a un ritmo inusual, y todo por unos párrafos en los que Bataille se lanza al vacío y osa describirse. Sus palabras entran dentro de los ojos como disparos, encendidas, obligando a una atención que no permite el disimulo, que exige aquella sinceridad lectora, aquella que Nietzsche llamaba filología, para una pluma eminentemente sincera.


«Quien no muere por no ser más que un hombre, no será nunca más que un hombre», y para esos que manotean en el vacío más allá de nuestras idénticas cadencias, para esos que notan sus pies como dos plomos que alzar y sus manos como dos eternas posibilidades de ejecutar las quimeras, para esos se desgrana Bataille. Pero impone tales condiciones que incluso en éstos provoca el escándalo. Por eso fue expulsado del surrealismo, porque Bataille no se detiene ante ningún peligro, porque todas las etiquetas terminan sumidas en el terror a sus propias consecuencias y se tapan el rostro con algún límite salvador.


Cuando Bataille, desde su Biblioteca de Orléans, ha roto con todo usando el arma sensual de su pensamiento, no se resguarda; afronta con pasión su propia rotura, sin la que él andaría incompleto: autofagia, escepticismo que se condena en una sucesión infinita sin desechar la parálisis. «Nadie es sino un poder de abrir en uno mismo el vacío que le destruirá», nos espeta. Nosotros, desde nuestro sillón, compartimos esa culpabilidad de la existencia, pero sabemos que aún poseemos mecanismos de huida: la rutina termina siendo un cálido agujero donde abundan las justificaciones; la boba —pero eficaz— identificación de la muerte física con las muertes del pensamiento nos permite argumentar sensatamente sobre los inconvenientes del suicidio como si esa fuese la propuesta. Y el culto a la claridad, a la luz, a la sencillez simplona de nuestra civilización —la masa usando nuestra voz— viene de perlas cuando por fin queda claro que hablamos primero desde el tortuoso y reticular mundo del pensamiento, y ya no caben recursos al instinto de autoconservación.


Y no es esa renuncia la que escribe Bataille, la renuncia del suicidio, porque el suicidio reniega de todo pero termina claudicando a sí mismo. Es renunciar a oponerse a la suerte, al azar de nuestra existencia; es un jugar entregado bajo el dulce caos normativo de la vida misma. Esa suerte, olvidada por el cálculo presuntuoso que toma su aliento frío de nuestras propias limitaciones, es la plasmación del carácter lúdico de las profundidades humanas, incluso donde se advierten sus tintes más trágicos.

El hombre se encuentra, pues, acorralado entre la angustia y el juego. La suerte, «el efecto de una puesta en juego» incesante, permite el desconocimiento de la angustia, desconocimiento que es «deseo de reposo, de satisfacción». La angustia, por su parte, paraliza el curso del juego, produce instantes en los que el tiempo no corre sino que estalla destrozando nuestros motivos entonces inservibles. En medio pervive masificada la indecisión, el olvido, la muerte anticipada y gris de los muchos que, incapaces de abrir sus mentes, tampoco soportarían más de un par de embates de la angustia de haber nacido.

Podría inferirse cierta actitud negra en los planteamientos de Bataille. De ninguna de las maneras y por dos razones fundamentales. En primer lugar por un motivo indirecto: el de que cualquier escritor o artista que viva su obra, es decir, cualquiera que escriba creyendo lo que escribe, porque plasma en el papel trozos de su propia rebeldía e íntimos momentos de temor, ése está demostrando tal amor, si se quiere irracional y hasta congruente, por la existencia, que sin pretenderlo termina por encender el mismo sentimiento en otros. Y Bataille es uno de ellos, alguien de quien no se lee su literatura, sino de quien se es o no compañero y cómplice.


En segundo lugar, porque para Bataille la vida se basa en un sinsentido absoluto —la muerte que vendrá a interrumpirnos, a nosotros y a nuestras supuestas grandezas—, y, en sus palabras, «¿podría recibir el ser una autonomía más verdadera?». Por eso, «el secreto de vivir es sin duda la destrucción ingenua de lo que debía destruir en nosotros el gusto de vivir: es la infancia que triunfa sin grandes frases sobre los obstáculos que se oponen al deseo, es el tren desenfrenado del juego…» Luego de nuestra constatación de la condena eterna, de la angustia, sólo podemos recurrir a la ingenuidad del juego, donde todo se halla a nuestra disposición.


Sin duda, Georges Bataille, un gran desconocido, considerado por Foucault como uno de los escritores más importantes del siglo XX, es una magnífica fuente de aliento, aliento para desentrañar honestamente, poniendo toda la carne propia en el asador del lenguaje, esa inmensa tragedia que nos tocó en suerte: la vida y su inmenso plantel de eventualidades.