El pasado, aun con sus perlas insustituibles, abate por el aroma enternecedor que trae la nostalgia: mirad la gran peña, la vista soberbia sobre el manto concluyente de la sierra, y la chiquilla que, sentada muy cerca, roza mis deseos juveniles; luego yo regreso a la gran ciudad, quedando ella en su paraíso de dehesa y silencio, para que de inmediato vuele hasta ella mi carta agitada y emocionante, y entonces la eterna espera del correo, las jornadas de imaginación, sus manos rasgando el sobre y sus ojos navegando por mi caligrafía; y su respuesta como una sencilla melodía de Debussy…, el tempo del amor.
Hoy sólo queda humo, sólo humo, rasgones desvaídos de aquel derroche, ecos últimos y afligidos de aquel exceso…
Porque luego, cuando ella se vino con sus paisajes a la ciudad, yo la visitaba en las noches claras de verano, y descubría sus secretos en los bancos solitarios, entre esa bruma de jazmín que convertía los edificios en palacios. Ya entonces ella difería las caricias, y dosificaba la ternura con la manía calculadora y distante de las diosas; pero el juego estaba escrito en los siglos y yo me entregaba a él hasta la embriaguez. Y así, cuando en la calle las mismas sombras se derretían, en la placidez de una sobremesa candente, la hallé tendida en la obstinada penumbra de su habitación. Tímida, se había guardado con las sábanas innecesarias el cuerpo desnudo, blando refugio donde ocurrió el incendio de mis sentidos. Forcejeamos infantiles, inexpertos, rezagados en la quietud de un mundo desierto…
Humo, sólo humo, perfumes caducos, acerbas fragancias de aquellas mentiras que alimentaron a mi alma anhelante con sus mezquinas promesas. Humo sobre el que sostengo el peso insoportable de mis días…
Porque luego, cuando ella se vino con sus paisajes a la ciudad, yo la visitaba en las noches claras de verano, y descubría sus secretos en los bancos solitarios, entre esa bruma de jazmín que convertía los edificios en palacios. Ya entonces ella difería las caricias, y dosificaba la ternura con la manía calculadora y distante de las diosas; pero el juego estaba escrito en los siglos y yo me entregaba a él hasta la embriaguez. Y así, cuando en la calle las mismas sombras se derretían, en la placidez de una sobremesa candente, la hallé tendida en la obstinada penumbra de su habitación. Tímida, se había guardado con las sábanas innecesarias el cuerpo desnudo, blando refugio donde ocurrió el incendio de mis sentidos. Forcejeamos infantiles, inexpertos, rezagados en la quietud de un mundo desierto…
Humo, sólo humo, perfumes caducos, acerbas fragancias de aquellas mentiras que alimentaron a mi alma anhelante con sus mezquinas promesas. Humo sobre el que sostengo el peso insoportable de mis días…
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