domingo, 29 de noviembre de 2009

Padres

Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre.

Mi padre mira al techo, mira sin descanso al techo. En el techo sólo luce una lámpara encastrada, pero él mira allá donde el techo es plano y monótono, aunque nadie sabe realmente dónde está mirando mi padre. Por momentos, abre de par en par sus ojos como si hubiese descubierto algo sorprendente, y a veces yo miro en esa dirección y siempre encuentro el techo, raso y aburrido.

Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, "un corazón recto", y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.

Mi padre se olvidó de casi todo. Sólo un recuerdo permanece en su cuerpo seco, y ese recuerdo no es el de Dios, porque es imposible recordar lo que no existe. Lo que mi padre recuerda son sus discos de flamenco, y cuando comienzan a sonar mi padre deja de mirar al techo y mira mucho más allá, a lugares que se disolverán muy pronto en el universo, tal vez los ojos de aquella mujer, quizás el rostro áspero pero necesario de su madre, o alguna de tantas ilusiones, un lago rebosante de peces, un balcón tapizado de macetas…

El amor de Dios es "eterno" (Is 54,8). "Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará" (Is 54,10). "Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti" (Jr 31,3).

Los ojos de mi padre se hunden día a día en las cuencas, y todos sus músculos, hasta el más diminuto, se van desvaneciendo. Los huesos tapan su vergüenza con la piel sola, una piel cerúlea, macilenta y cansada. En los pómulos sin futuro advertí ayer dos pequeños hoyitos que, sin embargo, no invitan a la sonrisa. Mi padre adelgaza ahí, en una habitación que no es en absoluto la que nosotros visitamos con regularidad.

Dios es el Padre todopoderoso. Su paternidad y su poder se esclarecen mutuamente. Muestra, en efecto, su omnipotencia paternal por la manera como cuida de nuestras necesidades (Cf. Mt 6,32); por la adopción filial que nos da ("Yo seré para vosotros padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso": 2 Co 6,18); finalmente, por su misericordia infinita, pues muestra su poder en el más alto grado perdonando libremente los pecados.

Mi padre no se mueve, y tampoco necesita que le perdonen sus pecados. Cuando le digo sonriendo que soy su hijo y que él es mi padre, con suerte fija sus ojos en mí, con un leve gesto mezcla de incredulidad y de apatía. Entonces yo me siento feliz, porque mi padre ha vuelto por un instante de esos mundos suyos que pronto se convertirán en vientos vacíos, soplando para siempre en la nada del tiempo. Incluso cuando la enfermera le limpia los ojos sucios de inmovilidad, y él se queja del líquido y del algodón con que los frota, su gemido me complace porque allí está mi padre, mi padre todopoderoso...

El término "carne" designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (Cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La "resurrección de la carne" significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros "cuerpos mortales" (Rm 8, 11) volverán a tener vida.

Su mano izquierda se retuerce sobre sí misma, como si quisiera recogerse hasta desaparecer, pero mi padre no sufre. Sólo mira al techo y adelgaza, yéndose poco a poco, ajeno a justicias y desilusiones, inmunizado contra los desagradecidos y en el fondo indemne ante los embates inesperados del azar, aunque también vedado en el amor o el desprecio. Ni siquiera pide ayuda, sólo mira, y su mirada me demuestra que si Dios existiera sería un grandísimo hijo de puta.

En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.

Pero los gusanos pálidos sí existen, esos que se visten de negro a la luz del día, exhibiendo con insistencia demente sonrisas artificiales de sepultureros. Y también existen los otros, los gusanos blancos que se alimentan de pobres y desesperados, que se iluminan cantando estúpidas canciones pastorales y se entregan al prójimo obsesivamente, en su sórdido afán de ganar puntos en la jodida salvación final. Los gusanos intentan esparcir su repugnante buena nueva como una hedionda capa de basura sobre el amor… Pero sin descanso, imperturbable y a salvo de las buenas nuevas, mi padre mira al techo y tal vez observa a un niño que se sienta sobre sus rodillas, sintiendo en su mano fuerte el tacto fascinante de esos deditos inocentes. Tal vez el tiempo no es una fina lámina imposible y sí un laberinto donde un hijo puede encontrar a su padre.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Gusanitos

Debió ser eso, pero a ver cómo indagar en el pasado, cómo seguir el hilo de esas sensaciones antiguas que de pronto encuentran la grieta por donde brotar a la superficie, como un magma delicioso de amor. Recuerdo perfectamente que la escena de los polvos efervescentes me cautivó, que gestó sueños en aquella mente juvenil que leía libros como quien busca tesoros. El niño del tambor de hojalata, Óscar Matzerath, aquel Peter Pan terrenal que se negó a crecer a sus correspondientes tres años en la ciudad libre de Danzig, luego denominada Gdansk, aun siendo ya un joven por edad e inteligencia mantenía el cuerpecito delicado de un chiquillo de tres años. Fue tal vez por eso que su María Truczinski, luego Matzerath al casarse con el supuesto padre de Óscar, sintió unos deseos incomprensibles pero inevitables de jugar con el niño una y otra vez. El diablillo dejaba caer los polvos efervescentes en el hueco que la muchacha formaba con la palma de su mano, y luego, para que funcionaran, dejaba caer su saliva inocente, lamiendo seguidamente el chisporroteante mejunje hasta despertar en María humedades luminosas. De este juego, que prodigaron en casa, en las casetas junto al mar, donde María se desnudaba ante él, e incluso en la misma playa, acabó gestándose en María el hijo de Óscar, Kurt, que rezó luego como hijo de su abuelo, el falso padre de Óscar.

gusanitos Pero los parentescos son lo de menos. Ese polvo efervescente chisporroteó en mi interior hace muchos años, y engendró deseos que vinieron tal vez a materializarse en parte con los gusanitos. Sí, una simple bolsa de gusanitos, en un mirador donde el viento marino subía muchos metros para helarnos los huesos, y quizá por eso nos resguardamos del frío en el coche, sin quitar ojo de aquella franja prodigiosa de agua y viento. Reíamos, reíamos constantemente. Teníamos hambre, pero comeríamos luego, más tarde; ahora engañaríamos al hambre con esta bolsa de gusanitos. Y entonces fue cuando los gusanitos comenzaron a ir y venir de su boca a la mía, y empezaron a empujarnos, a tirar de nosotros para que inventásemos besos adecuados a sus deseos de ir y venir. Algunos obstinadamente secos, otros mojados por la risa, aquel que iba y venía sin acabar nunca de ir y venir, hasta el punto de que su risa y la mía parecían querer fundirse en un beso definitivo. Aquella bolsa de chucherías encendió unas luces pequeñitas multicolores por todo su cuerpo, e impartió un curso acelerado de ternura a mis manos que, a la luz del día, habían permanecido quietas, remisas… Sólo con el último gusanito conseguimos cerrar los ojos mientras éste se deshacía aquí y allí en un beso tenaz, perseverante, aunque también visionario, incluso podríamos decir que agorero, porque en el mundo que se abría ante ambos cuando los dos cerramos los ojos se aparecía el futuro, ese enemigo mortal de cualquier presente. Por suerte, al abrir los ojos, su sonrisa obstinada de ángel y el sabor que dejaron aquellos gusanitos me trajeron de nuevo al presente, del que ya nunca querré partir.

Mirador

martes, 10 de noviembre de 2009

Empacho de notas

Doña Emilia

Allí se detuvo el insecto, y allí también Julián, con el corazón palpitante, con la vista nublada, y el espíritu, por vez primera después de largos años, trastornado y enteramente fuera de quicio, al choque de una conmoción tan honda y extraordinaria, que él mismo no hubiera podido explicarse cómo le invadía, avasallándole y sacándole de su natural ser y estado, rompiendo diques, saltando vallas, venciendo obstáculos, atropellando por todo, imponiéndose con la sobrehumana potencia de los sentimientos largo tiempo comprimidos y al fin dueños absolutos del alma porque rebosan de ella, porque la inundan y sumergen.

Doña Emilia Pardo Bazán acababa su libro, y mi alma, como cualquier alma expectante que se precie, estaba en vilo. Julián, el protagonista de Los Pazos de Ulloa, volvía al cabo de los años a la casa donde su querida Marcelina, Nucha, había sufrido tanto, para hacer varios hallazgos…

No echó de ver siquiera la ridiculez del mausoleo, construido con piedras y cal, decorado con calaveras, huesos y otros emblemas fúnebres por la inexperta mano de algún embadurnador de aldea; no necesitó deletrear la inscripción, porque sabía de seguro que donde se había detenido la mariposa […]

Y párense ustedes ahí, señoras y caballeros, porque Doña María de los Ángeles Ayala, experta en filología española, y al parecer en las cosas de Doña Emilia, tiene algo que decirnos que merece que interrumpamos el éxtasis final. Sobre la palabra mariposa la señora Ayala coloca la estruendosa referencia a una nota a pie de página, la número 513 de las 517 notas que reparte por el libro, una nota que dice así:Los pazos de ulloa

La mariposa era la representación del alma entre los griegos. Su simbolismo lo utiliza doña Emilia de la misma manera que la tradición literaria, pues la mariposa está relacionada con el fenómeno de la mutación o metamorfosis, que en cuanto salida del capullo bajo su definitiva apariencia alada evoca una salida de la tumba para una nueva existencia mejor. Se resume así el pensamiento de don Julián expresado en anteriores episodios, pues la existencia de Nucha en el pazo ha sido un auténtico calvario. La muerte la libera de tan cruel sufrimiento y el alma encuentra, felizmente, una existencia mejor.

Manda huevos. Y no contenta con haber interrumpido el final del libro, lo vuelve a hacer un párrafo después, cuando Doña Emilia describe con emoción el aspecto de la hija de Nucha:

La misma edad: idénticas largas trenzas negras, idéntico rostro pálido, pero más mate, más moreno, de óvalo más puro […]

¡Alto ahí! Imprescindible saber que eso de óvalo más puro nos lleva a que…

Como es bien sabido, a la Biblia debemos el conocimiento de los ángeles y su división en ocho grados. La primera referencia —Amor antiguo— se podría identificar con los célebres ángeles pintados por Rubens (…)

Y así un párrafo larguísimo, mayor que lo que a Doña Emilia le queda por escribir en el libro. Verán, digo todo esto por si alguien, por ingenuidad, se hace con esta magnífica novela en su sesuda edición de Cátedra, a la sazón requetearchisuperanotada por la señora Ayala, que me tenga en cuenta que de las 517 notas, 510, aproximadamente, son absolutamente superfluas y molestas, y que si la Emilia levantara la cabeza me da a mí que buscaba a la Señora Ayala y… Escalofríos me da nada más que de que pensarlo…

domingo, 1 de noviembre de 2009

Silencio por amable respuesta

Verás, sé que a veces me muestro excesivamente romántico, que caigo en sentimentalismos infantiles, pero en aquellos días eternos de los trece años era precisamente a lo que dedicaba mi tiempo: a amarla con aquel amor punzante y descabellado, con aquella pueril obsesión, aguardando el golpe de suerte que lo cambiaría todo.

En la ventana del salón, apoyado en el alféizar, desde aquel tercer piso observaba el fluir del barrio, y hasta allí llegaba la fragancia de las estaciones que pasaban vestidas con sus galas acostumbradas. Los años de colegio tocaban a su fin, y Márium se hundiría pronto en las revueltas del futuro. Su rostro era perfecto, redondo, suave, sublime como un sueño, pero si no me declaraba antes de que estallara el maldito verano la perdería para siempre. Ni siquiera vivía cerca, no pasaría nunca bajo mi ventana, porque vivía a unas manzanas de aquel paisaje, en el otro lado del universo.

Los plazos se cumplieron, abandonamos el colegio, y mi declaración quedó para siempre pendiente. Entretanto, seguí mirando desde mi ventana, creciendo sin ruido, con la tristeza de aquella pérdida clavada para siempre en mi ánimo.

Por eso no te extrañará que aquel día yo creyera estar soñando. Tal vez repasaba libros de histología, o de microbiología, quién sabe, un auténtico contraste con aquel paraíso tapizado de estanterías de madera: la Dante Alighieri. Se encontraba casi vacía: los estudiantes de letras disfrutaban del sol tumbados en los jardines de la universidad, mientras yo me enfangaba en la distinción de los tejidos o en memorizar infecciones devastadoras. Y entonces ella entró.

Habrían pasado unos eternos cinco o seis años desde la última vez que la había visto, pero allí estaba. No había cambiado nada, seguía tan hermosa, tan tersa y adusta. Su imperceptible cojera, que a mí siempre se me antojara virtud, seguía marcando su forma de caminar. En el silencio de la sala entró por mi izquierda, la vi avanzar ante mí, a unos metros de distancia, y llegar hasta el mostrador de mi derecha, donde se ocultaba el bibliotecario. Y me olvidé de todo. Viví aquellos instantes aturdido, fascinado por una visión que era evidencia de cada uno de los aromas de mi infancia. La miraba sin pestañear, y comencé a preguntarme si no aprovecharía esta segunda oportunidad que la vida me daba. Ella consiguió el libro que había venido a buscar, lo alzó y lo apretó contra su pecho de ángel, y por fin deshizo sus pasos hacia la puerta de salida. Yo seguía sin mover un músculo, limitándome a seguirla con la mirada, y supe entonces que la dejaría ir, que no haría nada, que ni siquiera la saludaría, porque a veces la vida es sólo cuestión de imágenes, pura estética; tal vez lo sea siempre, y quizá nosotros deberíamos dejar de complicar tanto las cosas…

Hace poco, veinticinco años después de aquel encuentro, supe de ella y le escribí una larga carta, un simple saludo que me sirvió para atar un manojo de recuerdos y enviárselos con la esperanza de una sola de sus sonrisas. Pero sólo obtuve silencio, un silencio natural y procedente, la mudez propia de las fantasías, la callada enseña de mi inextinguible amor por Márium.

Márium