jueves, 18 de octubre de 2012

Asco

Grecia

En otro sitio discurrí sobre el odio y el desprecio. Entre ellos, como un dolor difuso de huesos, se acomoda este asco profundo, fruto sentimental y amargo de los tiempos de mierda que corren. Abrumado e indispuesto, trato de descubrir su origen para acabar concluyendo que lo suyo es vaciar urgentemente mi estómago mental (¿acaso nuestra condición de omnívoros no incluye el arriesgado alimento de las ideas?), y vomitar y vomitar hasta quedarme limpio y dormido. Porque mire donde mire, este absurdo que estúpidamente llamamos realidad social acaba estimulándome la jodida glandulita del asco.

Y créanme que comprendo las cosas, que incluso he estado años tan convencido de que ocurrirían que ya me extrañaba que tardasen tanto. Hace lustros, con el protagonismo de uno de los más grandes e inteligentes embusteros de la historia, Felipe González, ya intuía yo que toda esta basura no iba a ser más que un experimento de ingeniería social para conseguir lo que casi siempre ha img-3232buscado el ser humano: poder y privilegios. Yo miraba a los esclavos asiáticos y africanos, a los maquinales japoneses, al hormiguero Chino, y me preguntaba asombrado cómo era que estos cabrones con traje no caían en la cuenta de que sus beneficios podían ser aún mayores. Miraba las películas americanas, las que auguraban catástrofes y un mundo de tiranos comerciando con hombres, y consideraba hasta idiota que los poderosos de este país no comenzaran a poner las cosas en su sitio. Europa, a pesar de su larga e incesante historia de crímenes contra el tercer mundo, parecía un lugar civilizado que, al menos de ombligo para adentro, cuidaba las formas y preservaba unas mínimas condiciones públicas de dignidad. Pero con esto de tener hijos, de tener que educarlos y por tanto preocuparse por la vida, uno debía ser muy ciego para no advertir que, al menos en España, las cosas estaban poniéndose en su sitio…

Lo cierto es que miro a mi alrededor y siento asco, mucho asco. El asco no tiene la furia incontrolada del odio ni el control orgulloso del desprecio: es puro mareo desamparado, puro desequilibrio y pura náusea. Con el asco uno quiere cerrar los ojos y descansar, y soñar que, al reabrirlos, todo habrá pasado.

Este asco, sin embargo, es de los que no se disuelven con el descanso y el sueño. Cualquier bípedo con una pizquita de corazón puede encontrar cientos de motivos para el asco, y no hace falta sumergirse en los periódicos ni en los boletines oficiales, porque como ocurre en todos los momentos tétricos de la humanidad, todos acabamos retratados sobre el fondo de miseria. De hecho, contra la el rotocreencia común, la miseria no es un monstruo de cabeza única, enorme y depravada, sino una hidra multicéfala sostenida por una miríada de pequeñas ignominias, de particulares indecencias, de cínicas indiferencias de andar por casa. Éstas son las cabezas del bicho que más asco me producen, porque la crueldad nos indigna, pero la decepcionante y altanera ruindad de los muchos nos provoca eso, mucho asco…

Y es que los héroes son al fin y al cabo héroes. Incluso los grandes personajes malvados demuestran un valor personal que ni siquiera sus atrocidades ocultan. Pero el piojo orgulloso, la vecina sabionda, el arrogante cobarde, el funcionario respetable y otras muchas categorías de egoístas descienden a las más profundas simas de la miseria cuando, engañados y desvalidos, van por el mundo proclamando su íntima compostura y su imperturbable fe en el futuro, como cucarachas en una guerra mundial.

Mafalda-012He de reconocer que no todo el asco me lo producen estas ubicuas y grotescas víctimas. La orfandad general, los jóvenes hundidos en el entretenimiento más superficial, masacrados por años de frivolidad escolar; la cultura, ese alimento del alma, banal hasta el llanto; la gente con corazón, extraviada, acorralada por el paro, las porras y el código penal; el porvenir y su olor a servidumbre; la impunidad de los criminales ajustados a ley, que consideraron por fin que las masas estaban maduras para el saqueo… Pero en el asco, en la náusea paralizante, la vida queda prendida de nosotros por un hilo fuerte y necesario: la dignidad, un bien que las cucarachas perdieron hace mucho. Y más allá de la dignidad somos pura derrota, más allá no hay más vida que una muerte vergonzante y prematura.

viernes, 5 de octubre de 2012

El hechizo de la sencillez

A gato y ratón

En el autobús, delante de mí, ocupaban dos asientos preferentes un hombre mayor y una niña de unos seis o siete años, delgada, con largos rizos en su cabello brillante y oscuro, y el flequillo recogido con una hermosa flor de tela. Su cara delicada y sus gestos, bajando la mirada con frecuencia, denotaban timidez. Vestida con su uniforme de colegio, mantenía su mochila de ruedas al lado del asiento. El hombre, enfrente de ella, leía uno de esos periódicos gratuitos.

Repentinamente el hombre bajó el periódico, se inclinó sobre la niña y le dijo con voz poderosa:

― Nena, ya me has dado dos pataditas, y quiero cumplir otros ochenta años.

Y volvió a su periódico. La niña bajó una vez más la mirada, mientras la alegría que bañaba su semblante se diluía con rapidez, como se apaga una última luz. Los dedos de sus manos se removían sin saber dónde descansar, porque se sabía observada por los muchos pasajeros que llenábamos el autobús. Sonreí y crucé mi sonrisa con la de una mujer que también observaba la escena. Entonces miré desde arriba al anciano y pensé en el contraste entre la inocencia de la chiquilla y la oxidada irritación del hombre. Justo cuando empezaba a sentir antipatía por él, el viejo apartó otra vez el periódico y se dirigió a la niña con un tono algo más suave:

― Pero no te enfades, ¿vale? ―los ojos de la niña ocultos tras los párpados, fijos en el suelo―. ¿Te has enfadado? No, ¿verdad que no te has enfadado?

La chiquilla alzó la mirada un instante, en una muestra sutil de educación, y movió la cabeza para negar que se hubiera enfadado. Apenas los párpados volvieron a cubrir sus ojos, la niña se levantó, tomó su mochila y tiró de ella hacia el fondo del autobús. Allí su madre, de pie, cuidaba de dos pequeños que se removían sentados uno al lado del otro. La madre le dijo algo mientras ella se inclinaba sobre uno de los niños y le daba un leve beso en el pelo, un beso que la ayudara tal vez a disolver aquel sinsabor y regresar al hechizo de la sencillez…