miércoles, 18 de diciembre de 2013

Roma (I)

P1060910 Ponte Mazzini desde Ponte Sisto

Siempre he pensado que un padre o una madre, lejos de diseñar la vida de sus hijos, tiene el deber ineludible de orientar su educación hacia la libertad. Huelga decir que una libertad que es mucho, muchísimo más que el capricho de cada cual.

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La libertad, artículo vaporoso pero adorable que se autodestruye al contacto con elementos sagrados como la Verdad o la Esencia, consiste en decidir sin coacciones pero con la mayor cantidad posible de elementos de juicio. Cuanto más sepamos sobre el tema que decidimos, más libres somos en nuestras decisiones. Así, madres y padres deberíamos trabajar para que nuestros hijos no sólo confíen en su propia voluntad, sino para que sientan la necesidad y el gusto de informarse, de saber, para que su voluntad los aleje del animal y los convierta en seres humanos con su propio mundo de valores.

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Por eso, un padre (en el caso que quiero comentar, un Padre, con mayúsculas) que en la primera conversación con sus hijos les endosa un decálogo de obligaciones y un dudoso mamotreto de instrucciones inapelables para la vida, seguidas de sus correspondientes castigos, es un mal padre: un tipo cruel, tosco y autoritario que conseguirá, en el mejor de los casos, que sus hijos se conviertan en seres inofensivos, sí, pero sobre todo obedientes y esclavos de corazón. Incluso cuando este Padre impone valores como la bondad, la compasión o el amor, no deja de incrustar estos valores en sus fieles vástagos, en vez de proporcionarles las herramientas necesarias para formarse un juicio sobre las cosas, para ir incluso más allá de lo que saben sus propios padres y decidir por sí mismos si realmente quieren ser buenos, compasivos o amorosos, que por otro lado es la única forma de serlo de verdad.

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Aparte de posteriores consideraciones, un ser bueno por la fe es mucho menos humano (sapiens) que uno libremente perverso, de ahí que cuando nos rozamos más de la cuenta con santos, ungidos vicarios y coros devotos, uno empieza a ver al diablo como un ser refrescante, diferente, libre. Léanse para más información El Maestro y Margarita, de Bulgákov, y disfruten de paso de una gran novela…

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Y es que tras una primera tarde paseando por el anárquico y fascinante barrio de Trastevere, y por diversas razones que ahora no vienen al caso, mi primer destino en Roma fue el Vaticano. Treinta y dos años antes, a principios de un caluroso agosto de 1981, aún siendo yo creyente en una de las millones de modalidades de Dios Padre disponibles en el cristianismo, me había sentado en el suelo de la basílica, con la espalda en una de sus enormes columnas, y había bajado la mirada para que mis ojos descansaran en la fresca y magnífica solería, rumiando jóvenes penas de amor. Unos minutos antes había visto en el pavimento de la plaza un círculo con tiza, justo en el lugar donde decían que había caído uno de los casquillos de las balas que dejaron maltrecho al infalible Papa de turno.

Las momias egipcias del museo, la enormidad inabarcable de aquellos pasillos rebosantes de arte, el tamaño sorprendentemente pequeño de los frescos de la Capilla Sixtina (en curiosa analogía con la pequeñez del pomposo mensaje cristiano) y la hermosura estimulante y viva, casi sexual diría yo, de la Piedad de Miguel Ángel… poco más recordaba de mi primera visita al Vaticano. Ya se sabe que el amor humano, lleno de vicios y laberintos, suele apartarnos del amor celestial…

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Esta vez paseé por los museos vaticanos de otro modo, para empezar con treinta dos años más. Después de aquella primera visita a Roma, por suerte, no había tardado en abandonar el fervor paralizante de la religión, así que a estas alturas me encontraba a años luz de todo ese cúmulo de desatinos que rodea al Padre Celestial. Habiéndome centrado, además, durante los siguientes años en las enseñanzas mundanas de mis padres verdaderos y de mis amigos reales, esta vez entré en el vientre del monstruo con muchos más elementos de juicio. Reconozco que en general son elementos antropológicos, sociológicos, morales y artísticos más que religiosos, pero si la religión se inmiscuye desde hace siglos en las cosas mundanas, ¿por qué no habríamos de inmiscuirnos los mundanos en los secretos inconfesables de Dios? Mi muy limitada sensibilidad artística me bastó para comprobar que los tesoros que, a través de sus enviados, el Señor guarda en sus estancias sólo pueden calificarse de infinitos. No podía ser de otro modo: en la Iglesia Católica todo es infinito, ¿por qué no lo iban a ser sus riquezas?

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Cuando paseaba por la maraña de salones y corredores pensaba en los siglos de rapiña necesarios para reunir semejante colección de prodigios, y consideraba que todos y cada uno de ellos estaban fabricados por seres humanos. El Padre Celestial, si acaso, podría arrogarse el mérito de haberlos inspirado, pero aquel arte no dejaba de ser terriblemente mundano. Así es como me gusta pensar a Dios, como un producto cien por cien humano. No me cuesta nada imaginar la escena psiquiátrica: una familia, en un rincón la madre, tocada y oculta con sus velos correspondientes, mantiene un silencio laborioso y remienda calcetines, dando ejemplo de sometimiento absoluto a su omnipotente marido. Al otro lado de la habitación, adorando a la distinguida figura del Padre (barbudo, tan atroz como misericordioso), los niños trabajan en esculturas, en pinturas, en piezas musicales y catedrales soberbias, mientras las niñas se preocupan de que los pliegues de su túnica feroz caigan como deben, y de rezar porque aquella inerte felicidad familiar nunca se desvanezca.

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Recordé, mientras paseaba por las Estancias de Rafael, el atrabiliario y curioso libro de Fernando Vallejo, La puta de Babilonia. En él, con sano rencor e intenciones no menos saludables, Vallejo nos desgrana los abusos criminales y las brutales arbitrariedades que cometieron uno tras otro los santos padres de la Iglesia Católica. Uno de ellos, Julio II, quiso decorar cuatro de aquellas estancias para su humilde solaz, y así ordenó hacerles sitio, destruyendo de un modo miserable las pinturas que las cubrían, atribuidas nada menos que a Perugino, Sodoma, Lorenzo Lotto y otros artistas de parecido calibre. Todo para que Rafael y sus alumnos plasmaran en aquellas paredes y techos los delirios de grandeza del representante de Dios en la tierra. Por supuesto, este crimen cultural no es más que una travesura comparado con los innumerables crímenes que la Iglesia cometió para santificar el mundo.

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Es ésa la pregunta fundamental que uno se hace paseando por el dédalo vaticano: ¿cómo pudo el hombre construir semejante lugar? ¿Qué aberrante altura debió alcanzar la locura de estos sujetos para procurarse tan presuntuosos lujos, y además en nombre del amor? Porque a nadie que no siga con humillada mansedumbre los preceptos oficiales del Vaticano se le oculta que todas esas obras de arte, aparentemente propuestas por unos desprendidos mecenas eclesiásticos, fueron y son regalos ostentosos que los ministros del Señor en la tierra se hicieron y se hacen a sí mismos, encargándolos o sustrayéndolos, fundamentalmente para poner distancia con la chusma que se muere de epidemias médicas o sobrevive bajo epidemias políticas y sociales. Sí, sí, por supuesto, sé que todo es más complicado. Hay modestos ministros del Señor que, con su desagradable afán proselitista, trabajan con lo más bajo de esa chusma, manchándose las manos con unos enfermos de SIDA que la propia institución por otro lado promueve, con la malaria y con la pobreza que la Iglesia a veces cura pero nunca previene… Es verdad, pero no olvidemos que el principio irrenunciable de todo buen cristiano es la obediencia al Padre, y la casuística filial de una organización tan vasta permite todo tipo de perturbaciones; eso sí, siempre que en última instancia se hagan en bien de la Sagrada Institución. No olvidemos que gracias a los afiliados que se manchan las manos con la podredumbre, en el Vaticano se puede andar pregonando que la Iglesia está al lado de los más desfavorecidos. Porque de otro modo tal afirmación ocasionaría cientos de muertos de risa diarios en la sosísima plaza de San Pedro.

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P1070186 San Pedro

Observando salas literalmente atiborradas de obras maestras, cada una de las cuales merecería una habitación en exclusiva, quise pensar en el pasivo que la Iglesia mantiene en el Vaticano. Tampoco soy muy ducho en economía, pero juraría que el patrimonio que contemplamos las hordas de visitantes no sólo deja el beneficio directo de las entradas y los souvenirs, sino que convierte a la Iglesia en una de las empresas más ricas y saneadas de la tierra. Siempre quise imaginar a San Pablo, verdadero cerebro instigador del negocio católico, soñando con este futuro de gloria, y sólo por pereza dejo de indagar en la relación estructural de esta dorada cueva de Ali Babá con tantas parroquias humildes y no tan humildes, con todos esos azucarados grupos seglares de apoyo, con tantas organizaciones, criminales o bienintencionadas, que constituyen la Iglesia.

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Una sensación de asco se mezcla con el asombro ante las obras. Al fin y al cabo, uno pasea por aquellas salas aspirando los efluvios de siglos de corrupción, los perfumes equívocos que desprenden los sótanos y las estancias secretas, escondrijos áureos en los que se hicieron realidad vicios y sueños impíos que ni el mismísimo Satanás sería capaz de vislumbrar.

Se podría decir que para los dueños del local la Capilla Sixtina es la estrella del Vaticano, una estrella cuya importancia, así, desde el punto de vista meramente artístico, no creo que esté justificada. No porque no sea una joya, sino porque hay muchas otras joyas a su alrededor. No la recordaba así de mi anterior visita: sumida en una molesta penumbra, llena de gente, con seis o siete fornidos esbirros cuidando que nadie hiciera una foto, recordándonos por megafonía, cada medio minuto, que nos encontrábamos en un lugar santo, y que nada de fotos y nada de conversaciones. Lo de las fotos quedó aclarado con las magníficamente surtidas tiendas que, a la salida de la Capilla, y por unos precios adaptados a la santidad del lugar, ofrecían reproducido hasta el último de los centímetros de Dios y sus criaturas sixtinas. Lo del silencio supongo que tendrá el objetivo de que los visitantes se pongan en el lugar de todos esos viejos entrados en carnes, con sus atuendos extravagantes, tocados unos más y otros menos con la llamita del Espíritu Santo, decidiendo quién será el más infalible de los mortales, mientras las turbas de obedientes hijos esperan fuera el humito blanco de la buena nueva.

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Sí, reconozco que mis pensamientos más encendidos se los llevó el actual Papa. No había pasado de las primeras salas cuando ya imaginaba al campechano Francisco paseando de noche por aquellos pasillos, extasiado y perseguido por el bisbiseo de su túnica sagrada sobre el mármol, acariciando como un santo futuro, con ambiguo placer, la piedra suave de las estatuas, sustituyendo en las pinturas los rostros depravados de sus predecesores por el suyo...

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Cuando subí a la cúpula de San Pedro, además de comprobar que desde allí la vista de Roma es, contra lo que se podría pensar, bastante pobre, como si lo mejor de la ciudad eterna se ocultara a la vista de aquel ridículo estado invasor, pude observar los chalés y jardines del humilde Francisco, salpicados de diminutos sirvientes y de esos engendros pálidos y uniformados que cuidan como autómatas asexuados de la seguridad del chiringuito. Por cierto que también los carabinieri colaboraban en la tarea de ordenar a las masas de fieles turistas, uno más de los datos que avalan la hermandad absoluta entre el reino de los cielos y el de los subsuelos…

Pero dediqué mis peores pensamientos al Santo Padre porque lo imaginaba así, tan llano y natural, tan sincero, tan terrenal, como soltando un “hasta aquí hemos llegado”, y a la vez más que consciente de que el negocio va viento en popa. Y es que igual el pastel sagrado iba necesitando esa guinda, una buena campaña argentina de publicidad, dejarse de viejos truculentos con cara de ultratumba y poner ahí arriba a un gaucho bonachón, que olvidando con ligereza sus abrazos a antiguas dictaduras diga sin decir y cante al sol mejor que los pajaritos… Porque cualquiera que creyese realmente que la Iglesia puede convertirse en una organización limpia y humanitaria tardaría diez minutos en abandonar este tugurio. A continuación escribiría infalibles encíclicas para acabar con los patentes tejemanejes de la curia, y pondría al servicio de los pobres las incalculables riquezas que guarda en sus palacios. Pero Francisco el bonachón no hará nada de eso, seguirá parloteando disparates, los estrictamente útiles para acercarse a más y más gente en el mundo, para que el negocio mejore sus resultados en términos de ingresos y de fidelidad del consumidor.

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Al final entré de nuevo en la basílica de San Pedro, donde, a pesar de ser un lugar bastante más sagrado que la Capilla Sixtina, uno podía sentarse, hacer fotos, conversar, tocar el mármol y acordarse de la ascendencia divina de cualquiera. Todo, por supuesto, guardando las mujeres el debido recato en el vestido. Allí, bajo los monumentales techos de la basílica, seguía La Piedad, ahora guardada tras un cristal de seguridad, hermosa e irrepetible. La admiré lentamente, rememorando las vueltas que había dado aquel amor juvenil mío, y cómo en el rompecabezas de la vida, una vez resuelto, siempre aparece la imagen de otro rompecabezas por resolver.

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Una vez dejados atrás la Plaza de San Pedro y su cientos de guías ilegales, me interné en Roma, con sus terrores y sus dulzuras, con su ardua humanidad, sus excesos y sus terciopelos, sus fachadas marchitas y sus acogedoras trattorie. Roma, la ciudad abierta y eterna, donde el caos, tan antiguo, se ha hecho carne y palabra…

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