domingo, 20 de diciembre de 2009

Polvo enamorado

Antes de subir a la habitación para recoger las cosas de mi padre, la había entrevisto sentada en su silla de ruedas, orientada hacia la puerta del servicio, lenta como la anciana pausada y penetrante en que la convirtió la insistencia erosiva del reloj. Andrea está medio ciega y dice tener las dos caderas rotas.

Luego, al bajar, aún seguía allí, y tras recibir las sinceras condolencias de dos de las auxiliares de la residencia, la saludé. Una de las auxiliares, con carita de gitana, se quedó a nuestro lado, modulando cándidas exclamaciones de emoción ante los besos que Andrea me dio en cuanto pudo reconocerme. Porque esta vez tardó en reconocerme, y cuanto lo hizo aferró mi cabeza con sus dos manos y me llenó de besos. Y claro, luego vino la pregunta…

Andrea fue la novia oficial de mi padre al poco de llegar a la residencia, y muchas de sus compañeras la odiaron desde entonces, sin duda por el curioso tirón que mi padre tenía entre las ancianitas más despiertas, pero también por la inquietud amorosa que Andrea exhibía en aquel entonces. Parece ser que, tras romperse el noviazgo con mi padre, y aunque como éste Andrea comenzó a tener problemas de salud que fueron limitando su movilidad, la mujer le tiró los tejos a otros maromos.

— Y tu padre, ¿cómo anda? —preguntó arrastrando las palabras, con ese acento tan personal.

— Andrea, mi padre murió el sábado.

Al instante caí en que para Andrea el dato del sábado no significaría demasiado. Allá dentro, ciega e impedida, visitada muy de cuando en cuando por un hijo que vive en Madrid, a Andrea debe importarle poco el día de la semana en el que vive. Su reacción no fue la que esperaba: le había pedido a Dios muchas veces que se lo llevara, porque en el último año que mi padre pasó postrado en la cama ella lo había visitado sólo dos veces, y en la segunda decidió no visitarlo más, porque le era insufrible verlo así, ido y muriendo tan lentamente…

Sonrió de pronto y elevó los ojos inseguros hacia mí.

— ¡Era de celoso! —dijo sin saber que aquél había sido tal vez el error más importante de su vida, el que cometió con mi madre aunque luego compensara a sus hijos con una vida absolutamente dedicada a nosotros.

Andrea demostró su tristeza volviendo a coger mi cara y llenándola de nuevos besos, éstos diferentes a los primeros. También me demostró que su cabeza comenzaba a sentir la postración, porque me preguntó por mi madre, a la que nunca conoció y que lleva tres años justos muerta, pero también me preguntó por mis hermanos y mis hijos, a los que sí conocía… Andrea, ese trocito de la historia de mi padre…

 

Antes, arriba, en la habitación seguía Manuel. Casi todos los compañeros de habitación de mi padre, en la residencia o en el hospital, se llamaron Manuel, y así, cuando un auxiliar o una enfermera llamaba a uno de los dos viejitos, casi siempre solía contestar el Manuel equivocado. Esa respuesta a su nombre fue una de las pocas que conservó mi padre hasta el final, aunque raramente sabía contestar cuando se le preguntaba por su nombre.

Manuel, el compañero de residencia de mi padre, yacía en la cama de lado, mirando hacia la puerta, desarropado. No andaba mal su cabeza, pero en los últimos tiempos, posiblemente por los efectos de tantos días de inmovilidad horizontal, perdía por momentos el norte. Al entrar percibí un olor espantoso, y fue saludarlo desde la puerta y divisar sus manos sucias de excremento. Me volví inmediatamente a llamar a algún auxiliar que lo limpiara, y murmuré:

— Ay, Manuel, qué despedida vas a darme…

Me topé en el pasillo con un enfermero, que me dio primero el pésame y luego me tranquilizó diciendo que ya estaba dado el aviso por lo de Manuel. Así que volví, y aguantando el olor tremendo que llenaba la habitación comencé a trastear entre las pertenencias de mi padre, con la intención de dejar allí casi todo lo que pudiera servirle a otros residentes. Metí en una bolsa varias fotos, algunas gafas y un par de chaquetas polares que apenas había usado y que podrían heredar sus nietos. Mientras, Manuel llamaba a un tal Antonio. Intenté tranquilizarlo:

— Ya vienen, Manuel, ya he avisado y ahora mismo vienen.

— No, nunca vienen, dicen que van a venir pero no vienen.

Cuando ya pensaba que Manuel había empeorado en este último mes en que apenas lo habíamos visto, el viejo me miró, bajó la voz y me dijo:

— Y ese hombre, ¿cómo está?

— Mi padre murió hace dos días, Manuel.

La cara del hombre cambió como lo haría la de cualquier persona juiciosa. Sus gestos denotaron tristeza e inmediatamente, con palabras sorprendentemente adecuadas y corteses, desgranó un pésame que me hizo olvidar el olor y sus manos sucias, unas manos que ahora entrelazaba con elegancia. Le agradecí sus palabras y traté de suavizar la situación:

— Ha descansado, Manuel, mi padre estaba ya muy mal, muy débil, y ha muerto el pobre mío de puro cansancio. Ha sido lo mejor…

Me respondió de nuevo con una sensatez difícil de casar con la situación, y en ese momento sentí mucha pena por aquel hombre al que su familia visitaba tan poco, y que, si no mejoraba pronto, en pocas semanas podría perder toda esa educación y ese saber estar, enfangado en las incongruencias de una organización torpe y podrida en la que lo que menos cuenta es la humanidad de sus clientes.

No pude dar la mano a Manuel a la hora de despedirme. Aún no había llegado auxiliar alguno a limpiar a Manuel, pero me hubiera gustado mucho apretar su mano y haberle dado ánimos…

 

No recuerdo el nombre de la otra mujer, pero en cuanto dejé a Andrea, con la sensación de que no volvería a verla nunca más, me fui a uno de los salones a despedirme de ella. Se podría decir que era de mi familia. Desde que conoció a mi padre lo llamaba hermano, y es que contaba que un hermano suyo, muerto desde hace tiempo, y mi padre eran como dos gotas de agua. La mujer llevaba más de un año en la silla de ruedas, también con alguna cadera rota en una caída, pero su aspecto no había desmejorado, manteniéndose como el de una mujer decidida y lúcida. Nada más llegar, igual que Manuel y Andrea, preguntó por mi padre. Se podría escribir mucho sobre su rostro y los gestos que lo compusieron antes y después de la noticia. La triste sorpresa en su cara me halagó, fue su último regalo a mi padre. En esa risa suya, convertida de pronto en lástima e impotencia, se transparentaba mi padre, una prueba más de que no se ha ido a ningún más allá, sino que se ha quedado en el más acá. La besé y luego otras mujeres que lo conocían improvisaron palabras de condolencia, y una a una les fui contando que no sufrió, que su cuerpo se había cansado de vivir cuando él hacía tiempo que se había ido.

— Algún día me paso por aquí para verlas, ¿de acuerdo? —dije antes de abandonar salón, sin estar muy seguro de cumplir la promesa.

Mientras me encaminaba a la salida algunos hijos de viejitos, interesándose por mi padre, estrecharon mi mano. Pero pronto estuve afuera, con la impresión, con la seguridad más bien de haber cerrado tras de mí otra de esas puertas que ya no se abrirán nunca más.

 

133 img084 Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte, en la ribera,
dejará la memoria, en donde ardía:
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
medulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán cenizas, mas tendrán sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

(Amor constante más allá de la muerte, Francisco de Quevedo)