miércoles, 20 de julio de 2011

Libre y curiosa

Emilio

A Luder, trasunto de Julio Ramón Ribeyro, le preguntaron cierta vez: “¿No te preocupa escribir desde hace treinta años para haber alcanzado tan minúscula celebridad?”. Luder contestó: “Por supuesto. Me gustaría escribir treinta años más para llegar a ser completamente desconocido”. Si Emilia Pardo Bazán alguna vez deseó con pasión la fama literaria, estoy seguro de que al final de sus días este deseo se había desvanecido completamente. Espoleada por su padre, que siendo ella muy joven le aseguró que como mujer podía conseguir exactamente lo mismo que cualquier hombre, Emilia pronto se decidió a vivir con toda la libertad y la curiosidad posible.

1972 Emilia Pardo Bazan.jpgDurante su vida, no obstante, nunca dejó de enfrentarse con una sucesión de obstáculos, algunos de los cuales pudo sortear gracias a su posición, pero sobre todo a su determinación y a su amor propio. Muchos de los grandes literatos e intelectuales que conoció admitieron con la boca pequeña su valía artística, pero en público y en los conciliábulos de chistera, copa y puro, despreciaron a la escritora literaria y personalmente, y no pocos quisieron aconsejarle que escribir no era lo suyo, queriendo decir las más de las veces que lo de escribir no era propio de una señora de bien. Todos estos caballeros (y algunas mujeres que ahora pasan por feministas), entre los que el agitado Clarín destacaba con bilis siempre dispuesta, no sólo menospreciaron la obra de Pardo Bazán, sino que actuaron con celo para, en el mejor de los casos, tachar de pintorescas las publicaciones de la coruñesa, y en el peor, para desaconsejar a los editores la publicación de su literatura de mujer.

Resulta extraordinario que a estas alturas del siglo XXI Doña Emilia Pardo Bazán siga siendo una desconocida en el panorama de las letras españolas. Es verdad que en la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española de la Lengua aparece, por cierto en el último lugar, un libro suyo, Los pazos de Ulloa, curiosamente el único libro que nos suena a todos un poco. Sólo un libro conocido en una obra que alcanza montones de títulos, novelas, cientos y cientos de magníficos cuentos, relatos de viajes, artículos de actualidad, miles de interesantes cartas, incluso algún detalle poético...

Hará tres semanas visité La casa del libro en Madrid, y hurgando en la sección de clásicos advertí que no había ni un solo título de Doña Emilia. En Madrid sólo una escondida estatua en la calle de la Princesa y una placa sin historia, colocada en el número 35 de la calle San Bernardo, donde vivió muchos años, la recuerdan. Incluso esta placa reza la siguiente frase sin color:

En esta casa vivió de 1890 a 1915 y escribió parte de su obra Emilia Pardo Bazán y en sus salones recibió a grandes personalidades de su época.

Emilia Pardo Bazán Calle PrincesaNo hablemos de Galicia, donde el nacionalismo pacato y conservador, junto al hecho de que Emilia no escribiese en gallego, la alejan con frecuencia del reconocimiento que merece. De nada valen las descripciones impagables que la Condesa de Pardo Bazán hizo sobre las gentes y los lugares gallegos, ni el amor que siempre manifestó por Galicia, recorriéndola de punta a cabo y elaborando en sus escritos verdaderos retratos psicológicos, antropológicos y sociológicos de su tierra.

Pero decía que tal vez ella, tan ingenua en aquello de la figuración, que disfrutaba tanto con la vida social y con el trato de las gentes ilustres, sobre todo por el interés que en ella despertaba cualquier tipo de arte, tal vez hubo un momento en que se convenció de que con su ingenuidad no iba a ninguna parte, que el mundo académico y literario era (y será siempre) terreno propicio para los mediocres arribistas, y que a ella le había tocado vivir una época en la que, entre una gran escritora y un macho chismoso, se prefería siempre al segundo. Los reveses amorosos, su profunda sensibilidad y la conciencia del tiempo que pasaba acabaron de convertirla en una mujer mucho más reservada, que pareció haber comprendido hasta el final que escribir es una tarea sincera, usualmente enfrentada con la competición, una actividad íntima y sentimental que se basta sola para alegrarnos el corazón y para hacernos sentir vivos. Que la escritura es todo eso en lo que no creen los profesionales de las letras, los más famosos pero también ese ejército de mediocres hormiguitas que se empujan para conseguir una cátedra o para apuntar un par de líneas más en su grueso currículum de competidores idiotas. Comprendió Emilia tal vez, eso quiero creer, que escribir no es más que fotografiar la vida, es decir, revivirla después de haberla vivido. Y ella lo hizo con una habilidad, una profundidad y una elegancia que muy pocos pueden reivindicar en la historia de la literatura española.

jueves, 14 de julio de 2011

Besar la realidad

Sólo tenía veintiocho años cuando tuvo que abandonar el arco, pero dos años antes la enfermedad se fue adueñando de sus dedos. El cello fue su pasión desde muy pequeña, y en esos escasos veinticuatro años sacó de él sonidos que en sí mismo justificaban una vida. La vida… ¿Se la puede defender cuando permite que unas manos como ésas se retuerzan de dolor, hasta romper el corazón que las guía? Porque su corazón se rompió, y su cabeza se perdió en el laberinto de la desesperación. Comprobó que la vida desgrana sus días sin promesas ni condiciones, que decide sus derroteros en el capricho del azar, que el futuro es materia impredecible, vaporosa y movediza. Por eso, nada como mirar al presente a los ojos, ningún acto como el de sumergirse en este abrazo silencioso, nada como besar la realidad que surge a borbotones bajo el pelo, entre los labios, en el vientre y en los pies; y en las manos que modelan el milagro y la verdad. Y luego ya puede venir la vida con sus enigmas y sus agravios…

lunes, 11 de julio de 2011

Violonchelo

Imagen0296 Hablar con los muertos no tiene mucho sentido. Cuando morimos perdemos todos los sentimientos, la consciencia, la capacidad de soñar y el resto de habilidades que dan sentido a nuestra vida. Al morir, sólo nos queda derretirnos en esa soledad que es el tiempo, o tomar el atajo del fuego.

Pero a los que se quedan vivos nuestros restos pueden decirle mucho. Creo que mi última voluntad dejará en manos de mis deudos la decisión de qué hacer con mi cuerpo. Como a ellos les venga mejor…

Cuando visito esa calle estrecha de nichos donde descansan los restos de mi amigo Jesús suelo sentir la cercana presencia de su cuerpo. Jesús vuelve a mi pensamiento con todos los recuerdos que quiso dejar en mí. Hoy, ante su nicho, pienso en la cantidad de secretos que se llevó a la tumba…

Fotografío el hermoso violochelo (exactamente su violonchelo) que dibujaron en su lápida, y luego hablo con Jesús: ¡Qué cabrón! ¿Cómo pudiste irte así, sin decir adiós, sin dejarnos rezarle a la nada por ti? Nunca se me irá de la memoria el día que tu hijo me llamó para decirme que habías muerto… Es una de las pocas cosas serias que hiciste en tu vida, amigo mío; el resto, que yo sepa, todas fueron alegres y tiernas…

Luego, con unas lágrimas indecisas, me paso por la tumba familiar. Tú lo sabías, Jesús, lo sabías muy bien. Las madres es lo que tienen, que sin ellas la tierra desaparece bajo tus pies, y te quedas colgando en el vacío. Quizás sea por eso que he tocado más veces de la cuenta el tapamento de la tumba, como si no me conformara con hacerla sentir mi visita, con saludarla. Esta vez, Jesús, tuve la ilusión de sacarla de allí y llevarla a besara mis hijos, a verlos crecer, para contemplar su sonrisa una vez más y esta vez sí, darle el abrazo que se merecía…

viernes, 8 de julio de 2011

Función, misterio, felicidad

Sorolla A veces el caudal de la vida nos arrastra y difícilmente encontramos la superficie donde apoyar con reflexión la pluma. Por la velocidad el paisaje se difumina y sólo cabe garabatear sentimientos intensos sobre el papel clandestino del propio corazón.

A veces el acto se hace con el mando de nuestras vidas, relegando a la mirada y la caricia, y entonces las palabras brotan atropelladas de nuestro tintero, disolviéndose en pensamientos fugaces y una íntima sensación de orfandad.

A veces uno afirmaría que no aprendió nada de la vida, que en determinada fase del viaje es la propia existencia la que lo vive a uno, y no al contrario.

Aunque en el fondo más genuino de nuestra alma permanece ese don humilde de convertir el milagro de nuestras sensaciones en párrafos y estrofas, en sentencias y versos. Y entonces, como una brisa que se levanta tenue en el amanecer, como la hoja marchita que con sus manos invisibles arrastra, comprendemos cuál es nuestra función, cuál el misterio, cuál nuestra felicidad...

espiritudelacolmena