lunes, 1 de agosto de 2016

Venezia, puertas

P1160291Podría jurar que entré en el laberinto de Venezia por una de esas puertas misteriosas que abundan en la ciudad, por cualquiera de ellas.

En realidad llegué en tren, pero tanto la amplia llanura que desde Bolonia conduce a la ciudad, como la propia estación, parecían pertenecer a un mundo diferente, a uno gobernado por otro registro de colores, a una realidad en tonos demasiado habituales para llamar mi atención.

Al llegar, después de caminar expectante por los gastados andenes, salí a la extensa y bulliciosa plaza de la estación de Santa Lucia y me sentí como Dorothy, cuando después del tornado P1160078abre la puerta de su casa y se encuentra con el espectáculo de Oz.

Venezia está siempre bañada por una luz extraña. Incluso cuando el sol abrasador cae a plomo sobre sus fondamente (esas aceras que acompañan desnudas a los canales) y las enciende con toda su energía, refulgiendo doblemente sobre las aguas y conjurándose con la humedad del aire, Venezia posee una luz particular, noble, delicada. No es el sol, demasiado colosal para andar matizándose en este o en aquel rincón del planeta, demasiado dependiente de las estaciones. Tampoco es el aire, ni el agua siquiera, aunque en Venezia lo bañe todo con su cristal y su alma marítima. No. Lo que pinta a Venezia de un color inusual es el propio laberinto, es el caos retorcido de muros y sombras; P1160080son los siglos y los pasos innumerables que la historia condujo por estas calles. Son las corti secretas con sus pozos, a salvo siempre de la horda de turistas, y los recovecos inesperados, los sotopòrtegi que te desvían de las rutas prácticas, P1160089el rompecabezas inabarcable de sus palazzi y sus campi, con sus plantas irreproducibles y sus fachadas primorosamente resquebrajadas.

Detrás de cada puerta se esconde un misterio. No sólo hay tras ellas historias desconocidas, no sólo el rumor de unas vidas sólitas teñidas por la canción y la sangre de tantas épocas. Hay también mundos fantaseados, jardines imaginarios, como el jardín que no existe tras aquella puertecita en la base del Palazzo Berlendis…

P1160373Era un edificio donde, a la vista de la laguna y de la isla mortuoria de San Michele, dicen que Nietzsche escribió Aurora. Una chica leía un libro sentada en las gradas del puente, apoyada en la balaustrada, y yo venía de vagabundear por las callejuelas solitarias, sobrecargado de tanta belleza, abrumado por el silencio de los canales, por la virtud de los puentes en aquel dédalo de hermosura. P1160376Por fin alcancé a ver el Palazzo, casi ruinoso, claramente expuesto a los aires salados de la laguna. Un tendal con ropa colgaba en las ventanas inferiores, bajo un aristocrático balcón que mostraba una puerta central cerrada y dos ventanas laterales abiertas. Lo que se divisaba en las ventanas me indujo a creer que aquella había sido justo la residencia del filósofo. En una de las ventanas se distinguía P1160372parte de una lámpara inmemorial, ocultando casi del todo el artesonado del techo. En la otra se adivinaba un cuadro pintado en la pared. Quise creer que aquella vivienda no había cambiado mucho desde los tiempos en que Nietzsche la ocupó, y por eso el lugar me estremeció.

La Fondamenta Misecordia relucía señorial. A mi derecha, a la sombra, en la fachada que P1160373bdaba a las Fondamente Nove, estaba la puertecita, cerrada. Unos metros más allá quedaba la entrada a la Corte Berlendis, un callejón devastado por los años en el que me recibió el frescor propio de la penumbra y del silencio absoluto. Hileras de ventanas atrancadas por las telarañas, algunas puertas igualmente clausuradas. Muy arriba, el cielo parecía sólo un lejano sueño. Una de las puertas, especialmente rica, podría haber sido una de las entradas principales al Palazzo. Concebí la mano de Nietzsche apoyada sobre el tirador herrumbroso. El callejón desembocaba en la calle Berlendis, que se perdía a la derecha en meandros solitarios y a su izquierda se detenía al borde del agua. Mundos dentro de otros mundos…

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P1160384Deseando volver entre los vivos, deshice mis pasos hasta salir otra vez a las Fondamente Nove. Justo al pasar por la puertecita surgió de ella un hombre joven, rubio, elegante, con ropas exquisitas. Su distinción, su porte hicieron de pronto juego con la historia, con el laberinto, con la luz y el murmullo de una vida que nada tenía que ver con la de todos los días. Aquel muchacho parecía pertenecer a un territorio diferente al de la razón, a una existencia prodigiosa y callada. Cerró la puertecita con llave y me adelantó por el puente. Yo me quedé allí parado, soñando con el jardín interior al que daba paso la puertecita, con un jardín que no existe. Me quedé pensando en el profesor Aschenbach y en su obsesión por la sublime perfección de Tadzio. Por un instante creí que había sentido una pulsión homosexual, pero luego pensé con preocupación que acaso comenzaba a vencerme la pura belleza de Venezia, porque durante aquella hora de soledad había vagado entre tanta maravilla sin protección alguna. Tal vez hice una incursión en la locura; quizás me adentré en territorios donde la estética puede asfixiarte. Pero ¿acaso la locura, una vez visitada, no se queda un poco con nosotros? ¿Por qué, si no es por locura, sigo convencido de ese jardín que sé de cierto que no existe? ¿Por qué Venecia me parece estar mucho más allá de donde dicen los mapas?

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