miércoles, 18 de diciembre de 2013

Roma (I)

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Siempre he pensado que un padre o una madre, lejos de diseñar la vida de sus hijos, tiene el deber ineludible de orientar su educación hacia la libertad. Huelga decir que una libertad que es mucho, muchísimo más que el capricho de cada cual.

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La libertad, artículo vaporoso pero adorable que se autodestruye al contacto con elementos sagrados como la Verdad o la Esencia, consiste en decidir sin coacciones pero con la mayor cantidad posible de elementos de juicio. Cuanto más sepamos sobre el tema que decidimos, más libres somos en nuestras decisiones. Así, madres y padres deberíamos trabajar para que nuestros hijos no sólo confíen en su propia voluntad, sino para que sientan la necesidad y el gusto de informarse, de saber, para que su voluntad los aleje del animal y los convierta en seres humanos con su propio mundo de valores.

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Por eso, un padre (en el caso que quiero comentar, un Padre, con mayúsculas) que en la primera conversación con sus hijos les endosa un decálogo de obligaciones y un dudoso mamotreto de instrucciones inapelables para la vida, seguidas de sus correspondientes castigos, es un mal padre: un tipo cruel, tosco y autoritario que conseguirá, en el mejor de los casos, que sus hijos se conviertan en seres inofensivos, sí, pero sobre todo obedientes y esclavos de corazón. Incluso cuando este Padre impone valores como la bondad, la compasión o el amor, no deja de incrustar estos valores en sus fieles vástagos, en vez de proporcionarles las herramientas necesarias para formarse un juicio sobre las cosas, para ir incluso más allá de lo que saben sus propios padres y decidir por sí mismos si realmente quieren ser buenos, compasivos o amorosos, que por otro lado es la única forma de serlo de verdad.

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Aparte de posteriores consideraciones, un ser bueno por la fe es mucho menos humano (sapiens) que uno libremente perverso, de ahí que cuando nos rozamos más de la cuenta con santos, ungidos vicarios y coros devotos, uno empieza a ver al diablo como un ser refrescante, diferente, libre. Léanse para más información El Maestro y Margarita, de Bulgákov, y disfruten de paso de una gran novela…

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Y es que tras una primera tarde paseando por el anárquico y fascinante barrio de Trastevere, y por diversas razones que ahora no vienen al caso, mi primer destino en Roma fue el Vaticano. Treinta y dos años antes, a principios de un caluroso agosto de 1981, aún siendo yo creyente en una de las millones de modalidades de Dios Padre disponibles en el cristianismo, me había sentado en el suelo de la basílica, con la espalda en una de sus enormes columnas, y había bajado la mirada para que mis ojos descansaran en la fresca y magnífica solería, rumiando jóvenes penas de amor. Unos minutos antes había visto en el pavimento de la plaza un círculo con tiza, justo en el lugar donde decían que había caído uno de los casquillos de las balas que dejaron maltrecho al infalible Papa de turno.

Las momias egipcias del museo, la enormidad inabarcable de aquellos pasillos rebosantes de arte, el tamaño sorprendentemente pequeño de los frescos de la Capilla Sixtina (en curiosa analogía con la pequeñez del pomposo mensaje cristiano) y la hermosura estimulante y viva, casi sexual diría yo, de la Piedad de Miguel Ángel… poco más recordaba de mi primera visita al Vaticano. Ya se sabe que el amor humano, lleno de vicios y laberintos, suele apartarnos del amor celestial…

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Esta vez paseé por los museos vaticanos de otro modo, para empezar con treinta dos años más. Después de aquella primera visita a Roma, por suerte, no había tardado en abandonar el fervor paralizante de la religión, así que a estas alturas me encontraba a años luz de todo ese cúmulo de desatinos que rodea al Padre Celestial. Habiéndome centrado, además, durante los siguientes años en las enseñanzas mundanas de mis padres verdaderos y de mis amigos reales, esta vez entré en el vientre del monstruo con muchos más elementos de juicio. Reconozco que en general son elementos antropológicos, sociológicos, morales y artísticos más que religiosos, pero si la religión se inmiscuye desde hace siglos en las cosas mundanas, ¿por qué no habríamos de inmiscuirnos los mundanos en los secretos inconfesables de Dios? Mi muy limitada sensibilidad artística me bastó para comprobar que los tesoros que, a través de sus enviados, el Señor guarda en sus estancias sólo pueden calificarse de infinitos. No podía ser de otro modo: en la Iglesia Católica todo es infinito, ¿por qué no lo iban a ser sus riquezas?

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Cuando paseaba por la maraña de salones y corredores pensaba en los siglos de rapiña necesarios para reunir semejante colección de prodigios, y consideraba que todos y cada uno de ellos estaban fabricados por seres humanos. El Padre Celestial, si acaso, podría arrogarse el mérito de haberlos inspirado, pero aquel arte no dejaba de ser terriblemente mundano. Así es como me gusta pensar a Dios, como un producto cien por cien humano. No me cuesta nada imaginar la escena psiquiátrica: una familia, en un rincón la madre, tocada y oculta con sus velos correspondientes, mantiene un silencio laborioso y remienda calcetines, dando ejemplo de sometimiento absoluto a su omnipotente marido. Al otro lado de la habitación, adorando a la distinguida figura del Padre (barbudo, tan atroz como misericordioso), los niños trabajan en esculturas, en pinturas, en piezas musicales y catedrales soberbias, mientras las niñas se preocupan de que los pliegues de su túnica feroz caigan como deben, y de rezar porque aquella inerte felicidad familiar nunca se desvanezca.

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Recordé, mientras paseaba por las Estancias de Rafael, el atrabiliario y curioso libro de Fernando Vallejo, La puta de Babilonia. En él, con sano rencor e intenciones no menos saludables, Vallejo nos desgrana los abusos criminales y las brutales arbitrariedades que cometieron uno tras otro los santos padres de la Iglesia Católica. Uno de ellos, Julio II, quiso decorar cuatro de aquellas estancias para su humilde solaz, y así ordenó hacerles sitio, destruyendo de un modo miserable las pinturas que las cubrían, atribuidas nada menos que a Perugino, Sodoma, Lorenzo Lotto y otros artistas de parecido calibre. Todo para que Rafael y sus alumnos plasmaran en aquellas paredes y techos los delirios de grandeza del representante de Dios en la tierra. Por supuesto, este crimen cultural no es más que una travesura comparado con los innumerables crímenes que la Iglesia cometió para santificar el mundo.

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Es ésa la pregunta fundamental que uno se hace paseando por el dédalo vaticano: ¿cómo pudo el hombre construir semejante lugar? ¿Qué aberrante altura debió alcanzar la locura de estos sujetos para procurarse tan presuntuosos lujos, y además en nombre del amor? Porque a nadie que no siga con humillada mansedumbre los preceptos oficiales del Vaticano se le oculta que todas esas obras de arte, aparentemente propuestas por unos desprendidos mecenas eclesiásticos, fueron y son regalos ostentosos que los ministros del Señor en la tierra se hicieron y se hacen a sí mismos, encargándolos o sustrayéndolos, fundamentalmente para poner distancia con la chusma que se muere de epidemias médicas o sobrevive bajo epidemias políticas y sociales. Sí, sí, por supuesto, sé que todo es más complicado. Hay modestos ministros del Señor que, con su desagradable afán proselitista, trabajan con lo más bajo de esa chusma, manchándose las manos con unos enfermos de SIDA que la propia institución por otro lado promueve, con la malaria y con la pobreza que la Iglesia a veces cura pero nunca previene… Es verdad, pero no olvidemos que el principio irrenunciable de todo buen cristiano es la obediencia al Padre, y la casuística filial de una organización tan vasta permite todo tipo de perturbaciones; eso sí, siempre que en última instancia se hagan en bien de la Sagrada Institución. No olvidemos que gracias a los afiliados que se manchan las manos con la podredumbre, en el Vaticano se puede andar pregonando que la Iglesia está al lado de los más desfavorecidos. Porque de otro modo tal afirmación ocasionaría cientos de muertos de risa diarios en la sosísima plaza de San Pedro.

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Observando salas literalmente atiborradas de obras maestras, cada una de las cuales merecería una habitación en exclusiva, quise pensar en el pasivo que la Iglesia mantiene en el Vaticano. Tampoco soy muy ducho en economía, pero juraría que el patrimonio que contemplamos las hordas de visitantes no sólo deja el beneficio directo de las entradas y los souvenirs, sino que convierte a la Iglesia en una de las empresas más ricas y saneadas de la tierra. Siempre quise imaginar a San Pablo, verdadero cerebro instigador del negocio católico, soñando con este futuro de gloria, y sólo por pereza dejo de indagar en la relación estructural de esta dorada cueva de Ali Babá con tantas parroquias humildes y no tan humildes, con todos esos azucarados grupos seglares de apoyo, con tantas organizaciones, criminales o bienintencionadas, que constituyen la Iglesia.

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Una sensación de asco se mezcla con el asombro ante las obras. Al fin y al cabo, uno pasea por aquellas salas aspirando los efluvios de siglos de corrupción, los perfumes equívocos que desprenden los sótanos y las estancias secretas, escondrijos áureos en los que se hicieron realidad vicios y sueños impíos que ni el mismísimo Satanás sería capaz de vislumbrar.

Se podría decir que para los dueños del local la Capilla Sixtina es la estrella del Vaticano, una estrella cuya importancia, así, desde el punto de vista meramente artístico, no creo que esté justificada. No porque no sea una joya, sino porque hay muchas otras joyas a su alrededor. No la recordaba así de mi anterior visita: sumida en una molesta penumbra, llena de gente, con seis o siete fornidos esbirros cuidando que nadie hiciera una foto, recordándonos por megafonía, cada medio minuto, que nos encontrábamos en un lugar santo, y que nada de fotos y nada de conversaciones. Lo de las fotos quedó aclarado con las magníficamente surtidas tiendas que, a la salida de la Capilla, y por unos precios adaptados a la santidad del lugar, ofrecían reproducido hasta el último de los centímetros de Dios y sus criaturas sixtinas. Lo del silencio supongo que tendrá el objetivo de que los visitantes se pongan en el lugar de todos esos viejos entrados en carnes, con sus atuendos extravagantes, tocados unos más y otros menos con la llamita del Espíritu Santo, decidiendo quién será el más infalible de los mortales, mientras las turbas de obedientes hijos esperan fuera el humito blanco de la buena nueva.

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Sí, reconozco que mis pensamientos más encendidos se los llevó el actual Papa. No había pasado de las primeras salas cuando ya imaginaba al campechano Francisco paseando de noche por aquellos pasillos, extasiado y perseguido por el bisbiseo de su túnica sagrada sobre el mármol, acariciando como un santo futuro, con ambiguo placer, la piedra suave de las estatuas, sustituyendo en las pinturas los rostros depravados de sus predecesores por el suyo...

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Cuando subí a la cúpula de San Pedro, además de comprobar que desde allí la vista de Roma es, contra lo que se podría pensar, bastante pobre, como si lo mejor de la ciudad eterna se ocultara a la vista de aquel ridículo estado invasor, pude observar los chalés y jardines del humilde Francisco, salpicados de diminutos sirvientes y de esos engendros pálidos y uniformados que cuidan como autómatas asexuados de la seguridad del chiringuito. Por cierto que también los carabinieri colaboraban en la tarea de ordenar a las masas de fieles turistas, uno más de los datos que avalan la hermandad absoluta entre el reino de los cielos y el de los subsuelos…

Pero dediqué mis peores pensamientos al Santo Padre porque lo imaginaba así, tan llano y natural, tan sincero, tan terrenal, como soltando un “hasta aquí hemos llegado”, y a la vez más que consciente de que el negocio va viento en popa. Y es que igual el pastel sagrado iba necesitando esa guinda, una buena campaña argentina de publicidad, dejarse de viejos truculentos con cara de ultratumba y poner ahí arriba a un gaucho bonachón, que olvidando con ligereza sus abrazos a antiguas dictaduras diga sin decir y cante al sol mejor que los pajaritos… Porque cualquiera que creyese realmente que la Iglesia puede convertirse en una organización limpia y humanitaria tardaría diez minutos en abandonar este tugurio. A continuación escribiría infalibles encíclicas para acabar con los patentes tejemanejes de la curia, y pondría al servicio de los pobres las incalculables riquezas que guarda en sus palacios. Pero Francisco el bonachón no hará nada de eso, seguirá parloteando disparates, los estrictamente útiles para acercarse a más y más gente en el mundo, para que el negocio mejore sus resultados en términos de ingresos y de fidelidad del consumidor.

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Al final entré de nuevo en la basílica de San Pedro, donde, a pesar de ser un lugar bastante más sagrado que la Capilla Sixtina, uno podía sentarse, hacer fotos, conversar, tocar el mármol y acordarse de la ascendencia divina de cualquiera. Todo, por supuesto, guardando las mujeres el debido recato en el vestido. Allí, bajo los monumentales techos de la basílica, seguía La Piedad, ahora guardada tras un cristal de seguridad, hermosa e irrepetible. La admiré lentamente, rememorando las vueltas que había dado aquel amor juvenil mío, y cómo en el rompecabezas de la vida, una vez resuelto, siempre aparece la imagen de otro rompecabezas por resolver.

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Una vez dejados atrás la Plaza de San Pedro y su cientos de guías ilegales, me interné en Roma, con sus terrores y sus dulzuras, con su ardua humanidad, sus excesos y sus terciopelos, sus fachadas marchitas y sus acogedoras trattorie. Roma, la ciudad abierta y eterna, donde el caos, tan antiguo, se ha hecho carne y palabra…

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lunes, 18 de noviembre de 2013

León

El 18 de noviembre de 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, en una Sevilla que raramente dejaba de anegarse en invierno con las crecidas del río Guadalquivir, y en una familia muy pobre nació este niño.

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No sabemos muy bien cómo se ganaban sus padres el sustento, pero sí sabemos que había un gran desorden en las relaciones familiares. Sufrió enfermedades extrañas, una de las cuales le llenó la cabeza de bultos y cicatrices. Otra le afectó a un ojo, y sólo la vejez borró sus huellas.

Unos años después su padre, en alguna de las raras ocasiones en que tuvo la suerte de verlo, le contó la historia de un padre y un niño.

― Mira, León ―así lo llamaba su padre, León―, un día un hombre le dijo a su hijo que se subiera en una mesa, que se acercara al borde y se colocara de espaldas. Luego le dijo que se tirase hacia atrás, que no se preocupara porque él lo cogería en sus brazos. El niño se dejó caer de espaldas y el padre se apartó. Y cuando el niño, desde el suelo y dolorido, miró a su padre, el hombre sentenció: “Esto es para que no te fíes ni de tu padre”.

Ahí estaba su padre, con planta de señor.

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Cuando el niño contaba nueve años, a principios de la guerra, supo que su padre había sido encarcelado. Le dijeron luego que un cura lo había reconocido y denunciado. Se encontraba en casa de una hermana, por la zona de Puerta Osario, una de cuyas ventanas daba a una calle estrechísima y a un convento, desde el que el cura descubrió a su padre. El niño, de la mano de su madre, lo visitó muchas veces. Le llevaban comida, alguna ropa, tal vez tabaco… Poco después, en una de las visitas, les comunicaron que su padre ya no estaba en la cárcel, lo que no quería decir que había sido liberado, sino que había sido fusilado en una de las sacas nocturnas. Cualquiera pensaría que su padre fue un preso político, pero aunque en la familia se dijo durante mucho tiempo que había sido encarcelado por comunista, la realidad es que estaba en prisión por carterista, como preso común. Pero los carniceros, necesitados de espacio en una cárcel abarrotada, no debieron pararse a mirar la etiqueta de los condenados.

Fue con nueve años también cuando pudo ir al colegio por primera vez, posiblemente porque nadie se preocupó de llevarlo antes. Allí un profesor, al que no olvidó hasta que su memoria fue borrándose de raíz, le leía libros de Julio Verne y le enseñó a leer y a calcular. En poco tiempo, el niño, ansioso por aprenderlo todo, fue expulsado de la escuela por la pura y desnuda necesidad, y trabajando y cuidando de sus hermanos, vivió siempre en la nostalgia del colegio, de las aventuras y de los descubrimientos.

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Ese mocoso con carita asustada tuvo luego unas manos fuertes con las que amasó la vida, con las que acarició la siempre esquiva felicidad. Este niño hubiera cumplido hoy ochenta y seis años. Nunca olvidaré su olor, su entrega, su humanidad falible pero inmensa, el amor que dejó en el aire cuando se fue… Felicidades.

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sábado, 2 de noviembre de 2013

Revolución y cultura

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[Artículo publicado en Acción Politeia]

Cuando hablamos de la rapiña y de la corrupción moral del presente deberíamos estar en condiciones de hurgar en las raíces de nuestro actual desconcierto. ¿Cómo podríamos esperar hoy una sociedad moralmente aceptable cuando ayer nos decantábamos completamente por el botín fácil e inmediato? Nos inclinamos, como una ley general, por la depredación frente a la creación.

Rafael Argullol, La dignidad de la belleza, en El País, 10 de marzo de 2013

 

La cultura es la actividad artística y espontánea de una comunidad educada. La cultura, en libertad, no necesita ministerios, ni mecenas oficiales interesados, y la administración pública sólo debería procurar leyes que la protejan de la voracidad de la industria cultural.

Hoy día la cultura tiene tres enemigos fundamentales, que prosperan como causa y consecuencia de una disminución palmaria del espesor cultural: la tutela ambiciosa y manipuladora de la administración pública, la rapiña inculta de la industria cultural y, el peor de los tres, la triste deriva de la educación.

España entró en el siglo XX con unas altísimas tasas de analfabetismo, y con una estrecha relación directa entre educación y nivel social, escandalosa en sí misma pero aún más comparada con lo que ocurría en el resto de Europa. Sólo la Segunda República, de un modo más o menos serio, quiso hacer llegar la escuela pública a todos los españoles, y lo que es más importante, se propuso crear un sistema en el que los maestros poseían e impartían cultura, un sistema en el que educación y cultura serían inseparables. El golpe de estado y la dictadura destrozaron esos propósitos, y sólo con la apertura del régimen a Europa y viceversa, se empezó a abordar, aún de un modo bastante epidérmico, la alfabetización universal de los españoles.

La transición a la democracia supuso, como sucedió en otros ámbitos sociales, una aparente ruptura de calidad con la dictadura. Es cierto que se impulsó la alfabetización y el acceso de los ciudadanos a unos eventos culturales que proliferaban en aquel ambiente recién ventilado. El interés político por el fomento de la cultura parecía sincero: todos recordamos los programas electorales de aquellos tiempos, en los que los candidatos prometían con generosidad bibliotecas, teatros, cines… En cada pueblo se inauguraba por entonces una casa de la cultura, aunque por lo común no tardara en ser invadida por las telarañas, o en el mejor de los casos utilizada para los festejos que ya venían celebrándose de antiguo. Si bien la alfabetización básica se extendió de una manera efectiva, la cultura siguió en manos de unas élites intelectuales ahora renovadas, ofreciéndose a la gente un producto elaborado, festivo y entretenido, en un esquema en el que el ciudadano seguía desempeñando un papel absolutamente pasivo. Todo esto, por supuesto, con sus correspondientes y contadas excepciones.

Dicha intelectualidad cultural, compuesta por aquellos artistas y profesores que tenían la suerte (merecida o no) de gustar a los medios especializados, por todos aquellos que, con arte o sin él, conseguían entrar en la cadena de producción cultural, se instalaba cada día más en la fama, aún más sagrada en tanto que ahora era democrática, en una fama que iba convirtiéndose progresivamente en valor en sí misma. Y por eso el producto cultural que se ofrecía, sin dejar nunca de ser fiesta y entretenimiento, fue transformándose más y más en un producto económico, en un artículo venal y rentable distribuido en un mercado feliz y contemplativo.

Una de las aberraciones del capitalismo real es la de haber desligado el éxito económico de un producto de la calidad del mismo. Hoy se consiguen más ventas modificando el mercado, de forma que éste no exija el producto de más calidad, sino el producido en las mejores condiciones para el beneficio. Exactamente esto ha pasado con el mercado cultural que los gobiernos de la Transición, especialmente los socialistas, promovieron en este país. En vez de promover en la sociedad un ambiente cultural de debate, de crítica, de interés por la sabiduría y por la excelencia artística, sin dar menos importancia a los medios y a la participación que a los fines, se optó por elaborar productos simples y superficiales, que se pueden clonar sin esfuerzo, bajando a la par las expectativas de un público que nunca llegó a salir del marasmo acrítico de la dictadura, ni a tomar en serio la cultura. Se adaptó así la demanda a la oferta, y justo a la oferta que menos exige a la industria cultural y que más la beneficia económicamente.

No tardamos en comprobar que el único cambio cultural cualitativo que se buscó en la Transición, y el único que este período democrático ha conseguido con cifras destacadas, es el fortalecimiento de la industria cultural. La capacidad reflexiva de los ciudadanos, que pasan a denominarse consumidores culturales, no sólo no es necesaria en este proceso, sino que actúa como un obstáculo para los propósitos económicos de la industria. Así es como ésta, en connivencia con los gobiernos, o más bien habría que decir manejada por los mismos elementos que manejan los gobiernos, decidió que la educación, principal fuente de inteligencia ciudadana, se transformara en el espejismo de un buen sistema educativo, en la transmisión mecánica y ramplona de unos conocimientos básicos suficientes para el uso nada inteligente, basto y dócil, del mecanismo de compra y venta en el que se basa nuestra sociedad. Mientras durante la Transición hubo un período en el que la conciencia social se mantuvo, convirtiendo a los ciudadanos en un elemento importante a considerar en la toma de decisiones políticas, la conciencia cultural nunca llegó a formarse del todo, y pronto la cultura se democratizó convirtiéndola en una actividad fácil y accesible de distracción. Se dejaron las honduras, las complicaciones de una cultura de esfuerzo y profundidad, a seres extraños, periféricos, poco útiles, gente que molestaba cuestionando la alegre simplificación del genio.

Hoy basta observar de cerca los actuales movimientos de contestación, los movimientos alternativos y pretendidamente revolucionarios, para con muy pocas excepciones descubrir prácticas antiguas que adolecen, sobre todo, de una falta preocupante de creatividad. Algunas organizaciones, como los sindicatos, usan métodos de acción que ya parecían anticuados a mediados del siglo pasado, pero insisten en ellos perdiendo más y más fuerza. Las últimas huelgas educativas, en un triste panorama de desmovilización académica, y a pesar de contener voces discordantes que abogaban por unas acciones más imaginativas y eficaces, han demostrado que la contestación en este país no posee ni busca formas nuevas de enfrentarse al poder, un poder que incluso podría manifestarse encantado con esa válvula de escape que son las manifestaciones pacíficas, consoladoras y algo paralizadoras de la conciencia ciudadana.

Pero más que la falta de creatividad de los métodos usados para el cambio real de la sociedad, la característica más destacada de estos treinta y cinco años de democracia, y de la gran mayoría de las manifestaciones culturales, ha sido el desprecio por la propia cultura, por la cultura como actividad reflexiva y crítica, como forma de vida y de relación de la comunidad y de sus miembros, como método de conocimiento de uno mismo y de los demás. Nadie pone en duda la bondad de una sociedad aficionada a la cultura, pero todo se vuelve desastre si esa sociedad adora y se conforma con el aficionado, si el propio aficionado se considera artista, si cualquiera, sin conocer las más mínimas reglas ortográficas, se siente de profesión escritor. En esta sociedad, literatos que en el pasado habrían sido considerados mediocres son alabados por la industria como genios comparables a los más grandes, y sus libros se venden por millones y se maltraducen con prisas a montones de idiomas.

Todos consumimos los productos en serie de la industria cultural, y los aplaudimos mientras clamamos por la justicia social. Hay una coincidencia aberrante en la sociedad, que une a retrógrados y progresistas, al considerar que la cultura, la cultura sincera y profunda, es mera pose de una élite extraña de individuos que vienen a complicar algo tan sencillo como la extensión universal de la cultura. Si las élites fabricantes de cultura oficial, si las élites famosas están sancionadas por los gurús mediáticos, auténticos vendedores de sucedáneos culturales, y aceptadas por tirios y troyanos, las otras supuestas élites (absolutamente variadas y para nada gremiales) son despreciadas como gente molesta en una sociedad culturalmente feliz.

Uno de los métodos más extendidos de sancionar este estado de cosas es la teoría, hoy incuestionada, que establece que en lo cultural contra gustos no hay disputas. A la industria cultural, y por tanto a cualquier poder, le interesa que todos nos consideremos no sólo con el derecho a consumir la cultura que deseemos, sino con el derecho a tener razón en la elección, y aún mejor, participantes del colectivo creador. Nadie se equivoca, todo vale, todos somos artistas, y de ahí que cualquier producto cultural sea tan válido como otro, siempre y cuando produzca directa o indirectamente beneficios económicos, y más allá, siempre que nos haga pasar un buen rato. El crecimiento cultural de una persona consiste, precisamente, en la elevación progresiva del listón de sus gustos, en absoluto para limitar el abanico de delicias culturales a su alcance sino, muy al contrario, para aumentarlo y mejorarlo, porque cuanto más elaboración y más calidad posee una actividad cultural o una obra artística, más profundo y duradero es el placer que nos provoca. Pero hoy día no tenemos tiempo para ese modelo de crecimiento personal: en música, por ejemplo, disfrutamos orgullosos de los ritmos machacones y fatuos que la industria implanta en nuestros oídos, o exquisitos nos contentamos con algunos elementos aparentemente rompedores que sorprenden a los más con sus ripios ocurrentes. En literatura basta con leer, a veces con verdadera fruición, a los escritores de moda, que generalmente nos cuentan entretenidas historias con frases anodinas, en textos nada arriesgados, pretenciosos; son artistas del aparato que, en el mejor de los casos, usan correctamente los signos de puntuación. Aunque lo que usan siempre correctamente son esas técnicas pseudoliterarias de entretenimiento sin grandeza, sin sorpresa, sin asombro.

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El esquema acaba siendo impecable, un bucle aparentemente indestructible: la industria cultural (o sea, la industria del entretenimiento) incluso tiene buena prensa, se muestra solidaria con la revolución, porque además la cultura es por definición de izquierdas y revolucionaria. Ofrece productos de baja calidad y, mediante el uso indiscriminado y subliminal de los medios y el destrozo en la educación (menos pensamiento y más memoria, y hasta eso sin molestar), convence a la sociedad de que sus productos son los mejores, que todos tenemos derecho a consumirlos, que todos somos de un modo un otro artistas, y que debemos defender nuestro derecho a ser definitivamente cultos consumiendo sus productos ligeros, frente a esos pocos y dispersos locos que son los que consideran la cultura no como un mero entretenimiento estático, sino como una búsqueda dinámica y una aventura. Al poder le interesa que esta industria cultural supuestamente revolucionaria domine; el poder y la industria se declaran asediados por sus artistas más revolucionarios, pero los subvencionan, los cuidan, los promocionan. Al poder, además, le interesa que la educación cree ciudadanos entretenidos, no le molesta que piensen en la revolución, ni que salgan a la calle a vocearla, pero se siente seguro cuando los ciudadanos, los que protestan y los que no, se contentan con el humor de zafias series de televisión, con la música ligera de un montón de cantamañanas, con libros frívolos e intrascendentes que leen de forma obsesiva, porque no le rompen el alma al lector, sino que la adormecen. El poder se siente más que satisfecho con una revolución así, con una revolución que, al fin y al cabo, nos iguala a todos en derechos, sobre todo en uno de los más importantes: el derecho a despreciar la filosofía y la reflexión, a considerar la cultura una pura diversión; a creer que nuestros gustos son sagrados, que están hechos, que vienen inscritos en nuestros genes y que nadie tiene derecho a cuestionarlos; a doblegarnos ante una industria cultural a la que le interesan los borregos más que los seres reflexivos y críticos, y que por eso desliga la cultura de la educación. Una revolución que nos iguala en el derecho a disfrutar sea como sea de la vida, a estar convencidos de que lo que cambiará definitivamente nuestra sociedad es el acceso igualitario a los productos artificiosos de este capitalismo salvaje y alienador en el que ya todos, retrógrados y progresistas, nos encontramos tan a gusto.

Si alguien se ha preguntado alguna vez por qué las revoluciones, hasta las más razonables y razonadas, han acabado fracasando, quizá pueda encontrar una respuesta en estas ideas. Tal vez su triunfo político nunca fue un triunfo cultural, tal vez el triunfo político (el de la sociedad, no el de los profesionales de la política) sea sólo una consecuencia del triunfo educativo y cultural, y baste perseguir éstos para conseguir aquél. Puede que en una sociedad culta y educada, en una sociedad donde todos busquen la obra bien hecha, donde todos crezcan personalmente admirando y persiguiendo la belleza, el esfuerzo, el asombro, contemplando la cultura como un medio de aumentar nuestra humanidad y no como un pasatiempo, puede que en una sociedad así no hiciera falta la revolución social. Pero si ésta ha de hacerse, y creo que ha de hacerse, no olvidemos que con canciones ligeras y libros de playa la revolución que consigamos nunca valdrá para gran cosa.

jueves, 24 de octubre de 2013

Colegio

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Me siento incapaz de escribir un relato preciso de aquellos años de colegio, pero una enorme cantidad de recuerdos desordenados se mantienen nítidos en mi memoria. Tal vez para compensar la débil constitución del niño que fui, yo era un chaval sensible, observador, atento a casi todo, y esa atención me permitió reunir muchas emociones sobre las que, de alguna manera, se asienta el tipo que hoy soy.

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Mi memoria, no sólo la de estos años lejanos, sino también la de períodos más cercanos de mi vida, posee lagunas tremendas. Así que apenas recuerdo los primeros años de colegio. Tengo más frescos mis tres o cuatro años de edad en un colegio de Nervión que los primeros cursos en el Colegio San Pablo de la calle Tiberiades. Apenas conservo la imagen de las maestras de esos primeros cursos; sólo reconozco sus caras en las fotos, pero no me veo en clase con ellas.

Mi primer recuerdo sólido del colegio aparece ya en tercero de básica con don Francisco. Ahora juraría que repetí este curso porque iba un año adelantado, pero igual es un engaño de mi mala memoria. Me acuerdo muy bien que este año Vicente Melgar y yo peleábamos, sin demasiada intención, por las mejores notas del curso, y por aquellos cuadros de honor que tanta vergüenza me daban. Él ya era un tío alto y fuerte, que en los cursos siguientes comenzó a ser un estudiante más descuidado pero supongo 002que más feliz. Don Francisco era miope, con gafas oscuras, un hombre joven, bajito y gordezuelo con una voz metálica y monocorde. Me parecía un buen maestro, interesado por los contenidos de sus clases, aunque a veces usaba con desmesura a Don José, una larga palmeta con la que castigaba a los más traviesos.

No sé por qué sitúo en el mismo año a un tipo algo detestable que castigaba a los niños tirándoles con fuerza de la patilla. Lo veo con bata blanca, bajito, rechoncho, con el pelo muy negro y desarreglado. No sé si es otro engaño de la desmemoria, pero conservo la imagen de este hombre con la patilla arrancada de un compañero entre los dedos. También veo cómo los más valientes, entre clase y clase, embadurnaban con tiza los bordes de las mesas, de forma que el profesor, cuando paseaba entre ellas, se manchaba los pantalones. Pero no creo que lo hicieran con Don Francisco, tal vez con ese individuo amante de las patillas, un fantasma que no sabría decir si impartía alguna asignatura especial. Inglés no era, porque el inglés entonces era voluntario, y se daba por las tardes en clases que las familias pagaban aparte de la matrícula. Nunca he agradecido bastante estas clases, porque 30291039me permitieron tener una buena base de inglés y me hicieron amar los idiomas. El profesor era un señor de mediana edad, muy sosegado, padre de unos compañeros del colegio cuyo nombre no recuerdo. El texto que usábamos tenía como personajes a dos niños, Peter and Molly, un libro que me hubiera encantado conservar.

El colegio era privado, aunque su precio debía ser tan simbólico que aún hoy me cuesta llamarlo así. La mayoría de los alumnos pertenecíamos a familias muy humildes. Rememoro justo ahora, mientras escribo esto, los pequeños cartoncitos justificantes de los pagos. Puede que aún conserve alguno entre las fotos en blanco y negro de la familia.

Creo que entonces había clases por las tardes, o tiempo para el estudio, porque recuerdo que asistía al comedor. Incluso juraría que hubo una época en que los sábados también teníamos actividades. Ya entonces cumplíamos cada año algunos rituales obligados por el ideario del colegio. Don Francisco, el 003director, aunque austero, me parecía un hombre abierto y moderno para aquella época, pero aun así el colegio mantenía una relación estrecha con la Iglesia. Recibíamos la visita regular de algún preboste eclesiástico; no se me olvida el día que apareció, gordo y embutido en ropajes almidonados, el Obispo Bueno Monreal, y cómo teníamos que besar su mano en un acto que ahora me provoca escalofríos... Además, celebrábamos todos los años el día de San José de Calasanz, por lo común con la obligación de redactar el resumen de un discurso insoportable que un tipo de traje impecable y gafas de cura soltaba por la noche en televisión. Admito que no tengo mal recuerdo de las clases de religión, que si la memoria no me falla impartía el propio director.

En el recreo, en aquel recreo enorme que el tiempo tornó tan pequeño, jugábamos con el balón al fútbol, al matar o a balonvolea, y también al coger o a esa otra versión más simpática de cortar el hilo; a palma arriba, palma abajo, al cielo voy... Era todo un mundo el intercambio de estampas, cromos de Bimbo para Albumesrellenar aquellos álbumes maravillosos. Recuerdo con especial cariño el de adivinanzas. En lo de los álbumes, Mariu y Manolo Vaquera eran los más avezados, con los que todos competíamos y a los que yo envidiaba por su habilidad para conseguir las estampas más difíciles. Aquellos álbumes significaban el consumo de un número considerable de tigretones, bonies, panteras rosas y otros pastelitos de bollería industrial que no sé muy bien qué efecto habrán tenido sobre nuestro crecimiento. A mí me gustaban más las cuñas de Burgos, enormes y sabrosas, incluso aquellos engendros de bocadillos rellenos con las patatas fritas que vendían en la freiduría cerca de la esquina con Sinaí.

En cuarto curso pasamos de la clase que daba al patio a la que daba a la calle, y de don Francisco a don Manuel. Aunque no recuerdo que abusara de aquel ni de ningún otro, su castigo preferido era dar con una varilla sobre la yema de los dedos de la mano, unidos todos hacia arriba. Reconozco que yo no necesitaba estudiar demasiado para aprobar con buena nota los exámenes. Atendía en clase y en muchos casos eso me excusaba de estudiar en casa. De hecho, en el libro de Historia aparecían unos cuadros marrones con pequeñas cronologías de cada tema, y don Manuel exigía aprenderlos de memoria. Yo, que siempre tuve memoria sólo para muy determinadas cosas, nunca me aprendí uno 004de esos cuadros. Me horrorizaba estudiar de memoria, y aunque recibí algunos azotes en mis pobres dedos, conseguí algunos cuadros de honor en el curso. Eso sí, creo poder afirmar que nunca hice la pelota ni a don Manuel ni a ningún otro profesor, a no ser que se considere que llevar hechos los deberes, contestar bien a las preguntas que hacían o aprobar los exámenes fuera hacerles la pelota. Además, teníamos un pelota oficial, Quini, y no lo digo yo, él lo reconocía públicamente y ejercía su papel con convicción. Por eso me fastidiaba tanto que don Manuel me pusiera a veces como ejemplo de buen estudiante, que incluso llegara a decir delante de todos que yo era un genio (hoy el buen hombre puede comprobar sin mucho esfuerzo que se equivocaba). Sé que lo hacía de buena fe, pero yo me conformaba con cumplir con mi responsabilidad y no quería ningún protagonismo. Los problemas familiares, sobre todo la separación temprana de mis padres, no me permitieron ser un chaval excesivamente decidido, así que lo que más deseaba era el anonimato.

005Aseguraría que en quinto de básica tuvimos a don Juan, un profesor alto y joven que traía locas a las niñas, y al que copié descaradamente su caligrafía, aunque luego la estropeara un poco con la a de imprenta (a) de don Antonio. Don Juan llenaba las pizarras con su letra grácil y ordenada. Creo que don Juan me enseñó mucho, muchísimo, aunque ahora el primer recuerdo que se me viene a la mente fue un episodio con Rafa Ruiz (que alguien me dijo que murió joven). Ruiz se había peleado con una niña, y aún puedo ver con nitidez la bronca que don Juan le echó delante de toda la clase, un ritual lleno de tensión que acabó con una manta de bofetones al pobre Ruiz, uno por pelearse con mujeres, otro por dejarse pegar por mujeres, otro por no obedecer... En fin, eran otros tiempos, y no sabría decir hasta qué punto podemos culpar a don Juan y a otras personas por comportarse de aquella forma. Recuerdo a don Juan como un buen hombre, con el que unos años después me topé en el mismo bloque donde vivía mi primera novia, y donde más tarde vivió la pobre Marta del Castillo. Y reconozco que me encantaría volver a verlo…

Creo que fue en este curso cuando tuvimos en inglés a don Lorenzo. Tal vez fuese de los profesores más jóvenes que tuvimos, y me parece que sólo permaneció ese año en el colegio. Don Lorenzo nos enseñaba inglés con canciones de Leonard Cohen (al que ahora curiosamente detesto) y de Bob Dylan (al que ahora afortunadamente admiro). Sus clases no sólo eran interesantes y útiles, sino que traían 006una ráfaga de aire fresco al colegio. Veo a don Lorenzo en la Gran Plaza; yo iba con mi madre y nos lo encontramos. Se paró con nosotros y aparte de dar buenas referencias a mi madre sobre mi capacidad para los idiomas (algo que me animó tanto), se mostró tan cercano… Por primera vez un profesor me parecía un amigo. No he olvidado su tez muy morena y barbilampiña, su pelo largo y ralo, su risa alegre. Cuánto me gustaría verlo y agradecerle aquel año…

A partir de ahí todo se confunde. Tengo recuerdos parciales, desubicados en el tiempo. Recuerdo a un profesor de inglés, que sale en algunas fotos, un tipo mayor y socarrón que daba las clases con mala gana, que fumaba como un carretero y que un día, en la nueva aula construida en el patio, en el espacio que se utilizaba en las fiestas de escenario, se paró en la explicación de un tema, metió unos dedos en su boca y sacó una muela ensangrentada que produjo risas y gestos de asco entre nosotros.

Recuerdo, por supuesto, a don Antonio, con su bigote mejicano y sus sólidos tortazos que, para mi fortuna, nunca probé. Don Antonio utilizaba en clase técnicas que me encantaban: carreras en las que la gente avanzaba en los bancos si contestaba bien y se atrasaba si lo hacía mal, concursos de velocidad en la búsqueda en el diccionario. Con él aprendimos las capitales del mundo, los nombres de ríos, montañas, países, y yo al menos descubrí lo interesante que podía ser un diccionario.

007No puedo olvidar las clases del director. Era médico y resultaba patente que le gustaba lo que explicaba. Tal vez con él comenzó mi gusto por la biología y la medicina. Organizó unas curiosas y algo polémicas clases de educación sexual, pero el recuerdo más nítido de don Francisco fue cuando me expulsó de clase, a mí, que era un alumno que pasaba por ejemplar. Me sentaba al lado de un chaval alto y nada agraciado llamado Bullejos. Me llevaba bien con él porque me reía muchísimo con sus ocurrencias, y ese día, mientras el director explicaba, él estuvo todo el tiempo apostillando por lo bajo y con mucha gracia todo lo que decía don Francisco. Yo no pude parar de reír, tratando de que el profesor no lo notara, pero hubo un momento en que don Francisco se hartó y me echó de clase. Bueno, imagino que aquello me sirvió para crecer tanto o más que con los libros…

008De los compañeros… bueno, recuerdo sobre todo a los niños, claro, puesto que jugaba más con ellos que con las niñas. No podré olvidar nunca a Valeriano, hermano de Felipe, un chaval que una enfermedad, imagino que la polio, dejó maltrecho de una pierna. Ahora diría que Valeriano poseía un punto de resentimiento contra todos los que podíamos caminar con normalidad, pero ese aspecto de su personalidad apenas importaba al lado de su amistad, que fue siempre divertida y leal. A él le confesaba yo mis amores. Todavía puedo ver la nota anónima de amor que quise enviar a alguna de las niñas, y a Valeriano que me hizo observar que si la nota era anónima, ¿cómo podría la niña contestarme? Los laberintos de la timidez…

Mi primer amigo en el colegio fue también mi vecino: Ildefonso Jiménez, un chaval extraño, demasiado envarado, pero con el que hice mucha, mucha amistad. Aunque recuerdo también que antes de acabar el colegio la habíamos perdido radicalmente. Nunca lo he vuelto a ver porque pronto se mudó de barrio. También recuerdo a Sebastián Téllez, un hombre silencioso, diría que hasta misterioso, con el que sé que me llevé muy bien. Seguro que olvidaré a muchos, pero nunca olvidé a muchos compañeros, a Vicente Melgar, a Manolo Garrido, a Antonio Ponce, a Angulo, a Manolo Vaquera, a Pablo, a Ruiz, a Gómez, a Leopoldo, a Álamo, a Hidalgo… Y a Soto, por supuesto, que hacía conmigo una pareja curiosa, él alto y grueso, yo bajito y delgado, pero al que recuerdo con mucho, muchísimo cariño, porque era sobre todo una excelente persona y un amigo fiel. Ahora Soto se nos fue, y creo que es una de las pérdidas que más me duelen porque si siguiera con nosotros iría inmediatamente a abrazarlo, convencido de que abrazaría a una persona maravillosa.

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Recuerdo que no me llevaba demasiado bien con Quini, Joaquín Infantes, por ese oficio que se había buscado adulando a los profesores, y porque entonces me parecía de los compañeros menos fiables. Algunos eran unos verdaderos diablos, pero actuaban a las claras, y por mucho que me cabreasen a veces, de algún modo envidiaba su desparpajo. Pero de Infantes no envidiaba nada. Recuerdo una vez que, en mi profunda inocencia, me dolió tremendamente que este buen hombre me hiciera el gesto de los cuernos bajo la mesa. Todos sabían que mis padres se habían separado, y no sólo no lo habían hecho por ninguna infidelidad, sino que los dos vivieron toda su vida solos, sin conocer a otra persona (algo que siempre me sorprendió y que no necesitaban hacer para demostrar que nos querían). Por eso, el gesto de Infantes me dolió tanto que hasta mi madre se percató de ello. Le conté lo que me pasaba y ella se echó a reír, convenciéndome de que no debía darle ninguna importancia, y mucho menos pelearme con ese niño, y que estuviera tranquilo porque tanto ella como mi padre me querían y no habían hecho nada malo. Sé que Infantes, mucho más tarde, se casó con Marisol, una niña que vivía enfrente de mi casa, y que se colocó en un comercio de ropa en la calle Sinaí. Imagino que, al crecer, cambió mucho, como todos, para bien y para mal…

También recuerdo al primo, Juan Antonio, un chaval que venía de Los Pajaritos y al que llamábamos así porque se decía que era primo de don Juan. Me llevaba bien con el primo, e incluso fui a su barrio más de una vez para jugar al fútbol. Entre los niños hay muchas más caras a las que no les pongo nombre…

010Entre las niñas… ¡Ay las niñas! Cómo me enamoré de María Teresa de la Rosa, de Tere. Me encantó escuchar hace unos años que se había casado con Angulo, un compañero que siempre me pareció una buena persona. Y es que de aquel amor infantil quedó un cariño tremendo por una niña a la que no volví a ver, y a la que siempre deseé lo mejor. ¡Cómo soñaba con sus ojos de cristal! Una navidad se organizó un belén viviente en la clase, y Tere fue elegida para representar a la virgen y yo para hacer de niño. Para mi corazón inmaduro fue una experiencia inolvidable. Todo hasta que, en la volubilidad de los sentimientos infantiles, me quedé prendado de Mariu Vaquera. Durante un tiempo ir al colegio significó siempre otra oportunidad de verla. No sé si ella descubrió alguna vez en mi mirada el arrobo enamorado, pero sé que no mantuve tampoco con ella ninguna relación especial, ni siquiera una amistad resaltable. Y todo por mi timidez, una timidez que experimenté con violencia cuando el colegio se acababa, cuando sabía con certeza que el final del octavo curso suponía dejar de verla, perder todas las oportunidades de mirarla a los ojos y pedirle que fuera mi novia… Ahora no puedo dejar de sonreír al verme allí, en la primavera calurosa de 1976, temiendo la despedida del colegio, soñando noche tras noche con el modo de abordarla y pedirle aquel imposible. Por supuesto no le dije nada, y poco a poco aquel amor ingenuo y doloroso se diluyó en la propia vida. Aunque nunca olvidé a Mariu, o más bien nunca olvidé a aquella niña maravillosa…

011Más afinidad sentía con algunas niñas que también eran buenas estudiantes. Recuerdo especialmente a Sánchez (espero no equivocarme en su apellido), alta y con carita de india; pero había otras niñas que, como suele pasar en esa edad, eran mucho más maduras que los niños, y aún más comparadas con el pobre chiquillo vergonzoso y aturdido que yo era entonces. Ampari, Isabel Segura, Carmen Ronda, Mari Carmen Lorenzo…

No creo que mi infancia fuese feliz, aunque es verdad que pasé muy buenos ratos. Tampoco creo que el balance del tiempo que pasé en el colegio sea positivo, pero con los años uno aprende que lo verdaderamente importante de la vida no son los balances generales sino los instantes, y tanto en mi vida como en el colegio hubo momentos inolvidables. A fin y al cabo pasé en aquellas aulas muchas, muchas horas de mi infancia, un período que me marcó en muchos aspectos y para siempre.

No hace mucho, y después de treinta y siete años, conseguí visitar de nuevo el colegio por dentro. El patio, infinitamente más pequeño, se había convertido en un basurero, pero las clases aún contenían las bancas originales, las pizarras, los pequeños cajetines para el borrador, las perchas… Algunos muebles se conservaban muy bien. Me hubiera gustado recuperar los archivos de secretaría, aquellos que elaboraba don Antonio, el padre del director, con su caligrafía artística y asombrosa. Haber intentado obtener más datos sobre don Lorenzo y sobre algunos amigos a los que perdí la pista, pero la secretaría se encontraba atestada de muebles y no había muchas trazas de que se conservaran demasiados papeles. La clase de cuarto, la de don Manuel, también estaba llena de muebles, tanto que apenas se podía entrar en ella. Aquélla era la ilustración perfecta del paso del tiempo, de su poder arrasador, del rigor de un reloj que avanza indolente, permitiéndonos, no obstante, aprovechar el presente, seguir viviendo un puñado de instantes que son, al fin y al cabo, los que construyen diariamente nuestra vida.

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