lunes, 31 de marzo de 2008

Antonio El Sevillano

Me van a perdonar por insistir en el tema, pero cada visita a mi padre es una nueva experiencia destacable. Parecería que un pobre anciano, incapaz de articular una frase y frecuentemente absorto en dos ideas sencillas y recurrentes, o simplemente abstraído en el horizonte invisible de cualquier sitio, no puede aportarle a uno mucho; pero olvidamos con frecuencia que tras el cortinaje de nuestras prisas late un mundo de sensaciones, por lo común bastante más humano y entrañable que el de nuestras obligaciones y enredos cotidianos.

Esta tarde se me ocurrió cargar con el ordenador portátil, porque a mi padre le gusta ver fotos antiguas y de los nietos. Lo encontré algo más despierto, y se mostró un poco más ágil cuando lo levanté de la silla de ruedas y comenzamos a pasear. Salimos al pequeño patio de la residencia, donde vociferaban algunas visitas, nos acomodamos junto a una mesa y encendí el ordenador para descubrir con tristeza que la mucha luz de la tarde impedía ver la pantalla. Así que se me ocurrió buscar algunos vídeos y discos de flamenco. Escuchamos primero a José Menese y a Enrique Morente, y tras ellos se deslizó delicada la guitarra indescriptible de Paco de Lucía, que dio paso a esa voz única del Camarón de la Isla. Mi padre escuchaba con atención. Pero él siempre ha sido más de Maravillas, de Aznalcóllar, de Valderrama, de Fregenal, de Pinto, y sobre todo de El Sevillano. Antonio El Sevillano, según me contó hace mucho mi padre, fue un cantaó trianero cuya historia no era nada infrecuente en los años 30 y 40: un genio del son que se perdió en las tabernas y en esa dejadez melancólica que propiciaban la pobreza, los amores contrariados y tantos y tantos veranos largos y perfumados en aquel barrio de arte y fatalidad. El Sevillano acabó perdido entre vinos baratos y con la voz agrietada, incapaz de aprovechar sus destrezas para salir de los bajos fondos.

Ésta es la historia que me contó mi padre, que dijo haberse luego encontrado con él en muchas ocasiones, cuando ya sólo era una piltrafa. Hoy, cuando El Sevillano comenzó a cantar, mi padre claramente se estremeció. Miraba sin mirar, con la vista perdida en algún lugar del pasado. Yo lo miraba a él, realmente admirado de que aquellos sonidos lo hubiesen despertado, que las emociones que otrora crearon en el corazón de mi padre siguiesen ahí agazapadas, en el interior recóndito de su pecho, y que ahora fluyesen para demostrar que seguía siendo una persona. Lo miré y sonreía, y también lloraba. Y nadie sabrá a ciencia cierta por qué lloró esta tarde mi padre. Seguramente por muchas razones, pero una de ellas, estoy convencido, fue la tristeza de oír cómo el pasado se le había hecho grande, tan grande, y el futuro tan insignificante e innecesario…

Pd.- Aunque mi buena y payasa Luna tiene razón en lo que dice sobre la risa, a la vez sé que ella no infravalora el poder de la tristeza para crear vida…

Amor, humor y asombros

Nos lo aconsejaba rotundo Don José Jiménez Silva: “si encuentras una bifurcación en tu camino, síguela”. Eso hace la hermosa Rosalba (Licia Maglietta) en Pan y tulipanes, la entrañable película de Silvio Soldini. Llega un día en que nuestros movimientos son automáticos, y la inercia y la gravedad se convierten en las leyes fundamentales de nuestros sentimientos. Ese día basta sólo una pequeña fisura, un ligero desgarro en la superficie aterciopelada de nuestra rutina para que el fondo falaz de todos nuestros ajustes se rasgue para siempre. Pero Rosalba va más allá, porque en la bifurcación no elige uno de los dos caminos, sino que elige la propia bifurcación. Sé que, al regalarnos su aforismo, no estuvo en el ánimo de Don José expresar exactamente esta idea, pero es lo que tienen los sabios, y mucho más los criados entre el pueblo: a veces nos descubren sin querer el surrealismo de la existencia.


Hablaba el otro día nuestra amiga Elita sobre lo fácil que es querer y lo difícil que a veces nos lo ponen. La costumbre es complicar el cariño desnudo, poner trabas a la creación, y si alguna observación hay que hacer a lo expresado por Elita es que ésta es una costumbre generalizada, en la que de una forma u otra todos caemos, y no sólo con los demás, sino con nosotros mismos. Dosificamos nuestros asombros y por educación los convertimos en raras perlas de un mar gris de obligaciones. ¡Qué limpia la mirada de Rosalba ante los prodigios de Venecia! ¡Qué forma de beber la delicadeza melancólica de Fernando! ¡Qué sonidos los que saca de su acordeón! Y el humor, ese milagro al alcance de cualquiera, esa virtud que despreciamos para despilfarrar nuestro tiempo y tirar días y más días a la basura. Amor, humor y asombros...

sábado, 29 de marzo de 2008

Manos

He sacado a mi padre a los exteriores de la Residencia, para que camine un poco. En el último mes sus piernas se han debilitado en extremo, y aunque vuelva a caminar, siento que ya no será como antes. Para él, a estas alturas, un paso adelante siempre llega tras dos pasos de retroceso. La tarde, que pintaba incluso calurosa, se ha tornado de pronto algo desapacible, con un viento pertinaz que molesta a mi padre. No obstante, abrigándolo con mi chaqueta dice estar bien, así que caminamos unos metros con enorme lentitud. Al llegar a una pequeña placita demuestra sin decirlo que anda cansado, y que preferiría sentarse. Nos acomodamos en un banco de madera, y a nuestra izquierda un sol cada vez más velado por finas nubes nos calienta sin fuerza.

Esta tarde mi padre no es capaz de mantener una conversación, y apenas alcanza a responder a mis preguntas. Ni siquiera una chiquilla muy pequeña que revolotea por el jardín es capaz de llamar su atención, algo inaudito dado su amor exagerado por los niños pequeños. De vez en cuando guardo silencio, y entonces él hace por iniciar una conversación, como si súbitamente recordase algo que tenía que decirme, pero lo único que pronuncian sus labios son incoherencias entrecortadas. Él mismo se da cuenta de que no consigue decir nada, y que cuando articula dos palabras seguidas lo dicho no tiene mucho sentido. Uno de esos esfuerzos lo acaba con una media sonrisa y con curiosa fluidez: “que estoy loco perdío”. También sonrío al reponer que los locos perdíos no son capaces de darse cuenta de que lo están, así que él no debe estarlo tanto.


Pronto vuelve otro silencio algo más largo. Ya he gastado los temas más fáciles de entender y a los que él podría reaccionar, y además no he conseguido que salga del marasmo en el que se hunde esta tarde. Entonces, en ese silencio, recuerdo una frase que me había dicho unas semanas antes, y que también les ha repetido alguna vez a mis hermanos, aunque sin demasiada insistencia: “Tendría que morirme”. La había proferido muy tranquilo, sin aspavientos ni visos de desesperación. Y yo la entendí perfectamente, y de no mediar el cariño que le profeso, todo el amor que le debo y que siempre le deberé, atendiendo sólo a la razón, no podría menos que estar de acuerdo con él. Pero al recordar esa frase la muerte se ha llegado a mis sentidos, e imagino todos sus detalles, y a la vez veo ahí, tan cerca, a mi padre, su piel, sus gestos, sus manos vacías que se entrelazan creyendo guardar algo que sólo imagina. Veo a mi padre vivo, y sus manos, ahora arrugadas y débiles, son las mismas que trabajaron una eternidad, con la fuerza de un dios, por el bienestar de sus hijos. Y noto que no estoy tocando a mi padre… Echo el brazo sobre su hombro, y todos los abrazos que no di a mi madre se condensan ahora en ese gesto. Unas lágrimas asoman a mis ojos, mientras me siento tan, tan orgulloso de ser hijo de dos personas imperfectas y maravillosas.

viernes, 28 de marzo de 2008

Pequeños cuentos andróginos I

Arturo el suficiente

Por la mañana, como cada día, se levanta con esa carga inalterable de optimismo: su pensamiento marcha siempre unos pasos por delante de él mismo, algo que lo convierte en un sujeto incapaz de una larga o profunda reflexión, pero a la vez en un tipo dinámico, enérgico, útil. Se contempla en el espejo y apenas advierte la mueca de satisfacción personal en su rostro; es relativamente joven, alto, con una planta en su opinión soberbia, y esa barba que mantiene rasurada al mínimo le presta un toque perfecto de dejadez que combina a las mil maravillas con el vestuario informal pero aseado. El pelo, bastante corto, se desordena lo justo. En su frente parpadea esplendente la palabra aventurero.

Arturo Martínez Ponce se llama, aunque le pese el nombre tan corriente, y trabaja en una empresa de gestión cultural. En ella coordina, planifica, diseña, administra, acciones todas ellas que remueven su orgullo con esa sensación de andar haciendo mundo, de pertenecer al bando creativo de la sociedad, lejos de esa pobre chusma rutinaria y grosera. De ninguna de las maneras admitiría la más pequeña participación de la suerte en su manera de ser, ni que el más mínimo trozo de su ADN se haya pergeñado con el concurso del azar. Su apostura formal y espiritual sólo debe atribuirse a una personalidad original y arrolladora, y eso se demuestra en las conversaciones con los amigos, donde más que hablar sentencia, convencido de que sus ideas no tienen vuelta de hoja.

Pero un punto crucial de su imagen lo constituye la libertad, aunque una libertad que, para ser la libertad que él ansía, de alguna forma debe ir cantando por las calles. No podía ser de otro modo: vive una existencia alternativa. Nadie debe identificarlo nunca con la mayoría, porque él es único. En este punto, Arturo se muestra incapaz de comprender lo descabellado de semejante pretensión, idea absurda no tanto por falta de argumentos sino porque, como queda dicho, si Arturo se parase a reflexionar sobre el tema, en ese justo momento ya estaría ajeno al mismo, atareado en otras cuestiones más cruciales, más urgentes. Como él suele decir, la vida es un pim pam pum, y camarón que se duerme, la corriente se lo lleva. No hace mucho que, en este sentido, ha tenido un sueño esclarecedor: se hallaba de pie sobre una peña, y la peña incrustada en medio del curso de un río muy especial, en el que en lugar de agua fluía una muchedumbre de desarrapados, de gente perdida, de fracasados. El curso humano del río se hacía más y más furioso, y su nivel subía de un modo lento pero manifiesto; entretanto, él conjuraba el terror a hundirse en aquel vertedero con su pensamiento ágil y emprendedor. Buscó en derredor posibles salidas. Así descubrió que el río no era muy ancho, y que las orillas rebosaban de una selva prieta y exuberante. Las ramas de un gran árbol se dejaban caer sobre el río, pero de un salto limpio le sería imposible alcanzarlas. Así que esperó un poco a que la turba que pasaba se hiciera algo más densa, y que alguno de los individuos que la componían fuera lo suficientemente ancho y pesado como para soportar su impulso. Localizó a un hombre oscuro y orondo que se acercaba flotando y a la vez siendo parte de aquella superficie tan peculiar, cogió carrerilla y de un salto alcanzó su espalda, y rebotando como un atleta salió disparado hacia la rama de la salvación. Observó, con esa manera tan propia de los sueños, cómo sus manos se convertían en garras nervudas y tensas dispuestas a aferrarse a la rama, pero también asistió al roce inútil de sus uñas sobre la corteza, y al alejamiento de la rama conforme él se despeñaba hacia aquel albañal caudaloso. Por supuesto, despertó antes de probar las amarguras de la muchedumbre, e incluso las angustias propias de las pesadillas habían prácticamente desaparecido a los segundos de despertar porque el pensamiento de Arturo ya estaba más allá, concibiendo el futuro, despreciando el presente.

La mañana se ha abierto hoy esplendorosa, una de esas mañanas primaverales que en su ciudad suelen estar contadas, porque en ella el invierno se transforma en verano con una agilidad algo irritante. Arturo, antes de salir, se remira en el espejo de la entrada. Una vez abajo, saca con decisión la bicicleta del trastero, sintiéndose orgulloso de poseer un ejemplar que combina el estilo de los artilugios clásicos con los últimos adelantos en el mundo del ciclismo, incluido el poco peso que un cuadro de refulgente aluminio le concede. Detrás, a cada lado del trasportín, cuelgan dos pequeños bolsos de cuero envejecido que le dan el toque informal al vehículo. Arturo se sube a la bicicleta y se lanza a la calle. Atrocha por las calles y las aceras de su barrio solitario, y poco a poco se acerca al centro de la ciudad, donde montones de afanosos madrugadores se dirigen a cumplir sus funciones a cambio de un sueldo. El tráfico se pone algo más complicado, y no tiene más remedio que encajonarse en el carril de bicicletas. Debe cruzar una avenida, y aguarda a que el semáforo se abra con una mueca de disgusto, no muy seguro de que todos aquellos conductores merezcan su espera. En cuanto se abre el semáforo se lanza hendiendo el aire matutino, persuadido de que todos se asombran de ver pasar a un hombre con semejante resolución. Una pareja de despistados se le cruza en el carril, empujados por la multitud de peatones que cruza por el paso de cebra. Arturo hace sonar el timbre y no disminuye la velocidad, rozando el brazo del hombre aunque sin detenerse, con determinación, sin atender a un hecho que ya es parte del aburrido pasado. Al cruzar toma una doble curva cerrada con un movimiento elegante, y sale lanzado por la avenida perpendicular, sin demasiada visión, arriesgándose a que haya más peatones cruzando el carril. Pero se siente grande, resolutivo, terminante, con personalidad.

Enfila ahora la nueva avenida, pasando cerca de algunos transeúntes a una velocidad que seguro los asombra. Cuando son mujeres quienes lo miran, la glándula de su amor propio crece a ojos vista, y a la supuesta admiración de ellas responde con una sonrisa interesante y seductora. La velocidad es entonces el trasunto vial de su temperamento, el aroma de su idiosincrasia, el sonido de su seguridad. Pero cuidado, porque ahí delante aparece ahora una hembra prodigiosa, de ropas apretadas y formas sinuosas, apoyada sobre un alto taburete, a las puertas de un bar. Arturo la mira. Ella le devuelve la mirada. Arturo le sonríe, y ella le paga con una pícara sonrisa. No importa nada que la chica vaya ataviada de un modo poco original, que sus gafas sean de estas lentes enormes, oscuras y salpicadas de brillos, esas que ahora les dio a tantas mujeres por llevar; tampoco importa que sus tacones se eleven hasta alturas incómodas, y que la planta general de la chica indique que no es una persona alternativa. Una mujer de bandera se está fijando en él, y Arturo se hincha un poco más. No puede evitar decelerar la bicicleta, desplazarse por unos instantes con movimientos gallardos de ciclista experimentado, con la cabeza cada vez más girada para mantener sus ojos en los ojos ocultos de la chica, que también se gira lentamente para mirarlo. Arturo considera que ahora debe acabar la faena de vana gloria, y entonces, sin dejar de mirar a la chica, cambia el piñón y da un potente golpe de pedal que lo impulsa hacia el futuro despreciando una vez más el presente, porque el presente es pasado, y sin advertir el árbol plantado que lo espera en mitad del carril para bicicletas choca con él violentamente.

Ha despertado en el suelo, y sobre él ve los ojos de la chica, que se ha desprendido de las colosales gafas, una más de los muchos curiosos que lo miran desde arriba. Le duele la cabeza, y siente una aguda punzada en el costado derecho; la nariz juraría que la tiene rota, y en la boca nota el sabor amarillo de la sangre. Un hombre mayor, con cara aburrida de funcionario, se ha arrodillado junto a él y le levanta la camisa; comenta algo sobre su hígado, y habla sobre su esperanza de que no se haya hecho mucho daño. Y bueno, lo normal, el sonido lejano de una ambulancia, que viene a recoger a Arturo, que ahora es el centro de atención de la muchedumbre, del río de almas insulsas que, una vez la ambulancia se lo lleve al hospital, seguirán caminando con velocidad de tortuga y la desgana de los muchos, mientras Arturo Martínez escucha al médico que le informa, lo normal, que sólo lo salvará un transplante, un intercambio estúpido de personalidades…

sábado, 22 de marzo de 2008

Un duende en las Tierras Altas


Una tierra cuajada de verdor y rebosante de frescura nos aguardaba allá, donde el sol es tímido y los encantos muchos. Los valles interminables, los ríos generosos, un cielo inquieto y creador… Una pequeña ramita te sirvió para convertirte en el Señor de todas las Tierras Altas.La luz cariñosa, animales nunca vistos, una alfombra de hierba mansa que acariciaba tus juegos, un escenario soberbio para tu inocencia. Tu tamaño era el exacto, justo el del centro del universo.Descubrimos bosques dibujados de mágicas veredas, donde ranas pequeñitas saltaban desde la nada, y donde los duendes camuflaban sus travesuras entre las ramas de árboles centenarios. Nos adentramos en ellos y los cuentos florecían llenos de color…Luego buscamos al monstruo, y con valor subiste a sus formidables jorobas, para ponerlo todo perdido de tu alegría. Su casa, un lago negro, luengo y profundo, nos esperaba allá abajo…
El capitán del barco te ofreció el timón, pero rehusaste. Preferiste sentarte y jugar con tu pequeño Nessy de goma. Las aguas misteriosamente oscuras, en olas cada vez más serias, lamían el costado del barco, pero sólo yo era consciente del peligro de que el monstruo apareciese…Quisiste despedir al monstruo, que giraba lentamente en un estanque enamorado. Eras el héroe del día, mi orgullo, el duende más lindo de toda Escocia.Bajamos a tomar un té en un antiguo vagón de tren, convertido en improvisado bar. Probamos algunos juegos de mesa y luego, en la lejanía, descubrimos Kilchurn Castle, recortado como una fábula contra la montaña, mimado por las aguas del lago. Preparé la cámara mientras posabas, y cuando corrí para posar contigo saliste huyendo con esa sonrisa tuya sin par.Oban nos recibió con su torre elegante y su puerto bullicioso, y desde arriba del todo dominaste con tus ojitos divertidos un mundo azul y verde, la bahía surcada por barcos distinguidos, los tejados de fábula, y bailaste al son de las gaitas, y cansado te dormiste en mis brazos satisfechos.Era hora de volver a la realidad. Inveraray era una hermosa forma de despedida. Su castillo proverbial, Loch Fyne y sus costas abiertas, las entrañas de ese barco, y su cubierta desde donde cantaste canciones cuya cadencia nunca podré olvidar. Mi niño, mi orgullo…

Diminutos fulgores del paraíso



martes, 18 de marzo de 2008

El azar del azahar

¿Cómo puede alguien pensar que esta perfumada ventura posea una función, un sentido? Ya he oído varias veces la teoría -vieja y gastada, por mucho que se la vista de limpio- de que todo lo que existe conforma una especie de unidad, un gran corazón que late como el afán de una colmena, y donde nosotros somos -¡qué suerte!- pedacitos necesarios y afortunados que debemos encontrarle la gracia hasta a la última de nuestras desdichas. Rememoración descuidada del enajenamiento católico, nos invita la teoría a sentirnos parte de una bondad universal, en una exageración desmedida e incluso fanática del no hay mal que por bien no venga. El corazón del mundo late y nos regala aventuras, unas lindas, otras feas, pero al parecer todas gozan de un propósito entrañable que sólo hay que saber descubrir. Lástima que en el mundo no sólo existamos nosotros, miembros tantas veces ridículos de una civilización abocada a la ridiculez, y que surjan aquí y allá tantos desgraciados, machacados por el hambre o la violencia, por el dolor o la esclavitud -posiblemente pedacitos inservibles del enorme corazón, o quién sabe si sólo partes de nuestro escenario-, para desmontar esta extravagante teoría que pretende disfrazar al Dios secular con hábitos de misticismo moderno, azucarado y terapéutico.

Como bien me apuntaba una singular e interesante adepta a la causa, sin Fe no hay idea universal. Creer en los duendes o en la relación del azahar con el amor no impone Fe alguna, porque estas y muchas otras pequeñas creencias son en realidad juego, imaginación, invitación frívola, sucesos en el otro extremo de la convicción, de la certeza insensata y pretenciosa, de la Religión que imagina un mundo para todos y luego lo impone con sangre o sin ella, aunque siempre mostrando una vanidad inconcebible.

¿Quién puede hablar en serio del orden bondadoso y antropocéntrico del Caos? ¿Cómo se puede agraviar a esta fragancia primaveral de Sevilla con argumentos huidizos, elevados de forma burda y artificial a preceptos absolutos? ¿No estará la enfermedad menos en la enfermedad y más en la obsesión por la cura? ¿No va siendo hora de rendirnos a la evidencia de nuestra apasionante pequeñez, dejando de fastidiar con leyes universales? ¿No llegó el momento de dejar de pervertir la fantasía convirtiéndola en observancia y adhesión?

Las flores de azahar expanden su perfume en el azar del aire, en la suerte de los amores cálidos y también de los contrariados. Y no hay ley que las defina…

Decepciones y alegrías

Ah, Curro, siempre fuiste un ingenuo, un irreparable ingenuo. Confiaste en la política, en esa aparente oportunidad de trabajar por los demás, y a su inestable lomo te lanzaste a desfacer entuertos, olvidándote de familia y amigos. Tu cariño era llano, diáfano, alegre, gratuito, y tu aliento infantilmente inagotable. Siempre me pareció un vicio la esperanza, aunque en tus manos parecía como si quisiera florecer, dar el fruto amargo del desencanto.

Conjurabas las contrariedades con risas. Aun recuerdo unas de nuestras últimas carcajadas: te presentabas con tu pueblo, Tomares, a un concurso de proyectos municipales, y estabas ‑no podía ser de otro modo‑ convencido de que vencerías. Tu ingenuidad no quería entender que los premios estaban concedidos de antemano, y que nada tenían que ver con el contenido de las experiencias presentadas. En el estrado defendiste con ardor y embarazo tu propuesta, pero al poco se daba a conocer el fallo: ganaba el pueblo de Bonares. La risa desapareció por un instante de tu rostro. Yo te miraba de reojo unos asientos a tu derecha, preocupado, porque temía que toda la ilusión que llevabas se viniese abajo con estrépito. De pronto, entre el silencio de la concurrencia, adelantaste el cuerpo hacia mí y me dijiste: “Juanma, ¿han dicho Bonares o Tomares?”. Entonces tu sonrisa volvió al par de la mía, y supe que nada, ninguna barrera podría con tu ánimo.

Hoy una ligera decepción me inclina a recordarte, y a envidiar aquella virtud tuya de la alegría…

lunes, 17 de marzo de 2008

Humo

El pasado, aun con sus perlas insustituibles, abate por el aroma enternecedor que trae la nostalgia: mirad la gran peña, la vista soberbia sobre el manto concluyente de la sierra, y la chiquilla que, sentada muy cerca, roza mis deseos juveniles; luego yo regreso a la gran ciudad, quedando ella en su paraíso de dehesa y silencio, para que de inmediato vuele hasta ella mi carta agitada y emocionante, y entonces la eterna espera del correo, las jornadas de imaginación, sus manos rasgando el sobre y sus ojos navegando por mi caligrafía; y su respuesta como una sencilla melodía de Debussy…, el tempo del amor.

Hoy sólo queda humo, sólo humo, rasgones desvaídos de aquel derroche, ecos últimos y afligidos de aquel exceso…

Porque luego, cuando ella se vino con sus paisajes a la ciudad, yo la visitaba en las noches claras de verano, y descubría sus secretos en los bancos solitarios, entre esa bruma de jazmín que convertía los edificios en palacios. Ya entonces ella difería las caricias, y dosificaba la ternura con la manía calculadora y distante de las diosas; pero el juego estaba escrito en los siglos y yo me entregaba a él hasta la embriaguez. Y así, cuando en la calle las mismas sombras se derretían, en la placidez de una sobremesa candente, la hallé tendida en la obstinada penumbra de su habitación. Tímida, se había guardado con las sábanas innecesarias el cuerpo desnudo, blando refugio donde ocurrió el incendio de mis sentidos. Forcejeamos infantiles, inexpertos, rezagados en la quietud de un mundo desierto…

Humo, sólo humo, perfumes caducos, acerbas fragancias de aquellas mentiras que alimentaron a mi alma anhelante con sus mezquinas promesas. Humo sobre el que sostengo el peso insoportable de mis días…

jueves, 13 de marzo de 2008

Los sonidos de la luna 4

Sonidos4b Unos ojos transcritos
al lenguaje intemporal

de las melodías.

Cuando los sentimientos
rebosan,

al roce de la añoranza
se convierten en tonadas
que susurran o enardecen,
golpean o enternecen,
y que de cualquier manera
acarician,
con la lentitud
del cariño diferente,
estos
mis dedos vacíos…

[Para conseguirlo, entra aquí]

Clochard

Cae la nieve fragante de los naranjos, y Clochard se pregunta cuánto tiempo podrá soportar su propio peso. Reconoce que a veces ha observado el paisaje convencido de que no le restan muchos días. Ser protagonista de tus propias reflexiones tiene estas cosas: te fagocitas a ti mismo, y sobre tu conciencia se desploma la carga de tu propia vida, de todos tus fracasos. Sí, Clochard es un gran fracasado, aunque sólo él parezca saberlo. Vagabundea por los caminos alfombrados de azahar, cuando la primavera embauca con sus embrujos las almas felices de los cobardes, pero ni el aroma a vida nueva impide que arrastre los pies sobre el suelo nevado. Sus fracasos son muchos, demasiados…

martes, 11 de marzo de 2008

La telaraña

Ambos la vieron a la vez. Acurrucados bajo las mantas, la descubrieron con sensaciones inicialmente distintas. Era un leve jirón de telarañas que flotaba en el techo, el resto de un antiguo trabajo que había perdido casi todos sus anclajes originales, y que ahora se balanceaba gracias a las corrientes ligeras de convección que una pequeña estufa y sus alientos provocaban en el aire del dormitorio. Ella reaccionó instintivamente con un comentario que trataba de justificar la presencia de esa señal de descuido, pero no tardó en volver a ser ella misma, y entonces declaró sin rubor que aquella telaraña le gustaba; y lo dijo justo cuando él andaba pensando exactamente lo mismo: vaya si le gustaba aquella telaraña. El sueño que ambos protagonizaban se podría resolver en esa telaraña, en ese signo, en ese símbolo de la dejadez y del deseo de beberse la vida sin interrupciones. Él descubrió que no estaba acostumbrado a ver telarañas, y que ahora las identificaría con los propios sueños, y ella simplemente sonrió con sus dientecitos de fábula, y se arrebujó un poco más en el cuerpo de él.

viernes, 7 de marzo de 2008

Cita dedicada

Dedico este artículo de Cioran a esos grandes hijos de puta, a esos cobardes que por cerebro tienen una pistola, y al mundo nacionalista en general, que es un asqueroso caldo de cultivo para esta escoria. Y aprovecho para decir a Rosa Aguilar (y a tantos otros) que no voy a votar, que me gustaría que me dejaran ejercer mi libertad sin ofenderme continuamente, y sobre todo que no hay que esperar a que estos cabrones asesinen a un pobre hombre para defender a la democracia, que la democracia se defiende todos los días con la honestidad, la justicia y la educación, y no invocándola hasta la saciedad para justificar ese mundo falsario, indecente y mentecato de los grandes señores y señoras de la política.

Genealogía del fanatismo (E. M. Cioran, en Breviario de podredumbre)

En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado... Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.

Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión, el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo. Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: el que ama indebidamente a un dios obliga a los otros a amarlo, en espera de exterminarlos si rehúsan. No hay intolerancia, intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Que pierda el hombre su facultad de indiferencia: se convierte en asesino virtual; que transforme su idea en dios: las consecuencias son incalculables. No se mata más que en nombre de un dios o de sus sucedáneos: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son parientes de los de la Inquisición o la reforma. Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis místicas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis... Patíbulos, calabozos y mazmorras no prosperan más que a la sombra de una fe, de esa necesidad de creer que ha infestado el espíritu para siempre. El diablo palidece junto a quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos con los Nerones o los Tiberios: ellos no inventaron el concepto de herético: no fueron sino soñadores degenerados que se divertían con las matanzas. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.

En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre... Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñal; lo ojos llameantes presagian el crimen. Jamás el espíritu dubitativo, aquejado del hamletismo, fue pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la ineptitud para el quietismo, en la megalomanía prometeica de una raza que revienta de ideal, que estalla bajo sus convicciones y la cual, por haberse complacido en despreciar la duda y la pereza -vicios más nobles que todas sus virtudes-, se ha internado en una vía de perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y apocalipsis... Las certezas abundan en ella: suprimidlas y suprimiréis sobre todo sus consecuencias: reconstituiréis el paraíso. ¿Qué es la Caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla encontrado, la pasión por un dogma, el establecimiento de un dogma? De ello resulta el fanatismo -tara capital que da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía y el terror-, lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta... No escapan más que los escépticos (o los perezosos y los estetas), porque no proponen nada, porque -verdaderos bienhechores de la humanidad- destruyen los prejuicios y analizan el delirio. Me siento más seguro junto a un Pirrón que junto a un San Pablo, por la razón de que una sabiduría de humoradas es más dulce que una santidad desenfrenada. En un espíritu ardiente encontramos la bestia de presa disfrazada; no podríamos defendernos demasiado de las garras de un profeta... En cuanto eleve la voz, sea en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, alejaos de él: sátiro de vuestra soledad, no os perdona el vivir más acá de sus verdades y sus arrebatos; quiere haceros compartir su histeria, su bien, imponérosla y desfiguraros. Un ser poseído por una creencia y que no buscase comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Mirad en torno a vosotros: Por todas partes larvas que predican; cada institución traduce una misión; los ayuntamientos tienen su absoluto como los templos; la administración, con sus reglamentos -metafísica para uso de monos...- Todos se esfuerzan por remediar la vida de todos: aspiran a ello hasta los mendigos, incluso los incurables; las aceras del mundo y los hospitales rebosan de reformadores. El ansia de llegar a ser fuente de sucesos actúa sobre cada uno como un desorden mental o una maldición elegida. La sociedad es un infierno de salvadores. Lo que buscaba Diógenes con su linterna era un indiferente...

Me basta escuchar a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, escucharle decir «nosotros», con una inflexión de seguridad, invocar a los «otros» y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso como los tiranos y verdugos de gran clase. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible cuanto que los «puros» son sus agentes. Se sospecha de los ladinos, de los bribones, de los tramposos; sin embargo, no sabríamos imputarles ninguna de las grandes convulsiones de la historia; no creyendo en nada, no hurgan vuestros corazones, ni vuestros pensamientos más íntimos; os abandonan a vuestra molicie, a vuestra desesperación o a vuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido; son ellos los que salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y los «idealistas» arruinan. Sin doctrinas, no tienen más que caprichos e intereses, vicios acomodaticios, mil veces más soportables que el despotismo de los principios; porque todos los males de la vida vienen de una «concepción de la vida». Un hombre político cumplido debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; y de corrupción...

El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han sufrido por una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se ha cortado la cabeza. Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; por eso el espíritu se siente más a gusto en la sociedad de un fanfarrón que en la de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo donde se muere por una idea... Harto de lo sublime y de carnicerías, sueña con un aburrimiento provinciano a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se dibujaría como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad...

Comentarios

Reconozco que me fastidia tratar este tema, porque con él creo concederme una importancia exagerada e innecesaria, pero algunos de los que os dejáis caer de vez en cuando por este cuaderno parece que echáis de menos la posibilidad de hacer comentarios. Si he necesitado evitarlos no es tanto por silenciaros como por silenciarme, evitándome así, por pura cuestión de salud, las conversaciones abiertas y multitudinarias. Mi buzón ha estado todo este tiempo abierto de par en par, y algunos de vosotros lo habéis usado, comprobando que mi charlatanería sigue obstinadamente intacta. A veces me imagino en el futuro como el primer caso parlanchín de Alzheimer, como el primer muerto que sigue parloteando en la tumba…

Pero al grano. Creo que acumulan mucho mérito aquellos que leen todas estas pamplinas mías con regularidad, tanto como para acceder a su deseo de que los comentarios vuelvan a ser posibles. Soy consciente de que el mundo puede pasar perfectamente sin esta posibilidad, más aún, sin el propio cuaderno, pero tal vez toca aplicar esa máxima incontestable del qué más da, y decirse que a algunas almas refulgentes la cosa les alegrará una barbaridad. Gente rara y masoquista, sin duda…

Eso sí, antes de darle al botoncito me gustaría advertir que seguiré vuestros comentarios con cierta discreción y un poco de distancia, y por eso me perdonaréis si no acepto todos los envites ni respondo a todas las preguntas. Contad con que será para mí un esfuerzo añadido de comedimiento, por lo de mi locuacidad ingobernable. Vuestro afectísimo...

miércoles, 5 de marzo de 2008

Nomur se desvanece

“El verdadero saber se reduce a las vigilias en las tinieblas: sólo el conjunto de nuestros insomnios nos distingue de los animales y de nuestros semejantes”.

E. M. Cioran, Breviario de Podredumbre

La hallé por pura casualidad. Una de las excavadoras comenzaba a levantar los estratos superficiales de un pequeño cerro, y en mi ronda habitual de supervisión me sorprendió el brillo inusual de un objeto oscuro, que destacaba entre la arcilla removida. Habría permanecido enterrado aproximadamente a un metro del suelo. Detuve al operario para recogerlo, e inspeccionándolo sólo un instante le hice señas al conductor de la excavadora de que podía proseguir su labor, dándole a entender con mis gestos que lo encontrado no poseía valor alguno. Aún no comprendo por qué mentí desde el principio sobre la pequeña cartera; fue como un impulso inadvertido que entonces me pareció acertado y hoy me hace pensar en fuerzas imposibles como el destino.

Si la hubiera encontrado cualquiera de aquellos trabajadores, cuya única función era despejar la zona de una capa de tierra aparentemente inútil para nuestras investigaciones, no dudo que la historia que la cartera contenía yacería hoy en cualquier vertedero, incógnita y extraviada para siempre. Pero me tocó a mí descubrirla, a alguien cuyos ojos experimentan una sed casi física por los enigmas del pasado. Esa sed se calmó durante aquellos días, porque el asunto anduvo rondándome el pensamiento y desbaratando todas mis pretensiones. La lluvia ocasional me permitió justificar un tanto mi ausencia y mi abstracción, aunque el retraso en los trabajos superó al que la sola lluvia hubiera producido, y algunos compañeros empezaron a creerme enfermo. Ni siquiera a mi mujer me atreví a contarle la verdad, aunque debo admitir que entre todos mis éxitos arqueológicos ningún hallazgo superó nunca, ni tal vez supere jamás, a la cartera que un buen día resplandeció oscura entre la arcilla húmeda de aquellas excavaciones.

Al recogerla me dirigí inmediatamente a la oficina y me encerré en mi despacho. Tras limpiarla cuidadosamente con mi pañuelo, descubrí en su interior, resguardadas por varias solapas que habían conseguido impermeabilizarlas, las contadas páginas de una minúscula agenda caligrafiadas con pluma, con una letra diminuta que cubría toda la superficie del papel, y que en ese momento, así, a simple vista, me transmitieron una evidente angustia. Había leído la primera frase, “Viernes, 28 de julio de 1899”, una fecha que me estremeció de arriba abajo: ¡ochenta años! Pero una vez sentado ante mi escritorio no pude impedir que lo sorprendente me aplastase más y más conforme mis ojos recorrían los renglones nerviosos de aquel improvisado diario. La letra era minúscula, negra, incierta, a veces desesperada...


«Viernes, 28 de julio de 1899. Me he decidido a escribir. Todavía sé en qué día estamos, pero si sigue pasando el tiempo la memoria, que junto a estos maltrechos cuerpos es lo único que nos queda de nosotros mismos, puede comenzar a desvanecerse. No tengo más que estas hojillas menudas para escribir, y lo que dé de sí esta pluma mía de siempre. Los puntos y aparte pueden acercarme al final. Mi esmirriada escritura (las huellas de pulga que puedo oír mentar a Mara) me ayudan en esta labor de ir ganándole espacio a estas exiguas páginas. Llevamos una semana bandeando por estas tierras y no hemos encontrado un solo poblado, ni un alma. Tampoco lo esperábamos. El Congreso sobre Lenguaje y Verdad no se celebró para nosotros. Los profesores Rosa Estrada y César José Cancio habrán figurado como no asistentes, y todo por un insignificante detalle. O quién sabe si nuestras almas se han escindido y ahora compatibilizamos una vida previsible en aquel lado con otra de brutal pesadilla en éste.

»Rosa y yo nos conocíamos de hace mucho, aunque siempre desconfié de esta mujer resabiada y tan sólo aparentemente profunda. Ella se presentó en mi habitación la noche antes del inicio del congreso, por eso se me ocurrió lo del maldito paseo por los alrededores del Parador. Este se alzaba sobre una pequeña meseta, y desde allí la vista accedía a las tímidas luces de varias aldeas cercanas. Yo sabía que Rosa hablaría y hablaría sobre el congreso con esa filología de salón que tanto desprecio, y que las paredes de mi habitación oprimirían aún más mi ánimo; por eso le propuse el paseo. Sé que le asustaba la oscuridad, pero aquella noche su comportamiento declaraba de sobra su deseo de aventuras. Era tan sólo un paseo, y además por unos alrededores bastante cuidados, pero más allá de las diez de la noche y sin un solo rayo de luna que alumbrase levemente el camino la excursión podía calificarse de aventura. Descendimos atrochando por un camino amplio, Rosa suspendida como siempre en sus palabras huecas, monologando sobre la importancia del signo en la acción creativa. Con su perorata insulsa y pretenciosa, mi mente se ausentaba y se trasladaba a otros lugares, a mi casa en Nomur, al abrazo joven y sonriente de Mara, y deseaba no haber tenido que separarme de ella. Pero conforme la vereda se fue estrechando volví de mis vagabundeos y comencé a preocuparme. Dimos vueltas y revueltas por el robledal que vestía aquella ladera, y perdíamos con frecuencia tanto la vista del parador como la de los pueblos cercanos, que de cualquier modo iban quedando enterrados en las alturas colindantes. Pero hubo un instante en que Rosa cerro la boca y ambos permanecimos en silencio mirándonos, atentos al más mínimo ruido de la noche; el mundo parecía muerto. No cantaban pájaros nocturnos, ni se oían chasquidos de hojas al paso de ningún roedor o insecto. Habíamos caminado unos tres cuartos de hora. Tratamos entonces de encontrar el camino de vuelta, y luego de varios intentos frustrados creí reconocer la silueta de un roble inmenso recortado sobre el mar de estrellas. Suspiramos cuando el sendero comenzó a subir y a ensancharse. Pero las luces del parador y de los pueblos tardaban en aparecer. Creí, y con esa explicación calmaba a Rosa y a mí mismo, que el parador se mostraba invisible por ese efecto de las alturas que de pequeño siempre me desconcertó: cuando subía una ladera empinada, al llegar a la cima descubría tras ella otro monte mayor, y luego me preguntaba cómo podía haberse escondido tanto rato aquella mole gigantesca de tierra tras la primera cumbre. Pero ahora no podíamos andar lejos del Parador. De hecho llegamos pronto a la plataforma que coronaba la meseta, pero no nos recibió ninguna luz, ni ningún edificio. Se habían desvanecido las manchas luminosas de los pueblos, y sólo quedaba un gran agujero bruno vigilado por las estrellas; y dos personas solas y aterrorizadas por la noche total y la ausencia».


«Sábado, 29 de julio de 1899. Hoy, más de una semana después, he podido tirar de la magia del lenguaje para escribir con algo de serenidad sobre aquella funesta noche. Rosa lloró hasta quedarse dormida, y a mí acabó venciéndome el sueño entre el vendaval de disparates que se me ocurrieron como posibles soluciones al maldito suceso que nos tenía allí, postrados contra el tronco de un árbol y ovillados para vencer el relente, que empezaba a caer sobre los restos de calor de aquel día de verano. Afortunadamente el tiempo no se había detenido. La mañana nos sorprendió en la elevada llanura sobre la que debía haberse levantado el Parador, pero sólo encontramos árboles y un terreno comido por arbustos y helechos, ni un solo rastro de vida inteligente. Desde entonces hemos vagado por estas tierras desiertas, con la duda insalvable y desesperada de si todo será un sueño, aguardando a que algún empleado del Parador nos descubra y nos despierte: “han debido pasar frío los señores”… »


«Domingo, 30 de julio de 1899. ¡Qué ser más insondable es el hombre! Nunca se habrán expresado bastantes mentiras sobre él, nunca será ni mínimamente comprendido. Rosa y yo nos bañamos en los ríos y lavamos en ellos nuestra ropa, que se seca sin tardar con la bonanza de un sol que nunca falta; los nogales, las zarzas, los cereales que crecen espontáneos en los terrenos más abiertos, todo se nos ofrece para que subsistamos a nuestra desusada orfandad. Ni Rosa ni yo habíamos reaccionado aún del todo: nuestros movimientos han sido hasta ahora mecánicos, y sólo hemos cruzado palabras imprescindibles, porque pocas cosas nos han preocupado aparte del alimento. ¡Nos habíamos acostumbrado en pocos días a vivir como salvajes, habíamos arrojado nuestro pasado en el doloroso desván de esas certezas que el hombre necesita olvidar! Pero hoy es distinto. Los descubrimos desde un saliente de piedra, sin atrevernos a llamar su atención. El grupo de… no sé cómo llamarlos, si monos o humanos, ha hecho una fogata y asan un jabalí con toscos movimientos. Llevamos todo el día persiguiéndolos. Por la mañana Rosa y yo dormíamos al resguardo de una pared que interrumpía la falda de un monte, creyéndonos solos en este áspero mundo, pero de pronto oímos una tremenda algarabía, gruñidos y golpeteo de maderas. Con mi dedo en su boca indiqué a Rosa que no hiciese ruido y nos ocultamos en la oquedad que, unos metros encima de nosotros, se abría en la pared. Comenzaron a llover animales: un par de jabalíes inmensos y otro animal aún mayor que me pareció un buey, despeñados en al pie de la pared rocosa. Todos se debatieron unos instantes, moribundos, y pronto dejaron de patalear. Hicimos un tremendo esfuerzo para no gritar cuando contemplamos cómo una horda de hombres desnudos, robustos, de escasa estatura, con la espalda arqueada, una sola ceja prominente y la frente, los ojos y la barbilla hundidos, se abalanzaban furiosos sobre las fieras, a las que atravesaban con sus lanzas de madera, sin dejar de blandir en ningún momento contra ellas unas antorchas rudimentarias. Ante nuestro asco despedazaron a los animales con unas piedras, usadas como las hachas de mano que llenan los museos de arqueología, piedras que uno de los hombres traía envueltas en una piel que parecía de zorro. Los jabalíes fueron casi totalmente aprovechados, pero al buey le cortaron la cabeza y los miembros y el resto fue abandonado en el lugar. Cuando se hubieron marchado, cautelosamente, seguimos su rastro. A los dos nos embargaba un miedo extremo, pero también sabíamos que aquellos salvajes eran los únicos vestigios humanos en aquel desvarío de mundo. Luego de caminar casi todo el día, llegaron a un claro de la floresta donde unas mujeres, con su mismo aspecto, emitieron unos extraños gritos de alborozo. Y ahora, agazapados entre unos arbustos no lejanos, contemplamos su festín. Se mueven como si su pensamiento consistiese en una sucesión de sueños deslavazados, considerando cierta la primera hipótesis que se les ocurre para explicarse todos los enigmas que los rodean. Pero la oscuridad empieza a desplomarse sobre nosotros, y tenemos que alcanzar unas cuevas que descubrimos en el camino, y recoger ramas para cubrir nuestros cuerpos en la noche».


«Miércoles, 2 de agosto de 1899. Ayer, una vez que los primitivos se sintieron hartos de la carne del enorme tigre que habían cazado, y de gran cantidad de bayas y raíces que tenían apiladas junto a la carne, observamos a uno de ellos dirigirse a una de las mujeres y apartarla unos metros del grupo. Tras algunos forcejeos, que unas veces parecían lucha y otras juego, fornicaron durante un buen rato. Tanto Rosa como yo contemplamos el suceso como dos seres que han perdido la capacidad de asombro. Pero algo se despertó en nosotros, algo que abría un leve resquicio en nuestra amnesia, una pequeña chispa de lucidez con la que, sin mucho esfuerzo, podríamos comenzar a recordar nuestra pasada existencia. Como ya escribí, Rosa ha sido siempre una mujer algo indeseable, frívola, insustancial, plagada de apariencias y con la suficiente vanidad como para enfurecer a la persona más paciente. Pero ese crujido que ambos sentimos ayer, tras ver lo sucedido entre el hombre y la mujer primitivos, hizo que nos mirásemos de otro modo: el pudor que ambos habíamos demostrado al bañarnos o mientras nuestra ropa se secaba desapareció. Nos desvestimos furiosamente, olvidando que aquellos seres podían oírnos, y nos enlazamos durante una eternidad en una danza de sudores que nos hizo sentir que aún vivíamos, que no habíamos muerto del todo. No fuimos descubiertos gracias al ruido de una tormenta que se desató pocos instantes después de comenzar nuestro renacer. Hemos partido de cero, hemos recuperado de una vez el pasado y la solidaridad, la capacidad de olvidar las diferencias para mitigar un tanto nuestra soledad. Durante varios días hemos seguido a estos seres, que van sin rumbo fijo, de un lugar para otro… Hoy nos topamos con una especie enana de caballo; cruzaba al galope una llanura y se detuvo cerca de donde estábamos. Pude contemplar en el animal una mirada triste, y quise creer que se dolía silenciosamente por la perdida hegemonía que desde muy atrás habría gozado, tal vez destronado ahora por los tigres gigantes de enormes colmillos, o quizás por los osos y los elefantes».


«Sábado, 5 de agosto de 1899. En estos días hemos descubierto animales muy parecidos a los que conocimos en el otro lado, pero con algunas diferencias, sobre todo de tamaño: alces, ardillas y martas, ciervos, bisontes, rinocerontes lanudos como ovejas, bueyes salvajes y caballos, renos, elefantes, osos… Uno de estos enormes osos nos dio un susto de muerte. Caminábamos por la ribera de un riachuelo y en un recodo nos apareció un ejemplar gigantesco. Cuando advirtió nuestra presencia se irguió inmediatamente, profiriendo rugidos pavorosos. En pie como estaba debía medir unos cuatro metros. Ni Rosa ni yo movimos un sólo dedo, yo más por parálisis que por valor, y Rosa porque se desmayó nada más aparecer el oso. De todas formas, huir era imposible. El oso se nos acercó, nos olfateó y se alejó seguidamente hacia un árbol cercano a la ribera, una especie de chopo negro. De nuevo erguido se dedicó a limpiar de hojas las ramas que estaban a su alcance. Recogí a Rosa y nos alejamos del lugar. Nuestro ánimo, dentro del temor y la incertidumbre, se va serenando. Vamos aprendiendo a sobrevivir en este infierno».


«Domingo, 6 de agosto de 1899. Hemos perdido a la horda. De nuevo nos encontramos solos en este imperio de mentiras sin palabras. Otra vez nos gana la angustia, y ya no nos basta la compañía mutua, porque el desamparo es tan enorme como estos animales que nos acechan».


«Martes, 8 de agosto de 1899. Escribo, debo escribir, hasta que se agote la tinta o el papel, hasta que mi horror se acalle y sea la muerte definitiva. ¡Las malditas bayas!, le dije que no las tomase, que aquéllas nos eran totalmente desconocidas, que no había rastros de que animales u hombres hubiesen trasteado en aquellos arbustos. ¡Maldita seas por siempre, Rosa Estrada, maldita tú y tu cuerpo! ¿Qué me espera…? Ahora sólo mi mano gestando estas palabras y la caída del lamentable manantial de mis lágrimas pueden prestarme el sosiego que necesito. Estas hojas son un motivo estúpido, ¿qué me importan? Aunque son un motivo al fin y al cabo, porque Mara es sólo un nombre falaz y tú, Rosa, te entregaste a ellos para acabar. ¿Por qué gemiste, por qué si sabías que te morías de todas formas? ¿O fue mi reloj y el sol, los reflejos, sus ojos encandilados por otra luz más pequeña entre los árboles? Han venido, Rosa, y te han llevado, y mi conciencia se ha podrido cuando, oculto yo, te han arrastrado en tu agonía hasta su vivac de ramajes… Rosa, me duele la puntuación, me queman las palabras, porque por fin descubro su primera función: huir, servir de salida y olvido al espanto. Cuando tus pechos dejaron de temblar ellos acabaron de lanzar esos gruñidos tenues como una liturgia, asieron sus piedras afiladas y supieron de tu carne dulce, de la miel medular que atesoraban tus huesos abiertos en canal. Ha sido tu más digno homenaje, el horror de una vez para sellar mis ojos e inmunizarme de otras ideas humanas».


«Viernes, 11 de agosto de 1899. Ya no queda nada, ni tinta, ni papel, ni hombres, ningún futuro tras el horizonte, el mundo desnudo y la angustia de estar muerto con los ojos de par en par».


Las frases finales se apretaban contra el borde inferior de la última hojilla. He buscado sus nombres sometido por la misma angustia. César José Cancio y Rosa Estrada figuraban como invitados al Congreso Internacional sobre Lenguaje y Verdad, que debió celebrarse entre el viernes 21 y el domingo 23 de julio de 1899, en el Parador de la Senda, en la comarca de Abrezo. Nomur es una ciudad demasiado grande, y nadie responde al apellido Cancio. Ninguno de los dos reza como asistente efectivo al congreso, ni figuran motivos que excusen su incomparecencia. En el Parador de la Senda se pueden ver, en un apolillado libro de registro, sus dos firmas, pero marcadas con una nota de ausencia sin aviso previo. No he podido acceder a los registros de la policía, pero seguramente su desaparición levantó revuelo durante algunas semanas, y luego se disolvió en plena eternidad. Desde la colina donde se levanta el edificio se alcanzan con la vista tres pueblos que por la noche se encienden entre el tupido ramaje de los robles, y yo no puedo evitar estremecerme, porque en algún lugar de aquellas tierras tuvo que haber vagado, hace centenas de miles de años, un hombre despierto y solo.

martes, 4 de marzo de 2008

Noche de seis cuerdas

Preciosa ilusión, dulce pensamiento, emocionante Rêverie de Regondi, que se desliza hasta la oscuridad acogedora de un Nocturne pintado con tristeza y profundidad. Gaëlle está cansada, se le nota, y la sala fría de temperatura y de público no colabora para calentar sus dedos. Aun así, la emoción que dibujan sobre las cuerdas…

Luego llega el 20 Avril de Ohana, y sólo sé decir que da contraste a Regondi y a Pujol que espera. Mi rezagada sensibilidad aún no alcanza a percibir el espíritu de estas notas, pero a continuación Pujol se remueve en mi interior, en mi pasado, en la tierra que se asentó sobre mis pasiones, y así caminamos de la Tonadilla al Tango, para acabar con una Guajira que cambia el ritmo de los latidos de mi corazón.

Un descanso, y entonces Schubert, el hombre que –hoy lo supe– viene con los años, que cuenta historias que llegan poco a poco, y que cuando te alcanza conmueve tus afectos hasta el dolor. Y Falú, ah, qué hermosura, qué desconsuelo de tan lejos, qué otoño de brisas cansadas y de sueños… Y para acabar Rodrigo, su invocación ancha y oscura, hospitalaria y cercana, y su danza rotunda.

Los dedos de Gaëlle, aun cansados, han volado por el aire con alas morenas… Sevilla vacía resonando, Sevilla con seis cuerdas…

domingo, 2 de marzo de 2008

LOS PLANETAS DE HOLST, Teatro para niños (y VII)

Acto 7º y último. NEPTUNO, EL MISTICO


 
Neptuno sale brillante a un escenario oscuro, donde danzando con suavidad, yendo de un lado a otro de la escena, coloca, colgándolas, estrellas en el fondo nocturno del cielo; Neptuno gira con elegancia bajo las estrellas.Cansado, se sienta en el centro de la escena en posición de loto. Al poco van apareciendo personajes y objetos abstractos a su alrededor, figuras imposibles con objetos imposibles. Y a éstos, que pronto se desvanecen, los sustituyen otros personajes oscuros, que llevan con ellos insectos transparentes y encendidos que inundan la escena.Neptuno sigue inmóvil con los ojos cerrados, pero en cierto momento lo despierta un canto de mujeres, que espantando a los insectos brillantes entran en la escena. Neptuno, aún dormido, es conducido por las mujeres y llevado de un lado a otro de la escena, caminando sin rumbo, dejando que por detrás de su paso un velo oscuro, salpicado de estrellas fugaces, oculte el cambio de escenario. Al fin, Neptuno es depositado sobre el suelo, las mujeres desaparecen y el fondo se va encendiendo: unas montañas aterciopeladas, un castillo de cuento, un lago dulce como un susurro…Todo se oscurece en el último instante, y queda el místico iluminado, abriendo de par en par los ojos y sacando un libro de entre sus ropas. Así queda, leyendo.
(Nicolas Poussin, El triunfo de Neptuno)

sábado, 1 de marzo de 2008

Delicia en la madrugada

Joni Mitchell, inenarrable, acompañada de un Metheny jovencito y un Pastorius que demuestra una vez más que no bromeaba cuando decía que era el mejor bajista del mundo...