Mostrando entradas con la etiqueta Vagabundos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Vagabundos. Mostrar todas las entradas

sábado, 14 de febrero de 2015

Ir a ninguna parte

Sergei ProkofievEscuché la orquesta casi desde dentro, a un metro del director. Tenía la fila 5 del patio de butacas, pero las cuatro primeras estaban cegadas con una ampliación del escenario. Me encantó Prokofiev y su Sinfonía Clásica. Incluso Haydn, tan clasicón y previsible, tuvo momentos hermosos en la Sinfonía La sorpresa, y aún más en el concierto para trompeta. Porque el sonido de la trompeta, siempre tan conmovedor, me entra directo a sangre. Por último, Rossini y su Obertura de La gazza ladra sonaron un poco fanfarriosos y descoyuntados. Hubo pasajes de verdadera Italia, de verdadera ópera, pero se notaba que la obertura había sido fruto de la precipitación.

Joseph HaydnEn el programa de mano contaban que Rossini, veinticuatro horas antes del estreno de la ópera, aún no había escrito una sola nota de la obertura. El empresario encerró a Rossini en una habitación para que acabara su obra. Éste, conforme iba escribiendo la música, pasaba las partituras por una ventana para que se fueran preparando las copias de los intérpretes. Y así salió la Giacomo Rossini, 1865 by Carjatobertura, un refrito salvado por el ruido maravilloso que es casi siempre el de una orquesta, y por melodías preciosas que en la obertura, sin embargo, aparecían mezcladas en montón.

Al salir caminé por Paseo Colón, Almirante Lobo, Puerta Jerez y San Fernando en dirección al Prado. Tenía que tomar dos autobuses. Cuando bajé del primero en María Auxiliadora caminé los cincuenta metros que había hasta mi parada. Eran casi las once de la noche, cortaba el frío y la calle estaba prácticamente desierta. Al pasar por la marquesina anterior a la mía, una figura solitaria se levantó y comenzó a caminar en mi misma dirección, unos metros delante de mí. Era un hombre con la capucha de la sudadera subida y una mochila al hombro. Sin duda un vagabundo. Caminaba despacio, demasiado despacio. Solos como estábamos, sabía que si lo adelantaba me abordaría. Enlentecí el paso pero al llegar a mi parada el mendigo se percató de mi presencia. Noté que se detenía. “Ya lo tengo aquí”, pensé.

El hombre me siguió bajo la marquesina y llamó mi atención.

—Perdone, ¿es usted de la ciudad?

Asentí. Bajo la capucha había un rostro delgado, de rasgos angulosos, con una mirada abatida.

—¿Sabe de algún albergue por aquí donde pueda dormir? —me preguntó pausado.

—No, lo siento, no conozco ningún albergue.

—Es que me han comentado algo de… No sé, creo que era el Pumarejo…

Me alegré de tener algo que decirle. Le indiqué que podía acortar por el laberinto de callejas del centro para llegar a la Plaza del Pumarejo, pero que podía perderse, que tal vez fuera mejor tomar por la avenida, más largo pero…

—Pero ¿sabe cómo está el albergue? Es que por aquí hay uno, dormí allí hace dos o tres días, pero no me gustó mucho… Usted sabe, un guardia de seguridad en la puerta… —su boca pareció iluminarse con una casi imperceptible sonrisa de complicidad, pero los ojos continuaron tristes.

—No, lo siento, pero no sé nada de los albergues… —me detuve justo antes de decirle que, obviamente, yo no había necesitado nunca un albergue.

—Entonces ¿no sabe cómo está?

—Bueno, aquella zona tiene mucho movimiento. Hay mucha gente joven y alternativa, muchos colectivos trabajando e imagino que algunos de ellos se preocupan por… —dudé en el nombre que iba a ponerle a aquel hombre— por los transeúntes… por los peregrinos…

El hombre continuó mirándome unos segundos, en silencio, y luego balbuceó:

—Bueno, sólo era eso. Gracias.

Volví a mi libro. Mansamente, el mendigo abandonó el abrigo de la marquesina y siguió camino por la avenida. Sus piernas estaban algo arqueadas. Seguramente era más joven de lo que parecía. Marchaba al paso necesario para ir a ningún sitio.

Un par de minutos después apareció el autobús. Subí y estuve buscando la figura del vagabundo por los cristales, pero no la encontré. El autobús dobló por Carretera Carmona y por fortuna el conductor tenía prisa, así que llegué pronto, antes de lo que pensaba. La trompeta había dejado de sonar en mi cabeza, pero creo que debo escuchar las obras menos conocidas de Prokofiev. Su sinfonía tuvo resonancias de Stravinski, de Mahler. Me llegó verdaderamente hermosa, con fuerza, tan vital…

Escenario

lunes, 21 de enero de 2013

Las hojas muertas

LondresAún no había amanecido. La mañana estaba fría, con un frío preñado de humedad que atravesaba los abrigos hasta clavarse literalmente en los huesos. La gente se atareaba arriba y abajo camino de sus obligaciones, con esa prisa característica del que huye. La mujer es muy alta y delgada, morena, y debió ser muy guapa antes de que la intemperie y probablemente la locura le enmarañaran el pelo y le trastornaran los rasgos. No debe tener más de treinta o treinta y cinco años. Antes siempre iba masticando una prenda vieja, pero hace tiempo que camina con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando al suelo, encorvada por el frío. Esta mañana vestía el mismo jersey negro de cuello alto y el mismo vaquero ajado de siempre. Estaba sentada ahí delante, en un pequeño escalón, apoyada sobre el sobrio e inmaculado escaparate del banco donde tenemos nuestros pequeños ahorros, encogida sobre sus piernas largas. Llevaba el vaquero mojado, creo que se había orinado encima. Debe ser complicado controlar los esfínteres con tanto frío…

Cien metros más allá estaba él, descansando sobre un poyete y absorto en su revista de pasatiempos, despierto y jovial, engordando sin lujos, cerca del colchón sucio donde aún dormitaba el enorme perro que le da calor y compañía. Habían limpiado los cristales del espacioso local en cuya fachada se refugia desde hace meses. Sus amplias cristaleras habían vuelto a llenarse de rótulos que anuncian su improbable alquiler. El hombre está integrado en el barrio, suele tomar café en un bar cercano, saluda a los vecinos, conversa con los más sentimentales. No huele mal, parece aseado. Cada mañana me pregunto cómo se las compone…

Hoy no vi a ese viejo que ayer remetía una manta oscura en una bolsa, recogiendo sus bártulos y abandonando el cálido y sucio zaguán de una tienda de cosméticos. Tampoco vi a esa mujer de edad indefinida que, envuelta con descuido en un pedazo de lona, permanecía hace un par de días sentada en la acera de la avenida, muy cerca del paso veloz de los coches, con su cabello de estropajo. Como un buda sin nirvana, hablaba animadamente con ella misma. Seguro que se la llevó el viento del azar, como a esas hojas muertas que nadie atiende.

Antes de entrar en el edificio donde trabajo, me fijé de cerca en el nítido tronco de un joven plátano. Justo allí, unos días antes, había visto a un hombre de pocos años, con la cara curtida por el desamparo, con la ropa ajada y una grasienta mochila al hombro. Junto al árbol, daba lametones al tronco con ansia inusitada. Llegué a una conclusión extravagante, la única posible: el hombre lamía el pegamento que el papel celo de la propaganda había ido dejando sobre la superficie del tronco. Imagino que a veces hasta el cartón de vino malo puede ser demasiado caro…

Hoy la mañana de trabajo fue muy fructífera. Es viernes, y un alegre y prometedor fin de semana se abre luminoso y limpio como si fuese primavera.