Aún no había amanecido. La mañana estaba fría, con un frío preñado de humedad que atravesaba los abrigos hasta clavarse literalmente en los huesos. La gente se atareaba arriba y abajo camino de sus obligaciones, con esa prisa característica del que huye. La mujer es muy alta y delgada, morena, y debió ser muy guapa antes de que la intemperie y probablemente la locura le enmarañaran el pelo y le trastornaran los rasgos. No debe tener más de treinta o treinta y cinco años. Antes siempre iba masticando una prenda vieja, pero hace tiempo que camina con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando al suelo, encorvada por el frío. Esta mañana vestía el mismo jersey negro de cuello alto y el mismo vaquero ajado de siempre. Estaba sentada ahí delante, en un pequeño escalón, apoyada sobre el sobrio e inmaculado escaparate del banco donde tenemos nuestros pequeños ahorros, encogida sobre sus piernas largas. Llevaba el vaquero mojado, creo que se había orinado encima. Debe ser complicado controlar los esfínteres con tanto frío…
Cien metros más allá estaba él, descansando sobre un poyete y absorto en su revista de pasatiempos, despierto y jovial, engordando sin lujos, cerca del colchón sucio donde aún dormitaba el enorme perro que le da calor y compañía. Habían limpiado los cristales del espacioso local en cuya fachada se refugia desde hace meses. Sus amplias cristaleras habían vuelto a llenarse de rótulos que anuncian su improbable alquiler. El hombre está integrado en el barrio, suele tomar café en un bar cercano, saluda a los vecinos, conversa con los más sentimentales. No huele mal, parece aseado. Cada mañana me pregunto cómo se las compone…
Hoy no vi a ese viejo que ayer remetía una manta oscura en una bolsa, recogiendo sus bártulos y abandonando el cálido y sucio zaguán de una tienda de cosméticos. Tampoco vi a esa mujer de edad indefinida que, envuelta con descuido en un pedazo de lona, permanecía hace un par de días sentada en la acera de la avenida, muy cerca del paso veloz de los coches, con su cabello de estropajo. Como un buda sin nirvana, hablaba animadamente con ella misma. Seguro que se la llevó el viento del azar, como a esas hojas muertas que nadie atiende.
Antes de entrar en el edificio donde trabajo, me fijé de cerca en el nítido tronco de un joven plátano. Justo allí, unos días antes, había visto a un hombre de pocos años, con la cara curtida por el desamparo, con la ropa ajada y una grasienta mochila al hombro. Junto al árbol, daba lametones al tronco con ansia inusitada. Llegué a una conclusión extravagante, la única posible: el hombre lamía el pegamento que el papel celo de la propaganda había ido dejando sobre la superficie del tronco. Imagino que a veces hasta el cartón de vino malo puede ser demasiado caro…
Hoy la mañana de trabajo fue muy fructífera. Es viernes, y un alegre y prometedor fin de semana se abre luminoso y limpio como si fuese primavera.
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