sábado, 22 de septiembre de 2007

Federico

El otro día, en una entrada del lindo blog de Maritornes, y en la zona de comentarios, se montó una pequeña algarabía alrededor de la figura de García Lorca. Yo opiné que los poemas y obras de teatro del amigo podían estar escritos en un lenguaje tal vez más accesible y cautivador para la gente del sur, y no por ningún tipo de superioridad, sino tal vez por una pura cuestión de diversidad cultural. Y también decía que Lorca me ha gustado mucho más en sus cartas que en sus poemas o en sus obras de teatro más conocidas. El otro día adquirí la tercera entrega de sus obras completas publicadas por RBA-Instituto Cervantes, y encontré multitud de textos aparentemente secundarios, pero que son de lo más interesantes. Y es que nada más abrir el libro me di con este párrafo:

Hacía un frío limpio de nubes. La cuesta de los Gomeles bajaba llena de heladas agujas de fonógrafo. Era la una de la madrugada. El duelo de los surtidores golpeaba en las paredes del silencio. Chorros cristalinos caían de los tejados y mojaban los cristales de los balcones. Al dolor fisiológico del agua quebrantada por el hielo, se unía su tenaz insomnio. Insomnio hecho de pequeños tambores incesantes que ponen loca la noche de la ciudad.

He suprimido en el texto dos comas curiosas, una tras La cuesta de los Gomeles, y otra tras El duelo de los surtidores, y es que parece que la costumbre molesta de colocar una coma entre el sujeto y el verbo viene de antiguo. Pero consideré que el texto merece la corrección, porque así, leído con su adecuada continuidad, resulta una joya de las muchas que nos legó este genio.

Radio 5 todo tonterías

Radio 5 empieza a parecerme un coñazo. Por supuesto, si sintonizas antes la Ser, Onda Cero o cualquier otra emisora que combine sin pudor espacios publicitarios desmedidos y casi angustiosos con consignas bastamente partidistas, entonces Radio 5 puede parecernos una radio amable, sin anuncios, familiar, variada… Pero salvando algunos microprogramas, y la grisura de sus noticiarios, que uno no puede más que agradecer tras las noticias tendenciosas de las otras emisoras, Radio 5 es una emisora casposa donde las haya. Dos razones por las que me resulta inaguantable son la música que rellena las pausas entre sus programas, y más de uno de sus famosos microprogramas.

Uno no puede imaginarse de dónde sacan temas musicales tan horrorosos. Si escuchas los cuarenta principales, la mayor parte de la música seleccionada es nefasta, pero uno puede encontrar motivos para que esa música (por llamarla de alguna manera) esté ahí: motivos económicos, sociales, incluso morales. Pero con la música que eligen en Radio 5 no se encuentran estos motivos, porque, además de ser pésima, esta música exhala un tufo de decadencia y alcanfor que tira de espaldas. Salvo algún programa dedicado al Jazz, el resto de la música siempre me impulsa a pensar que quienes la interpretan se han suicidado por puro asco de vivir, o que han muerto en alguna triste habitación, después de dedicar su vida a vender productos de cosmética o a propagar la palabra de Jehová, conscientes de que con la música no iban a ningún sitio.

Hoy, además, escuché uno de esos microprogramas. Un tal Manu Martínez (o Martín, la verdad es que no me quedé con el nombre), en su espacio titulado Videojuegos, hablaba sobre la segunda entrega de uno de estos jueguecitos, uno titulado Obscure. Después de anunciar que no tenía la calidad de su primera versión, afirmaba que, aun así, los aficionados a ésta disfrutarían con seguridad de la segunda entrega. El juego versaba sobre las vicisitudes de unos jovencitos en un instituto, los cuales se habían aficionado a una planta, muy famosa en el instituto como alucinógeno; pero los pobres chavales, que disfrutaban de la droga con alegría, notaron que la planta provocaba otros efectos, que llevan al instituto a convertirse en un escenario de terror, que es de lo que va realmente el juego, y consiguiendo por fin que se produzcan asesinatos misteriosos y variados, y corran ríos de sangre; en fin, ya sabéis, etcétera. El individuo este de Radio 5 hablaba de la jugabilidad del juego, de las virtudes de sus gráficos, de la virtud de que se jugara por parejas y de otras chorradas relevantes, y tuvo la desfachatez de acabar su crónica diciendo que el juego, para su extrañeza, y no sabía si por la sangre que corría en él, había sido declarado no apto para menores de 18 años. Ni las frugales pero divertidas historietas de Nieves Concostrina van a hacer que yo vuelva a sintonizar esta cadena tonta y llena de caspa.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Policías, ladrones y mentecatos

Antes de contar mi historia, debería decir que tengo un tío policía jubilado, es decir, que vivió épocas en que ser policía debía ser difícil para todo aquel a quien no le gustase dar jarana, y a él nunca le gustó, y todos en la familia sabemos que su corazón es lo suficientemente grande como para haber llevado una profesión por todos lados difícil, y sorprendentemente mal pagada, para sacar a sus cinco hijos adelante. Y debo decir que hace nueve meses y medio exactamente, mientras los equipos de urgencias trataban de resucitar sin éxito a mi madre, lloré sobre el hombro de un joven policía, que tuvo la sensibilidad suficiente como para que, de aquel aciago día, uno de los buenos recuerdos que conservo sea su comprensión y su ayuda.

Dicho esto, os cuento una pequeña y divertida historia. Hace unos doce años pensé en ir al centro de Sevilla para comprar un disco en la desaparecida Virgin. Me llevé a Adrián que, con dos añitos aproximadamente, andaba sin problemas, porque era (y es) un polvorilla de cuidado. Pensé en coger el autobús y luego caminar a su ritmo por las calles peatonales del centro. Pero hete aquí que el niño, con el zarandeo adormecedor del autobús, se me quedo frito, y cuando bajamos lo vi tan dormidito que decidí no despertarlo. Entonces mi espalda aún andaba casi nueva, así que cogí al niño y comencé a caminar. Al poco, claro, Adrián se me derramaba por todos sitios. Bien criado que estaba, y dormido profundamente, se desparramaban brazos y piernas, aunque yo intentaba llevarlo con un poquito de decoro.

Transitando la calle Sierpes, al final de la cual andaba la tienda, vi entre la muchedumbre de compradores que, desde lejos, vestidos con ropa de faena, es decir, con un uniforme menos de lucir y más de actuar, y altos como castillos, dos policías me miraban. En una décima de segundo adiviné lo que me iba a pasar. Efectivamente, los policías me pararon. Bueno, he de decir que tengo el pelo largo, barba (frecuentemente larga), y en aquellos tiempos vivía de Papá Estado, con lo que vestía cómodo, con camiseta, pantalones cortos y chanclas de verano. En fin, los policías, dos tiarrones jóvenes y fornidos, me pidieron que me detuviera. Yo lo hice preguntándole qué deseaban. Uno de ellos, para empezar a hablar, me hizo una curiosa pregunta: “¿Es suyo el niño?”. Yo esperaba esta pregunta, aunque algo me decía que les daría vergüenza formularla. Pero no, la formularon, y se me debió poner una cara tremenda al contestarles, porque el otro inmediatamente terció en el asunto. Mirando fijamente al que me había hecho la pregunta (de abajo arriba, porque soy más bien recogidito de altura), y con un cabreo monumental, le respondí: “¿Qué pasa, no lo parece?”. El policía que terció me pidió el carné de identidad, y entonces yo murmuré irónicamente que perdonaran si tardaba un poco, pero seguía llevando al niño encima y me resultaba dificultoso coger la cartera que tenía en el bolsillo de atrás del pantalón. Observaron el carné y, tras algunas miradas más, el policía que había terciado detuvo con un gesto al otro, que parecía querer seguir con el interrogatorio, y me dijo que podía seguir mi camino, por supuesto sin pedirme perdón ni darme las gracias por la colaboración.

Al cabo de una o dos semanas bajo a la piscina comunitaria con Adrián, y me encuentro con la sorpresa de que el policía terciador está allí con su mujer, además embarazada. ¡Vivía en un bloque pegado al mío! Él desvió la mirada evitando la mía, pero yo tuve muchas ganas de acercarme y preguntarle si el niño que iba a nacer era suyo.

Curiosamente era suyo, sí, porque en todo este tiempo en que mi vecino ha tenido que desviar su mirada cada vez que se ha cruzado conmigo, el niño ha crecido, y es un calco del padre. El niño, además, es un chiquillo insoportable, maleducado, violento y bastante cabrón con sus congéneres. Su hermano, aunque algo más gordito, nació al poco para superar al primogénito en mala educación. Y me acordé de esta historia porque hace un momento, al llegar, aparqué el coche y saludé a Adrián, que montaba la bicicleta de un amigo. En cuanto se fue Adrián, pasó el hijo menor de este buen hombre con su bicicleta, giró el manillar y pegó un frenazo en mis narices a punto de atropellarme. A tres metros detrás de él venía el padre en otra bicicleta. Yo me he quedado quieto mirando al niño, no para saber si era hijo de su padre, sino para ver si el padre lo reconvenía por no tener un poco más de respeto por los demás, pero el padre no le ha dicho ni mu, sólo ha seguido con esa media sonrisa idiota que lleva siempre, pedaleando tras el hijo por entre los coches y los peligros de la tarde. Y como siempre, como siempre desde hace muchos años, la misma palabra de siempre acude a mi mente para adjetivar lo que veo por la calle: grotesco. Y cada vez más.

jueves, 20 de septiembre de 2007

LOS PLANETAS DE HOLST. Teatro para niños (IV)

ACTO 4º. JÚPITER, EL PORTADOR DE ALEGRÍA


Júpiter, con vestido muy ceñido, de vetas anaranjadas y jirones de gasa flotando en sus movimientos, aparece entre muchos amigos, en una fiesta celestial. Es verano. Todos bailan alegres, en grupos, cogidos de la mano, en danzas con ritmos oscilantes, mientras él va de un corro a otro con su sonrisa inquebrantable, contagiando a todos su contento.

Pero Júpiter, súbitamente, escucha una llamada de abajo, y tras cubrirse la escena con un velo opaco donde se pueden ver fenómenos estelares, aparece la Corte de un viejo Rey, con el trono vacío porque el Rey es sacado del escenario en hombros y muerto. Al trono se acerca una princesa, triste, que se tiende sobre el trono y llora. Júpiter, vestido de planeta, comenzará a transformarse en un bufón, en un arlequín rebosante de colorido. Trata de alegrar a la princesa con movimientos caricaturescos, con algún juego de manos, pero consciente de que nada de eso da resultado, encuentra de pronto la solución: hace ademán de abrir una puerta en el lateral del escenario, por la que entra un príncipe y su corte, el cual se dirige a la princesa y la sienta en el trono, haciéndole una profunda reverencia. Ella da una orden, y un trono exactamente igual al suyo aparece por el otro lateral, y queda dispuesto junto al suyo. El príncipe se sienta y ambos entrelazan sus manos. Entretanto Júpiter, al otro lado de la escena donde los príncipes son reyes y los cortesanos se arrodillan, ríe y deja caer el disfraz de bufón. Entonces nuevos velos caen y la escena cambia, y Júpiter vuelve a la fiesta celestial donde sus amigos andan algo decaídos, y recupera la sonrisa de todos. Pero pronto la fiesta acaba, y los amigos se despiden. Júpiter ahora danza solo, y con la música esa danza se va haciendo más grave y desatinada, con pausas de tristeza. Al final, Júpiter se coloca una máscara de payaso con una gran sonrisa de mentira.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Maximalismo

Aunque la podéis ver en esta página, os describo la viñeta que Máximo publica hoy en El País: hay una línea desganada que simula unas dunas, y tras la cual aparece algo que se diría el mar, eso sí, sin una mínima perspectiva, sin siquiera esas líneas infantiles que aparentasen olitas o sardinas saltando sobre la superficie… Es decir, en el colmo del multisignificado este mar y esta duna también podrían ser un precipicio y un desierto oscuro, o unas montañas apáticas y una tormenta en el horizonte. Al fin y al cabo, lo esencial de la viñeta no reside ahí, porque igual podría haber pintado de fondo una calle del centro de San Sebastián, o un jardín, o un edificio cuadrado y minimalista de esos que tanto nos regala. Porque lo esencial es la aparición de un niño, con una metralleta en la mano, mientras mete la otra en el bolsillo del pantaloncito. El niño luce una capucha y, ¡oh, sorpresa! (y aquí viene lo mejor de la viñeta), el muchachito pronuncia las siguientes palabras: “Cuando sea mayor quiero ser terrorista”. Las sombras que proyecta el niño hacia delante le dan el toque último y maestro a la viñeta, algo así como el uso de los blancos en Sorolla. Por supuesto, el dibujante llama nuestra atención sobre el mundo del terrorismo, sobre la educación en el País Vasco, sobre un tema complejo con infinitas derivaciones políticas, sociales y personales, y así, con esta basura de dibujo, consigue despertar nuestro interés en un asunto sobre el que nadie antes había reparado: ése, el del terrorismo. Gracias, Máximo, tu genialidad, además de inconmensurable, pasará a la historia como una de las más misteriosas de todos los tiempos.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Poemas del desperdicio (III)

(Capítulos: I, II ... IV)
Sentado a su lado en el escalón de la acera, bajo la misma noche estival, me arrimo a mi madre que charla con las vecinas, yo, con cuatro, cinco años a lo sumo, y mi madre, cuando me siente, alza el brazo y permite que apoye mi cabecita rapada sobre su regazo que huele a esos mismos jazmines de la noche, jazmines que ella suele reunir en moñas y luego ofrece por las calles del centro, aunque ahora me acaricie la cabeza, la nuca, y deslice su mano de azúcar por mi espalda sucia y entonces todos los deseos están colmados, ahora soy un animalito feliz, así, con la carita de lado, observando una salamanquesa que a luz liviana del farol caza mosquitos, y mastica sus patas y sus cuerpos que empiezan a crujir, con un ruidito que crece y crece y que se va tornando repugnante, y que parece brotar como un aliento desde la boca burlona de la salamanquesa, que me mira con uno de sus ojos, y luego con el otro, y mi madre aprieta mi espalda, más y más fuerte, hasta que sus uñas me hacen daño, y con el brazo retiene mi cabeza, y grito y ella ríe, ahora ríe, sobre el coro de risas de las vecinas cuyos rostros, llenos de dientes sucios e irregulares, se encienden y apagan acercándose y alejándose, aunque cuando consigo zafarme me dejo caer contra la pared de nuestra covacha, mientras mis hermanos pequeños gritan hambrientos, y la habitación donde nos hacinamos rezuma humedad y un perfume de miseria, pero mi madre vuelve, entra por la puerta tras tres días perdida en bailes con señoritingos y calaveras, sobre manteles y sábanas, bien comida y sonriente, y lanza una bolsa con mendrugos al rincón donde descansan mis hermanitos, que sólo quieren besarla y abrazarla, aunque ella tramite ese cariño con breves caricias cansadas, y yo me siento en el suelo de tierra y observo la imagen que borra esa gente que, de pronto, rebulle en un cine de verano, y yo, adolescente inseguro, me rodeo de mis amigos, pero la he visto, a mi madre, emperifollada, como una muñeca rota, sentada al otro lado de la fila, y uno de mis amigos, uno con rostro de insolente bufón, tuerce los labios y se sienta al lado de ella, y en la oscuridad del cine juegan, y el pelo de mi madre se llena de serpientes, y un ruido voraz va apagando el sonido de la película, y todos miran hacia allá, donde mi madre se levanta y grita y manosea pero sonríe con su sonrisa maliciosa, sin una brizna de sinceridad, para que mis amigos palmoteen en mi espalda y resuenen las carcajadas en la penumbra del cine que ahora gira mientras me deslizo hacia la salida y mis lágrimas brotan, unas lágrimas de rabia que lentamente se convierten en lágrimas de amor, por ella, por la muchacha que me añora, que desde su balcón me mira pasar y por la que yo entregaría mi perra vida, pero que ahora debo abandonar porque este mundo de salamanquesas y pérfidas sonrisas no sería mundo para ella, aunque muera de amor, aunque nunca jamás comprenda el sacrificio y piense, como ahora piensa con su carita compungida, que la desprecio, aunque llore como ahora llora, justo antes de hundirse en un gran pozo que se traga los faroles de la noche, y las aceras de los cines y los amigos, los mendrugos entre las lágrimas, y las serpientes sobre manteles… Un policía me despierta y me ordena que me levante. Ranita lloriquea sobre el hombro de Crisos, que observa con mirada furiosa a otros dos policías que permanecen ante ellos. Ha refrescado. Tani Curiel se ha repantingado en el banco, y mira un trozo de cielo entre los árboles. Lentamente, entre susurros y exigencias de los policías, aparecen Santos, Gildo y su perra, Carlitos Balboa y Pedro el tuerto, escoltados por otros tres guardias con actitud resuelta. Con ellos viene Julieta, con su flor invariable en el pelo. Tal vez llegó tarde y trató de dormir en el parque. Miro su flor, una camelia blanca, y el contraste con su pelo negro desvanece mis pesadillas. El policía me dice: “Esta misma noche os largáis de la ciudad. Aquí no queremos vagos”.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Pedantes y sentimentales

Hablaba con Espe sobre la diferencia entre el conocimiento y la pedantería. Ella se quejaba de aquellos que demuestran en exceso su ilustración, y yo le daba la razón en algunos casos en los que se produce falta de oportunidad y de ese mínimo de modestia que el buen gusto determina. Es bien cierto que, por la ausencia de estas virtudes, el discurso y los argumentos de determinados sujetos acaban siendo meras excusas para demostrar una brillantez que nunca consistió exclusivamente en derrochar sapiencia y verbo, sino en algo más, en sentir y vivir lo que se conoce y transmite. Además, y curiosamente, el sentimiento y la vida lo conducen a uno a cierto tipo de modestia, mezcla de amor por el silencio y de duda insalvable. Para desgracia de los que me leéis, algunos aún no hemos llegado a esta sabiduría discreta y sosegada…

Pero a continuación quise exponer a mi amiga la otra cara del asunto. En cierto modo Espe reivindicaba el derecho de todos a ignorar. El simple hecho de no conocer algo no nos convierte en estúpidos, ni siquiera cuando nos negamos conscientemente a dicho conocimiento. Y es así. De hecho, hay tanta sabiduría ahí, al alcance de nuestra mano, que nadie puede evitar negarse a algunas parcelas de ella, bien por un puro problema de falta de tiempo, que nos impulsa a priorizar entre los temas, bien porque el tema en sí no nos interesa lo más mínimo. La cuestión es que todos tenemos derecho a la ignorancia. Pero le preguntaba a Espe si también teníamos derecho al conocimiento. Hablábamos de esos campesinos latinoamericanos que, al ser entrevistados por alguna catástrofe, demuestran poseer un nivel de expresión a años luz del nivel que demuestra el ciudadano medio de nuestras ciudades. Y reflexionaba yo: si el nivel intelectual y de expresión del común de nuestros vecinos y de los medios de comunicación sigue cayendo, y acaba más cerca del gruñido Neandertal que de la poesía de Neruda, ¿no se desvirtuarán hasta límites insostenibles tanto la oportunidad como esa mínima modestia que hay que mostrar para no caer en la pedantería? Quiero decir: si una acacia es una acacia, pero cada vez menos personas la reconocen como tal, y todo el mundo la llama árbol, ¿no llegará el día en que cualquiera que la llame acacia se expondrá a que lo tachen de pedante?

Nací y viví en una familia prácticamente analfabeta, cuya dignidad, no obstante, nadie podrá discutir jamás, y aprendí que nunca la ignorancia puede ser suficiente razón para acusar a nadie de estupidez. Pero sólo con el derecho al conocimiento y a su uso y expresión podremos evitar que nuestro entorno se convierta en un intercambio insensato de banalidades y gruñidos. Así que, claro, todos tenemos derecho a la ignorancia, pero no a confundir al sentimental cuidadoso con el cursi pedante.

De Auvers a los escaparates

Mi amigo Amart ya me lo anunció en Vincent. Los últimos paisajes. Yo visité el Thyssen este último sábado. La baronesa había vendido demasiadas entradas y aquello hervía de gente. Ante cada cuadro nunca faltaba un mínimo de cuatro o cinco personas, y así no se miran cuadros. No obstante, creo que disfruté de ellos, y luego me divertí con Richard Estes. Fue como pasar de un baño de agua helada a uno de agua caliente, como cerrar los ojos en Auvers y abrirlos entre escaparates con sus miles de reflejos. Dos mundos diferentes, uno pleno de fuerza y emoción, otro de juegos y elegancia.

Estes juega; con suma maestría, pero sólo juega. No se derrama, sólo pinta. Se divierte y así entretiene. A pesar de ello, su fotorrealismo agrada porque su pintura no es un simple mecanismo para fotografiar la realidad: cuadros que a tres metros parecen fotografías exactas, a veinte centímetros muestran pinceladas maestras, un desorden que con la distancia se vuelve exactitud. Al fin y al cabo, como profundo ignorante de la técnica pictórica y de la pintura en general, con él me hice la misma pregunta que cuando veía un cuadro de Van Gogh: ¿cómo se le habrá ocurrido que estas tres pinceladas desquiciadas puedan ser un árbol? Y lo son. Estes pinta una sola e irregular línea blanca sobre otra gris, y con una mínima distancia la cosa se convierte en una perfecta barandilla de metal que refleja mil objetos. Incluso aunque fueran fotos reales, los cuadros de Estes serían dignos de visita.



Van Gogh, sin embargo, no pinta, golpea el lienzo con los pinceles, embadurnaba superficies con brochazos temerarios, imprudentes, y el ardor es el barniz de todos sus cuadros. Hasta el paisaje más cotidiano adquiere en sus manos la violencia del acontecimiento, la dureza de nuestras verdades últimas. Cualquier atardecer, cualquier calleja, cualquier jardín se enciende con una luz que también vibra en los ojos de este loco fascinante. Fuerza es la palabra que resuena en la sala, por encima aún del bullicio de los visitantes, fuerza eterna que se cuela por nuestras pupilas y pasa a nuestra sangre alegrándola con su tristeza. Y entonces podemos imaginar esa búsqueda sin esperanza, ese deseo demasiado intenso para la vida que se obstina en la mediocridad y la costumbre. Cada cuadro de Van Gogh es un festival de dolor, un carnaval de furioso desencanto, el resultado de arrancarle a la realidad el alma que oculta tras los relojes.

jueves, 6 de septiembre de 2007

Ah, París...

En los últimos tiempos andaba preocupado por mi relación con el cine: él solía poner el aburrimiento y yo los ronquidos. Imposible no dormirme en una película. Aunque he de reconocer que también con los clásicos me dormía, por lo que parecía cosa de la edad, eso sí, auxiliada por un mullido sofá donde me repanchingo para verlos...

La última vez fue con Los Simpsons, la película, cuyo comienzo (o empiece, que también se puede decir, y no sólo en Badajoz) me pareció genial; no obstante, esa genialidad se vino un poco abajo en el transcurso de la cinta, no sé si lo suficiente como para que yo diera las dos o tres cabezadas que di. Recordé entonces aquella tarde de domingo en que mi padre nos llevó a conocer el hiel… no, perdón, al cine de invierno de Coria del Río, pueblo cercano a Sevilla, donde proyectaban Los Hermanos Marx en el Oeste. Mi padre se llevó todo el día hablándonos de la película, representándonos escenas hilarantes y demostrando una pasión irreprimible por la película. No había pasado media hora del inicio cuando mi padre roncaba plácidamente entre nosotros, y es que el hombre trabajaba de sol a sol, de lunes a sábado, y el domingo nos llevaba de excursión, así que su sueño estaba más que justificado. Lo cierto es que yo pensaba que ya había llegado a esa edad en la que uno se duerme en las películas, pero ayer comprobé que tal vez el aburrimiento del cine también pone un poquito de su parte.

Quedamos con mi cuñado y mis sobrinas, y él quería ver precisamente la película de los de Springfield, y a mis niños no les importaba verla de nuevo con sus primas. Así que aproveché y me metí en una sala casi vacía, a las seis de la tarde de este verano caluroso, y me dispuse a dorm… quiero decir, a ver una película distinta. Oigan, ni una sola cabezada, casi dos horas de pura atención y de sano estupor, y creo poder afirmar que vi la mejor película de estreno que he visto en años: Ratatouille. La gente de Pixar siempre me asombró, pero a veces era por su capacidad técnica, otras por esos toques increíbles de sensibilidad, e incluso por las bondades de sus guiones, pero lo de ayer fue una conjunción tan asombrosa de virtudes que salí de la sala absolutamente entusiasmado.

Verán, la película no descubre América, ni hace avanzar al cine hacia terrenos nunca explorados (bueno, un poco sí…). Sus actores incluso sobreactuaban un poco, como todos los actores de dibujos animados después de que Disney gestara magníficas películas como Blancanieves y los siete enanitos, El libro de la Selva o la fabulosa Aladín. Pero aunque Ratatouille no invente casi nada, ni lo pretenda, sí hace un revuelto exquisito de las virtudes del cine.

El guión es fascinante y, pretendidamente para niños, los valores que se ensalzan en él están mucho más cuidados que en ninguna otra película del género, y transmitidos sin tufo a moralina, con la simple historia del ratón y su amigo. Apenas tiene un instante en el que flojee (justo ese instante donde mi cabeza cae sobre mi pecho amenazándome con la muerte del loro), y el lenguaje usado (buena traducción y magnífico doblaje) resulta verdaderamente sabroso, con frases sorprendentes y una emocionante reivindicación de la cocina como juego. La música es terriblemente correcta, y por momentos sobresaliente, pero sobre todo cumple su función con una perfección destacable; el pasaje de los créditos finales no tiene desperdicio, y no sólo por la música, sino por la animación del fondo. Y es que donde la película se sale es precisamente en su aspecto artístico. El embobamiento continuo ante la habilidad técnica para construir los movimientos de los personajes y unos escenarios detallados hasta la perfección, se diluye ante el increíble gusto de esos escenarios en París, la imagen inolvidable de esa casa del inicio de la película, con la tormenta cerniéndose sobre ella, los correteos del ratón por los entresijos de las casas y las alcantarillas, las panorámicas de los atardeceres, las escenas nocturnas junto al río, la persecución en los barcos por el Sena… ¡Tengo que verla de nuevo!

Ni una cabezada ni el más ligero intento, lo juro. Una obra de arte Ratatouille.

martes, 4 de septiembre de 2007

Julio catalogado

Como algunos ya sabéis, este fin de semana próximo tenía intención de, además de visitar esas dos exposiciones del Thyssen, darme también una vueltecita por la Biblioteca de Julio Cortázar, la que su primera mujer, Aurora Bernárdez, cedió a la Fundación Juan March. Para ello, escribí hace un mes un correo electrónico a su directora, Mª Carmen Pérez, y dado que su respuesta me llega con un carácter indudablemente administrativo, y me proporciona información que puede hacerse pública sin ningún tipo de problemas, os reproduzco aquí los dos correos, el mío y el suyo, advirtiendo que en el suyo respeto la tipografía utilizada.

Estimada amiga:

Ando acabando el tercer volumen de cartas de Julio Cortázar, con esa sensación extraña que seguramente habrá experimentado cualquier lector interesado al asistir casi en vivo a gran parte de la vida de nuestro querido escritor, y contada en primera persona. Viviendo en Sevilla, pensé que sería un bonito colofón a esta aventura, que Julio nos legó casi sin querer, visitar en septiembre su biblioteca y observar de cerca sus cosas, tal vez con cierta intención fetichista, pero sobre todo con la necesidad de ver con mis propios ojos muchos de los objetos en los que Cortázar ponía tanto amor y pasión.

Por los datos que aparecen en la web de la Fundación, no sé en qué forma ni qué contenidos se pueden observar en la Biblioteca. No sé si hay que ser un estudioso de Cortázar para poder obtener el permiso de hojear sus libros, o si la Biblioteca posee alguna exposición digamos visitable. Le agradecería me informara de ello.

Agradecido de antemano, le saluda atentamente...

* * *

Estimado señor:
Cualquier información y consulta de nuestros fondos la puede hacer a través de nuestra página Web
www.march.es, entrando en Bibliotecas.
Todas nuestras publicaciones están catalogadas en dicha página y están a disposición de toda persona que desee consultarlas.
Los fondos no son de acceso directo, hay que rellenar una ficha para solicitar cada documento.
Atentamente,
Biblioteca
Fundación Juan March


Sin entrar en la conveniencia o no de acercar más o menos los fondos al común de los mortales, porque entiendo que son fondos únicos y cuya protección tal vez exija estas medidas, y más allá de la tristeza que me produce esta respuesta, me da por pensar que si Julio levantara la cabeza no diría nada bonito de la cuestión…

lunes, 3 de septiembre de 2007

LOS PLANETAS DE HOLST. Teatro para niños (III)

Acto 3º. MERCURIO, EL ALADO MENSAJERO


Mercurio es un planeta que reúne a los demás. Por supuesto, lleva alas y corretea alegre entre sus hermanos, llevando y trayendo mensajes y regalos de uno a otro. Cuando recoge o entrega un presente o un mensaje hace una reverencia graciosa al planeta que tiene delante. Los planetas son esferas reales, iluminadas sobre pedestales oscuros.

De vez en cuando, Mercurio se sienta contento contemplando a los planetas de los que cuelgan regalos, cartas y flores, y en cierto momento, el universo entero se llena de pétalos multicolores, de sobres franqueados y luces que espejean en la nada al son de la alegre música, y Mercurio, mientras contempla sentado el éxtasis de la escena, comienza a sentir sueño, y poco a poco se duerme, lentamente, y conforme se duerme el cielo se apaga, quedando al final los planetas desnudos y sin regalos, sin cartas, sin flores ni luces salvo las que ellos mismos, silenciosos, reflejan.

domingo, 2 de septiembre de 2007

sábado, 1 de septiembre de 2007

La pandereta de los conquistadores vagos

Un lejano amigo, hará unos catorce años, se mudó a Barcelona en busca de una oportunidad. Era pintor. Vivía en Rubí, en un modesto bloque de pisos repleto de antiguos emigrantes andaluces y extremeños. Nos contaba perplejo cómo, de entre todos los vecinos, la única que se dignaba a saludarlo era una señora mayor, catalana de pura cepa. El resto de los vecinos, charnegos, solían corresponder a sus saludos ocasionales con un perfecto desprecio. Cuento esto para dejar claro desde el inicio que así, en general, no tengo nada contra catalanes, vascos, gallegos, andaluces, controladores de vuelo, peritos agrícolas o administradores de la propiedad. Soy sevillano porque nací en Sevilla, andaluz porque a Sevilla le tocó caer en Andalucía, español, europeo, occidental, bla, bla, bla… Claro que todos estos adjetivos son sólo etiquetas, y como todas las etiquetas tratan de simplificar una realidad que, con el tiempo, se hace más y más compleja.

Y es que recordaba ayer un episodio que me ocurrió hace un par de años en Madrid, en unas Jornadas sobre Juventud e Inmigración. En una de las conferencias, un ruidoso y bastante maleducado grupo de muchachos provenientes de algún rincón de Cataluña intervino para largar la eterna cantinela nacionalista. Anticipo que, amante de los localismos culturales, de los detalles que nos diferencian y que a la vez nos unen en una diversidad fascinante, los nacionalismos en cambio me parecen una estupidez integral, una majadería demostradamente peligrosa. Pero cuando, además, los nacionalistas juegan con falacias históricas y con la ignorancia que suele traer la fe ciega y la obcecación por cualquier idea, entonces la vena se me inflama y no puedo mantener esta boquita mía cerrada, que es como mejor suele estar.


El grupito parloteaba grosero mientras otros asistentes intervenían, y cuando el turno de palabra le llegó a uno de ellos todos callaron para oír la cantinela que os digo. El muchacho, hilando no recuerdo cómo con el tema inmigración, hizo un alegato contra la invasión cultural de España en Cataluña, sin olvidar las consecuencias nefastas que tanto los tiempos de la dictadura como los de la democracia habían tenido en la economía de su país, ralentizándola e impidiéndole alcanzar los niveles europeos, en los que (imagino que por cuestiones de destino y de carácter) su país merecía estar. Al parecer, y según este muchacho, a Cataluña se la sojuzgó con una cultura de sevillanas y pandereta, pisoteando su idioma, y ahogándola en un estado de indigencia económica y cultural más propio del resto del país que de la vanguardista y sempiterna Cataluña. Pedí la palabra inmediatamente.

Y es que la historia del siglo XX se ha manipulado de un modo repugnante, y como siempre, a favor de los que suelen dictar la historia, claro. Por supuesto, es incierto que el régimen dictatorial de Franco respetó y alentó la existencia de dos focos de riqueza industrial que fueron Cataluña (más concretamente Barcelona) y el País Vasco, y que el resto del país fue tratado como simple reserva de trabajadores sobrevivientes. Tampoco se corresponde con la realidad que muchos de los personajes más influyentes del régimen franquista fueron a la vez empresarios y promotores catalanes y vascos, que lejos de luchar contra la dictadura y por la libertad de todos, se lucraron con trapicheos que, de paso, favorecieron exclusivamente el bienestar, al menos económico, de sus paisanos. Por supuesto, está totalmente demostrado que en Andalucía (entre otros lugares) hubo un complot masivo para exportar la única expresión cultural existente en esta tierra, la sevillana y la pandereta, para colaborar en el asalto a otras culturas superiores como las que reivindican los nacionalistas. De hecho, disponíamos de masas ingentes de jornaleros, desocupados, perezosos y adictos al tinto, que podían invadir con su simplicidad hasta la más elevada expresión de inteligencia. Algo de lo que no cabe ni ironía ni duda es de que la burguesía catalana demostró un impresionante ingenio emprendedor, ingenio bastante ajeno a los cuatro señoritos a los que pertenecía (y pertenece) casi todo el territorio andaluz. Como digo, cualquiera sabe que la supuestamente ancestral cultura andaluza fue ensalzada y promovida por esos sujetos de ridículo bigotito, que lucían una insignia de Dios en su solapa y en la mesa una foto de la última visita de Don Francisco a su coto de caza. Por estos pagos, las masas de trabajadores dedicaban su mucho tiempo libre a fiestas y romerías, y a cantar vestidos de flamenco (hasta en Villar del Río nos imitaron). Nadie pasó hambre, y si tantos buscaron un trozo de pan en el exterior se debió positivamente a su afición a los viajes y al poco amor que todos le tenían a su tierra. Que muchos de ellos acabaran aprovechándose del trabajo y el afán progresista de los catalanes no muestra más que la falta de entidad de eso que se llama Andalucía y, por otro lado, la atracción irresistible de una sociedad catalana ambiciosa y próspera.

En una réplica algo más comedida, el muchacho nacionalista reconoció que era hijo de cordobeses, y que la mayoría del grupo no sólo provenía de familias emigrantes, sino que respetaban profundamente la aportación que los emigrantes habían hecho al progreso de su país. Luego, sin embargo, volvió a insistir en el maltrato tremendo que Cataluña había sufrido por parte de España. Las razones nunca traen dudas a un fanático. Así pues, los emigrantes en Cataluña habían hecho bien su trabajo, probablemente por haberse integrado con rapidez al modo de vida catalán, pero en el resto de España seguíamos siendo unos conquistadores desalmados y salvajes.

Lo cierto es que desde que nací en los inicios de los años 60, cuando en esta región el hambre extrema y la pobreza sin salida ya se habían retirado a minorías molestas para el poder, me crié entre gente que trabajaba muchas, demasiadas horas, y por un sueldo que a duras penas permitía sobrevivir. Calculo que entonces, como ahora, en mi derredor digamos que había un porcentaje estándar de vagos, el que calculo que debe haber en todos sitios, y sin embargo por todos los rincones de esta ciudad, más entonces que ahora, surgían hombres que trabajaban de sol a sol, de lunes a sábado, y mujeres enormes que, además de levantar un hogar y la educación de varios hijos, debían servir en las casas de los señores (término éste que, sin desaparecer, con el tiempo ha cambiado bastante de contenido, dejando de estar limitado a los conservadores, ricos por tradición, y extendiéndose a nuevos ricos como artistas, socialistas y emprendedores). Yo, sin ir más lejos, estuve con catorce años a punto de entrar de aprendiz de un carnicero muy simpático que vendía carne de calidad. Afortunadamente, mis padres, aparte de pobres y casi analfabetos, eran gente razonable y enamorada de sus hijos, y eso permitió que yo eligiera seguir mis estudios. Así era Sevilla entonces, una ciudad llena de gente que entregaba su vida entera al trabajo para sobrevivir, mientras que en Cataluña el nivel de vida era bastante más alto, y la burguesía famosa se reproducía con facilidad, permitiendo que muchos de estos esforzados trabajadores obtuviesen unos derechos y una tranquilidad económica y social de los que por aquí andábamos a años luz.

(Foto proveniente de http://www.turismo.sevilla.org)
Esto que antecede no debe entenderse como un ataque a Cataluña ni a los catalanes. ¿Cómo podría yo atacar a aquella linda señora que le pasaba las llamadas a mi amigo con una amabilidad rayana en la santidad? ¿Cómo atacar a la gente de Barcelona, que en general siempre se mostró amable y respetuosa con nosotros? Aún más, aquí en Sevilla no podemos hablar demasiado alto, porque existe un amplio movimiento tradicionalista cuyo fanatismo y simpleza llena todos los años Sevilla de religión y verdad. Y no hablo sólo de la Semana Santa, hablo de otras religiones, otras fiestas, el Rocío, los toros, el fútbol, el vecineo cotidiano, instancias todas donde muchos mortales se muestran tan mórbidamente orgullosos de su realidad que nadie podría cambiar ni una coma en sus cerebros. Antaño fueron conservadores los que mantuvieron estas tradiciones paralizantes, pero hoy los medios de comunicación lo enredaron todo, y ay de aquel que vaya contra tantos iconos sagrados de los sevillanos. Creo no equivocarme si digo que, en mayor o menor medida, esta situación se da por todo el sur de la península, y progresivamente en el resto de ella y del mundo. Pero esto no quita que los nacionalistas sean gente cortita de miras, bastante interesada en su propio beneficio, y capaces de deshacerse de cualquier enemigo que trate de obstaculizar su misión sagrada.

Hoy leí en la prensa que el Centro Nacional de Epidemiología ha realizado un Atlas de mortalidad en España, y resulta realmente curioso comprobar que, salvo en los decesos por tuberculosis, en el resto de los mapas aparecidos en la prensa, Andalucía Occidental se lleva siempre la palma. Seguramente esto ocurre por un exceso de fiestas. Si estuviésemos reivindicando un estado propio, mediante las armas o a través de una estupidez precursora de las armas, posiblemente otro gallo nos cantaría…