miércoles, 20 de mayo de 2020

Ella y él

 
Ella y él llevaban treinta y tantos años sin dirigirse la palabra. En esa eternidad se habían visto fugazmente alguna que otra vez, pero no habían hablado desde aquel lejano día en que él se marchó para siempre. Ella se quedó con el corazón roto y la rabia de un futuro arruinado, mientras que él se fue con sus celos, tan dolorosos como enfermizos, y el tormento de no despertar cada día rodeado de sus niños.

A partir de entonces, odiándose con fervor, ambos existieron en exclusiva para sus tres hijos, y no buscaron otros abrazos ni pensaron en el alivio de otro querer. Ella se encargó de la titánica labor del cuidado, aunque pronto tuvo que salir a la calle para, además, limpiar por unas pesetas las inmundicias de algunas familias pulcras y liberales. Él, por su parte, pasó las semanas enteras, del alba al ocaso, entre herramientas y ruedas, y no hubo un solo domingo en que faltara a la cita con sus hijos.

Él y ella intercambiaron un odio generado, con razón o sin ella, por la dignidad y por la nobleza, un odio sólo superado por el amor que ambos merecían.

Una tarde, treinta y tantos años después, se volvieron a encontrar. Por entonces, él comenzaba a caer en la telaraña del Alzheimer. Incapaz ya de vivir solo, cada mes se alojaba en casa de uno de sus hijos. Le era imposible practicar la pesca, su pasión después de jubilarse, y el humor le había cambiado con la enfermedad: recelaba de sus nueras, de su yerno, que, decía, lo acosaban e insultaban impunemente.

Aquel día se fue abrumado de casa del menor de sus hijos. Estaba convencido de que su nuera lo hostigaba y él, por orgullo, no podía permitir más atropellos. Había llegado a un punto insoportable y quiso buscar el consuelo de su hija, contarle lo que estaba pasando, pedirle ayuda. Y así se dirigió a su casa. Su hija no estaba, y fue ella, ella, la que contestó. Cuidaba de sus nietas. Sonó el portero electrónico y contestó, y esas fueron las primeras palabras que cruzaron en treinta y tantos años. Ella le abrió la cancela y él subió. Luego le abrió la puerta y él entró. Y lo vio tan angustiado… Él habló y ella lo escuchó, y luego trató de calmarlo. Intentó que comprendiera, que las cosas no eran del todo como él las veía, que debía tener paciencia y cuidar de él mismo… Al final, él se fue de allí más tranquilo, después de haberse quebrado aquel silencio eterno.

Dos, tres años después, él paseaba con su hijo mayor por el patio de la residencia. Charlaban. Él no sabía muy bien quién era aquel hombre que venía a verlo muchas tardes, pero le traía cariño e historias que, eso decía el desconocido, eran sus propios recuerdos. De pronto, él le dijo a su hijo:

―Yo una vez tuve una mujer…

―Mi madre, ¿no, papá? Tu mujer.

―No, no ―contestó él―, fue una mujer que yo tuve…

El hijo, impresionado, pensó que después de tantos años iba a conocer una aventura de su padre. Él siguió contando detalles de su aventura, y su hijo no tardó en saber que hablaba efectivamente de ella, de su madre. Entonces el hijo no quiso decirle que ella había muerto unos meses antes, que en un golpe inesperado del azar su corazón enorme se había acabado de romper para siempre. Su hijo contuvo las lágrimas y siguió paseando, saludando a los viejitos de la residencia, y charlando con su padre, desgranando relatos que estaban trenzados con los recuerdos del viejo, sí, pero también con el aliento de ella, sobre todo con el aliento de ella… Felicidades.