jueves, 30 de agosto de 2007

Cosas de la prensa

Echo un vistazo a El País de hoy y dos detalles me llaman la atención: uno que ya me la ha estado llamando todos estos días de pasión que hemos pasado en Sevilla, un tema que, para pasmo de cualquier sevillano de bien, no se ha visto reflejado aún en ninguno de los blogs que suelo leer. La muerte de Antonio Puerta se ha convertido, como casi todo en esta ciudad, en tema de Pasión. Hasta ahí todo bien, la verdad, porque como dice un buen amigo, si tuviéramos a toda esta gente sin saber en qué gastar su adrenalina, lo mismo teníamos que añorar al bendito fútbol. Todos podemos reconocer sin esfuerzo las trazas de la omnipotente masa en nuestros propios sentimientos, y así he de reconocer que todo eso de la unión de las aficiones para despedir a este pobre chaval me ha emocionado por momentos. Yo estaba viendo el partido cuando Puerta se desplomó en el suelo, y la cara con la que se levantó de su primer desmayo me hizo presagiar lo peor. A partir de ahí, el hecho de que este hombre fuera futbolista o fontanero creí que era lo de menos. Eso es lo que repetían todos los medios, y lo que decía la gente en el trabajo, en el autobús, en los bares... Cuando una persona, además tan joven y tan dinámica, se hunde en una de estas situaciones, todo los detalles se deberían difuminar a su alrededor, y deberían quedar desnudas la vida y la muerte, y claro, el dolor, la incomprensión esencial, la impotencia ineludible, y la compasión. Pero compasión con esos padres que deben estar sumidos en un dolor nada fácil de soportar, y con la mujer que lleva en su vientre un enternecedor resto de la ilusión de este hombre, con su familia, con sus amigos e incluso con sus compañeros de trabajo. Muy lejos de esto, la despedida del pueblo sevillano a Antonio Puerta ha sido, sobre todo, una reivindicación del fútbol como hecho religioso, con capillas ardientes construidas con trofeos y banderas, con gritos de despedidas que eran himnos al fútbol, recuerdos de goles, ríos de lágrimas de pasión pero muy pocas de verdadero y desnudo dolor. Antonio Puerta y su muerte se han diluido completamente en todo este guirigay, que, no me cabe la menor duda, será muy, muy rentable para los dos equipos de la ciudad. Y pienso, leyendo hoy el periódico (¿quién me manda a mí...?), que si yo hubiese sido el padre de este chaval, de algún modo habría enviado a las masas fervorosas de vuelta a sus casas, y que allí, si quisieran, y sin pasiones prefabricadas, lloraran en silencio a mi hijo...

El otro tema resulta más baladí, pero en su corolario igual de enojoso: leo en el mismo periódico la sección veraniega de Millás, una sección titulada La Cerbatana, en la que nos cuenta, muy en su papel veraniego, sobre unos improbables Impostores aristotélicos. El artículo tiene toda la pinta de estar escrito desde alguna playa concurrida, y con ese mismo dejo de cansancio con el que yo cumplo mis obligaciones más administrativas en pleno agosto. Al acabar, me pregunto por qué en vez de su firma, o la de la asombrosa Elvira Lindo, por poner sólo dos ejemplos, no veo ahí la de muchos de vosotros; o por qué en vez de las penosas viñetas de Máximo, las obvias de Peridis o las inexplicables de Erlich, no aparecen las de nuestro amigo Alberto Montt. Tanta civilización para esto...

miércoles, 29 de agosto de 2007

Noche y beso

Dad bailaba con cierta torpeza, pero el alcohol le concedía la confianza suficiente para removerse sin demasiada gracia al lado de Kissy, que, ella sí, ejecutaba movimientos sinuosos, y se detenía de pronto y lo besaba y se besaban, intercambiando caricias prohibidas. El cuerpo de Kissy suponía un regalo aún inesperado, que se arrimaba a él sin pudor, permitiéndole jugar en la oscuridad sin la molestia de tener que ganarla.

El local ocupaba varias plantas, y mientras la música retumbaba en las dos superiores, en la inferior todo transcurría con más suavidad, con grupos que charlaban y tomaban bebidas exóticas. Arriba, sin embargo, los combinados llegaban desde la barra sin importar demasiado los ingredientes. Dad resbalaba por el tobogán proscrito del placer: esa noche uno de sus muchos personajes interiores se había hecho con la plaza, había tomado sus sentidos y rotundo había decidido dejarse llevar por los atractivos de Kissy. Si la besaba, los labios de la muchacha adquirían los sabores más insospechados, y cuando Dad se separaba de ella y la dejaba allí, rodeada de gente, asombrando con sus serpenteantes movimientos, entonces, hiciese lo que hiciese, lo envolvía una excitante espera hasta el siguiente beso. Allí estaba él, en manos de Kissy, perteneciéndole durante una noche de paréntesis, con un lugar reservado justo a sus espaldas, desde donde muy pronto volvió a abrazarla y a aspirar su aroma trasgresor.


Pero una vez en el laberinto de penumbras de la noche, el único límite con el que Dad podía toparse era el amanecer. Y así fue cómo en uno de sus paseos a la barra coincidió con Keelan, que esa noche venía acompañada. Cruzó con ella una mirada que le sorprendió, pero en el fragor del instante creyó haber visto visiones. Un minuto después, luego de dar un beso de paso a Kissy, se apoyó sobre una columna para paladear concentrado su bourbon con cola, y en uno de esos sorbos, a unos metros, vio pasar a Keelan, que tomaba las escaleras para subir a la planta de arriba, probablemente en dirección al baño. Dad no lo pensó demasiado, confió su vaso a un amigo, y subió también las escaleras, aunque con el primer peldaño comprendió casi simultáneamente dos cosas: primero, que sin duda iba a buscar a Keelan, lo que lo sorprendió como si el acto de seguir a la muchacha hubiese sido puramente reflejo; y segundo, que jamás se cruzaría con ella si subía unos segundos después, porque ella estaría ahora dentro del baño, además de que arriba habría mucha gente, y a unos metros de aquel lugar andaba Bertrand, el acompañante de Keelan, y Kissy, y todos los amigos que se quedarían estupefactos si conocieran los motivos que movían a Dad escaleras arriba. Aun así, Dad siguió subiendo lentamente los dos tramos de escalera, y justo al llegar arriba, de las sombras de la planta, surgió Keelan. No supo cómo se encontró abrazado a ella, tratando de abarcarse mutuamente con manos que medían y comprobaban y esculpían…; estrechados en un beso salvaje, un beso que otro de sus personajes, éste de los más retorcidos, lo había impulsado a dar. O a recibir, porque jamás supo quién de los dos había iniciado ese beso. Un simple beso que se transformó en un viaje fugitivo e inolvidable a las tierras lejanas de donde surgen las noches…

martes, 28 de agosto de 2007

El rótulo

Ahí, a la derecha, en ese pequeño rótulo gris que sobresale de la pared, rezan tres palabras curiosas. Pertenece a una tienda de repuestos de goma y recauchutado, cerrada ya hace unos años. La tienda era una sucursal relativamente reciente de una empresa muy antigua, en cuyo germen participó mi padre como trabajador especializado. Él solía contarme una y otra vez la historia de su paso por la empresa. Con su habitual modestia, declaraba que se había hecho imprescindible por su labor escrupulosa y creativa, porque fue él quien mejoró las técnicas del moldeado de piezas y el que sacaba a la empresa de cualquier apuro sobrevenido.

El dueño, un hombre imagino que bastante chapado a la antigua (hablamos de finales de los cuarenta, principios de los cincuenta del siglo pasado), tenía varios hijos, y con uno de ellos, ávido de protagonismo en la empresa, tropezó mi padre que, según contaba, tuvo que irse por no enfrentarse a este muchacho y no poner entre la espada y la pared a su patrón, al que le unía una relación de profundo aprecio mutuo.

Después de muchos años, cuando aún estaba abierta, y en el camino de vuelta a casa, descubrí esta tienda que me hizo evocar la historia tantas veces escuchada. Luego la cerraron, y el local, situado en la circunvalación histórica de Sevilla, se fue pudriendo lentamente. Hará sólo unos meses que descubrí este pequeño rótulo, que es la única señal que queda de la tienda, y sobre el que están pegadas con descuido tres palabras curiosas: calidad, conveniencia, cortesía. La primera vez que las leí tuve la sensación de que el rótulo tocaba conceptos de importancia, como si esas tres palabras designaran, con sencillez y contundencia, todo el lastre que la civilización occidental anda soltando para ir más y más deprisa. Y luego, pensándolo mejor, concluí que no me equivocaba demasiado.

domingo, 26 de agosto de 2007

Mann, Mendelssohn, Ana y Jorge


Me revuelvo en el ruido de mis tareas, en el fragor silencioso de prisas y conversaciones, rebuscando en el mundo virtual, mirando de reojo el libro de Mann como si realmente fuese una montaña mágica, una cumbre dispuesta allá, bien arriba, brillando nevada y serena. Mi gente va y viene, leo esto y aquello, me detengo y escribo unas frases, me arrepiento de mi pereza, de mi dispersión, de mi impaciencia manifiesta. De pronto lo cierro todo, recojo velas, o tal vez debería decir que las extiendo. Me acomodo en un rincón del sofá, cerca de la montaña; me coloco las gafas de leer (un gesto casi litúrgico) y reanudo la escalada en la insólita y platónica amistad de Hans Castorp con un tal Hippe. El silencio que se crea de pronto en mi salón casi me molesta, así que pulso el mando y elijo uno de los seis discos que andan metidos en el cartucho del equipo, y comienza a sonar un coro melancólico. Es el Salmo 114 de Mendelssohn, y entonces detengo un minuto la historia de Hans Castorp, porque algo ha surgido en la atmósfera de mi salón, un verdadero, intenso y fecundo silencio. No sé por qué, advierto una especie de consanguinidad con Ana, tal vez con la lánguida elegancia de su foto, con los muchos silencios parecidos que parece representar. Y luego también pienso en Jorge, en esa fuerza destructiva al servicio del estremecimiento, que lo emparenta con nuestro amigo rumano común…

Bueno, este mundo, pienso, no debe andar haciéndome tanto daño…

Bom dia tristeza


Tristeza naranja, zumo dulce de tristeza, distancia y tristeza, bocas dedos que callan, palabras que aguardan flotando en el limbo del silencio, en la penumbra de nuestros sueños diferidos, eternamente diferidos bajo la llovizna triste, tristeza encapotada, palabras hojas manos cumpliendo un otoño largo, una tristeza que se queda a vivir aquí, a nuestro lado.

Intento de poema

Subes a mí
caes del infierno
los labios cargados
el pecho sediento
el imán de tus manos
las conduce a mi pelo
y las pierde las enreda
yo te alzo te enciendo
rescribo tu cintura
con la sal te sublevo
y la nostalgia del mar
te convierte en velero
navego tus costas
acaricio tus senos
leves como el agua
para mi sed dispuestos
y entonces el delirio
y entonces el exceso
el desorden la insolencia
y un temporal de besos
besos dentelladas
besos mansos y tersos
besos de hambre antigua
besos dentro de besos
nos clavamos miradas
nos herimos nos tememos
mas lenta mansamente
a su cauce vuelve el tiempo
todo duró un suspiro
un suspiro en el silencio
y ahora mi piel se aleja
de tu piel de tu incendio
reza triste la calle
mojada del aguacero
ya pasó la tempestad
y el sol asoma sus dedos
para secar los caminos
para secar los recuerdos

jueves, 23 de agosto de 2007

Arte de usar (y tirar)

Acabo de llegar del trabajo, no demasiado cansado, porque es agosto y todos los jefes andan indolentes tostándose en la playa, pero sí agotado por la calor que cae sobre Sevilla. Me siento ante el almuerzo y el telediario ha soltado ya las noticias de portada, los numerosos y preceptivos sucesos, y los últimos e imprescindibles fichajes del Real Madrid; y claro, ahora llega el momento de relajarse con la Cultura.

A nadie se le escapa que las secciones culturales de los telediarios son espacios de publicidad con su correspondiente precio, que se contratan como se contrata un anuncio o una contraportada. Esta vez la parte contratante es la distribuidora del nuevo disco de Manu Chao. Lástima mi pésima memoria que no se quedó con la descripción que, sobre el fondo de un vídeo-clip, la presentadora del telediario hacía del disco. Pero no importa, supongo que es un texto que se proporciona junto al pago del asunto, así que si miro cualquier página en Internet conseguiré algo parecido. El vídeo está realizado por un amigo de Manu Chao, un artista audiovisual polaco que ha inventado una danza de cientos de figuritas que así, a modo de collage, bailan al ritmo de la música.

Veamos, he leído que, con este disco, titulado La Radiolina, un disco “saturado de críticas sociopolíticas como es su costumbre”, Manu Chau “satiriza al presidente de EEUU George Bush con nariz de payaso y la palabra democracia entre signos de interrogación (…). Mensajes del tipo ‘demasiada hipocresía en Palestina’ y ‘este mundo se vuelve loco’ son los que se podrán escuchar en los clips de esta nueva entrega del cantante (…). Tras 'Clandestino', 'Próxima estación...esperanza' y un DVD en directo, el ex-líder de Mano Negra publicará su nueva obra, que le muestra en la portada con una camiseta negra que reza 'El Golfo', pantalones claros y, a sus pies, la leyenda 'Y ahora qué'”.

En ningún lugar del texto promocional se habla de la música que hace este buen hombre, y es que, al menos en este “clip” promocional que ilustró la noticia del telediario, la música parecía ser lo de menos. Hay insustituibles compositores que han jugado con la reiteración, incluso con la sencillez de sus obras, y algo así debe ser lo de Manu Chao, porque la música sonaba repetitiva, demasiado simple y como igual que otros miles de éxitos. En concreto, juraría que Manu Chao tiene colgado en la cabecera de su cama un retrato del latoso Marley fumándose un porro de kilo. Cualquier desaprensivo podría blasfemar diciendo que la música parecía lo de menos en el “clip” del francés, una mera excusa para poder ponerle a Bush su naricita de payaso o para llenar de portentosas interrogaciones a la palabra democracia. O también para enseñar la camiseta de golfo…

Veréis, tal vez ya lo haya soltado en otro sitio, pero ahora sólo quería explicar que una cuestión es la de la libertad que cualquiera tiene para disfrutar con lo que se le antoje, y otra muy diferente que admitamos que todos los aficionados a la música debemos esperar con impaciencia una “nueva entrega” de la “obra” de Manu Chao. Como por desgracia pasa en otros tipos de arte, la música se ofrece siempre como algo gratuito, y es utilizada sin pudor de un modo en el que nuestros gustos pintan más que la música en sí. En otras ocasiones, nos quedamos pillados por el mensaje de tal cantautor (autocantor en muchos casos, como decían Les Luthiers), por la pose tan moderna y particular de este grupito, por la originalidad papanatas de aquel otro. O también (y sobre todo) por la machacona distribución de los productos: Bruce Springteen es el Boss, es decir, sagrado, y U2 un grupo increíble, y si te atreves a calificarlos como superficiales e insoportables, bueno, te la has cargado. Pues bien, no sólo afirmo esto, sino que el tema estrella del nuevo disco… perdón, de la nueva obra de Manu Chao es una soberana porquería, y no sólo este tema, sino todos los que he tenido la desdicha de escuchar en radios y fiestas. Ea, ya lo dije. Vehemencia a raudales…

Pero en lo que yo quería incidir era en lo otro: todos podemos jugar con la música, mezclarla con la poesía, con el mensaje revolucionario, con la estética, con camisetas de golfos o vueltas ciclistas, con sensaciones que sólo uno puede explicar… Yo mismo creo haber reconocido en algún sitio (y con orgullo) mi debilidad por individuos que tienen poco de músicos, pero cuyos temas se mezclan con recuerdos y sensaciones difíciles de extirpar; aun así, líbreme el cielo de defender su valor artístico. Todos tenemos la libertad de usar y de destrozar el arte, pero tal vez el reverso de esa libertad nos exige (sin exigencias legales, claro) buscar las delicias artísticas con cierta inteligencia, sin sacrificar la sensibilidad, pero dejándonos llevar por el conocimiento que, como todos sabéis, acaba trayendo prendidas nuevas sensaciones. Que yo entienda algún día esas obras descomunales de Wagner no significa más que algún día podré disfrutar con ellas. Por supuesto, escuchando a Manu Chao, pero sobre todo reivindicando su valor musical, nadie entenderá jamás ni a Wagner ni siquiera a Alejandro Sanz, porque al fin y al cabo, con todo el disfrute, no se está entendiendo nada, y no es con música con lo que uno está disfrutando, sino con productos de consumo hábilmente promocionados. Porque si todo fuera fruto del caos, pues mira, pero nadie debería dejar de reconocer que el gusto general por la música está desgraciadamente educado por el machaconeo de determinadas emisoras y por los dictados de la sagrada publicidad. Pues eso…

Pd.- No os perdáis la entrada tan linda de
Lady Godiva sobre el amigo Manu.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Su amiga interesante

Serás su amiga interesante por algo, ¿no? Ella no nombra interesante a cualquiera. Ese interés debes tenerlo en algún sitio, aunque hay que reconocerlo, el interés que provocamos en los demás de poco nos sirve a los que buscamos nuestro propio interés fuera de nosotros mismos. Quiero decir que malamente nos servimos de excusa para vivir, que para levantarnos de la cama necesitamos encontrar una razón fuera de nosotros, algo que nos invite a movernos, a ilusionarnos, a desear.

Tal vez no sea yo el más indicado a la hora de buscarte motivos para la ilusión, aunque quizás por eso mismo, por creer con firmeza en la sinrazón esencial de esta vida, pueda tener más fuerza moral para recordarte esas fugaces y asombrosas maravillas que, inopinadas y gratuitas, se prodigan a nuestro paso. Por supuesto, el inventario de delicias que nos sonríen mientras vivimos resulta inabarcable, además de que son siempre tan personales que sería estúpido por mi parte tratar de hacer aquí relación exhaustiva de ellas.

Permíteme que me centre en un par de detalles, que tal vez te serán de utilidad en esa búsqueda, consciente o inconsciente, en la que pareces andar embarcada. Uno de los detalles será una sensación, y el otro un par de ojos. De propina podría añadir tal vez un deseo

Hoy mismo leía de Cioran uno de esos impagables aforismos suyos, en el que se mofaba de los dioses, de Dios, por su incapacidad para acabar con su propia vida. Sólo los seres humanos podemos acabar con nuestra historia, el suicidio es nuestra prerrogativa, algo que nos eleva y nos hace más poderosos que el mismo creador. Pero también contaba Cioran (un hombre que reunió como nadie reparos contra la vida humana) que si nunca optó por el suicidio fue precisamente por eso, porque sabía que siempre estaba ahí su posibilidad, que nada ni nadie podría arrebatarle ese poder, esa facultad, esa puerta de emergencia. Pero una vez ahí, ¿qué necesidad tenía él de suicidarse? ¿Acaso el suicidio no suponía en sí mismo una nueva decisión, otra fe, aunque fuese negativa, “identificarse con algo, ceder a la seriedad, arruinar la ironía”? Si la vida no alberga sentido alguno, tampoco lo tiene el suicidio. Dejarse llevar por los vientos, sonreír cuando a nuestros nervios se les antoje y los músculos de nuestro rostro adquieran casualmente el tono adecuado para la risa. Reírnos de la vida, de nosotros mismos, de la creencia en los puntos cardinales, de la ley de gravedad, de las matemáticas o el suicidio, del amor eterno o de la sempiterna hermosura de la primavera: reírnos de nuestra risa, mientras las brisas nos persuaden y los vendavales nos arrastran.

Mi querida amiga interesante, tal vez ya lo haya contado en otro lugar, pero lo repetiré con gusto para ti: soy un hombre débil, inconstante, una persona que podría resumir muchos años de su existencia con el esquema simple ilusión-desilusión. Imagino que conoces muy bien esa sensación de lo imposible, de morir por un deseo que sabes del todo irrealizable, de sentirte atado y amordazado en la decepción irrevocable, tan hundido y moribundo que sueñas con una última mañana en la que tus huesos ya no necesitan moverse. Yo sufrí esta sensación en muchas ocasiones. Generalmente sucedía a una etapa de exaltación y ardor, de esfuerzos por beber los minutos, tal vez colgado de una mirada prohibida o de una aventura irrepetible. Eran ciclos en los que bruscamente todo se derrumbaba y nada conservaba el más mínimo sentido, y nada ni nadie podía hacer nada por salvarme del dolor. Pues bien, incapaz de acabar con todo, me sorprendí en un estado que a saber si no se hallaba aún más allá que el propio suicidio. Llevo años buscando una palabra para esa sensación que quiero regalarte, y sólo encontré una que, aunque no me satisface demasiado, puede servirnos: humildad. En esos instantes terribles y extremos repentinamente notas que casi todo tu dolor proviene de ti mismo, para nada de la vida. Adviertes que todos los problemas son consecuencia de un ardor artificial y añadido que aplicas a todos tus movimientos. No sé si consigo explicarme: nos engañamos a nosotros mismos, porque primero creamos nuestra necesidad de motivos, y luego nos decepcionamos al no encontrarlos. Atiborramos nuestra vista de deseos y luego los vamos apagando uno a uno, hasta que concluimos erróneamente que la vida nos defraudó. En estos momentos en que yo no tenía nada, en que no era nada, en los que renegaba asqueado de todos mis deseos y lo único que ansiaba era descansar, me veía de pronto invadido por una sensación más que placentera, como una liberación: la humildad. No merecía nada, y nada quería que no llegase gratuitamente, por puro azar, como un regalo para alguien que no sólo no había muerto, sino que había conseguido descender al nivel real de la vida, al nivel de la realidad caótica y del sinsentido, y elegía dejarse llevar por los juegos, reírse de todo, de sí mismo principalmente.

Con el tiempo, siendo salvado una y otra vez por esa sensación reparadora, aprendí a conservarla junto a mí más y más tiempo, y mientras iba dejando de confundir mis deseos con los regalos que nos hace la vida, ésta fue decepcionándome cada vez menos. Nadie puede negar que en este mundo el dolor se mide por montañas, mientras que la felicidad sólo puede calificarse como etérea, efímera, imperfecta… Pero no es menos cierto que cualquier gramo de felicidad es más inesperado (y por tanto más influyente) que todas esas toneladas de dolor que no son más que eso, la base donde se asienta la propia vida.

Y aquí llego al segundo regalo, el par de ojos, ese par de ojos que esconden tanto amor por los gramitos de felicidad. Mira, ahora escribo en un jardín, y resuena en mis oídos la música celestial de Pink Floyd: dos detalles aparentemente irrelevantes, pero que no imaginas cómo sanan mi alma cansada. Escribir en un jardín, oír esta música que entra directamente a mis venas y se distribuye por cada una de mis células, alimentándolas. Pues bien, esos dos ojos que te digo, y que tú conoces cada vez mejor, poseen la rara capacidad de beberse estos dos detalles, y eso sin conocer mi jardín ni haber escuchado esta música. De hecho, ahora mismo ella debe andar absorbiendo estas palabras con una sed que sólo puede impulsarnos, a los que tenemos la dicha de ser mirados por ese par de ojos, a sentirnos orgullosos de nosotros mismos. Y no por lo que somos, sino por haber sido elegidos y honrados con semejante mirada. Su cariño, profundo y creativo, nos hace interesantes, amiga mía. Tú eres su amiga interesante, ¿recuerdas? Podría proporcionarte ahora más de una docena de motivos esenciales para tu fuerza, entre ellos el que considero mayor, y que es el de la necesidad animal de no fallarle a ese enano que no te pidió venir al mundo, y que se encontró siendo hijo de una mujer interesante. Pero prefiero incidir en ese par de ojitos que lucen como las dos ventanas de un laberinto cuyas estancias, tú lo vas sabiendo, se encuentran repletas de tesoros. Y si esos ojos te llamaron interesante…

Acabo, amiga, con esa propina que también te anuncié. Este caballero, de apenas justa valentía y de humildad benefactora, que se enmarañó en la descripción de este hilo como antes lo hizo en otros bosques, ha escrito todo esto con el corazón, y de ahí mi mejor deseo, el deseo de tu risa… Sé que no es un gran motivo para dar un salto de la cama en tu próximo despertar, pero quizás pronto te halles escribiendo en un jardín, con una música celestial fluyendo por tus venas, y entonces puedas notar con más facilidad esa sensación de estar vivo, una casualidad, en el dolor o en el amor, en el terror o en la dulzura, al fin y al cabo tan divertida…

Un beso.

martes, 21 de agosto de 2007

LOS PLANETAS DE HOLST. Teatro para niños (II)

Acto 2º. VENUS, LA DIOSA DE LA PAZ



Aparece Venus encogida, acurrucada en el centro del escenario, y con la música empieza a desperezarse. Luce blanca, con un vestido hecho de jirones de gasa brillante. La escena se ilumina tenuemente con su luz. En la escena van apareciendo árboles y plantas en los que Venus, danzando, comienza a engarzar flores, y luego, apuntando hacia las ramas, hace que los pájaros comiencen a cantar.

Más tarde la escena cambia, los árboles se retiran y comienza a iluminarse el mar (telas azules que ondulan graciosamente desde los laterales), y tras el horizonte va alzándose el astro rey. La orilla del mar se empieza a llenar de gente que pasea, con trajes de baño de época y sombrillas, paseantes entre los que Venus, apagada por el brillo del sol, corre intentando sin éxito llamar su atención. Nadie atiende a su solicitud. Al fin, la luz se torna de un amarillo más oscuro y cremoso, y la gente comienza a recoger sus chismes y a marcharse.


Venus queda de nuevo sola, atenuada y melancólica. El mar se desvanece y aunque aún es de día aparecen lago oscuro rodeado de rocas desnudas, sin vegetación. Venus se sienta sobre una roca y mira de vez en cuando hacia lo alto, hacia las cimas. Atardece. Se siente inundada de una serenidad triste, de la pura sensación de soledad, como si la muerte del día fuese la suya propia. Algunos picos se encienden levemente con la luz indecisa del atardecer. Venus comienza, con la tarde, a acurrucarse de nuevo, y a brillar gradualmente mientras la escena se oscurece.

El Rincón de León


Vinos y quesos en un rincón de sueño. Tablas de quesos únicos, vinos emocionantes, pero también mejillones, pastel de berenjenas, morcilla de burgos y bacalao de Valderas, y anchoas del cantábrico, fabes, lengua, cecina y lo que se tercie. Una pequeña taberna, un trocito del paraíso ahí, dispuesto para nuestras palabras.




En Sevilla, en la avenida Menéndez Pelayo, frente a los Jardines de Murillo.

lunes, 20 de agosto de 2007

Poemas del desperdicio (II)

(Capítulos: I ... III, IV)
Tani Curiel, descarnado y sin afeitar, con una seriedad que a veces se hace sobrecogedora, acompasando su voz al susurro de la brisa nocturna, comienza:

Ay si descubriéramos los esquemas inmutables de la existencia, sobre los que danzan nuestros piojos, esos esqueletos simples que sostienen nuestras hambres y la mendicidad de nuestros corazones… ¿Sabéis? He pensado mucho en ellos, mucho, sí. Esta noche no he aportado mucho al banquete, pero creo que podría regalaros algunas palabras…

El discurso de Tani es como una canción que ilustra la cena y que todos siguen con la razón o con el alma, salvo que a alguno, antes del final, lo rapte el ineludible Morfeo…

Desde la estructura molecular hasta los más íntimos deseos, desde la lluvia terca a la cautivadora metafísica, todo sigue un modelo común, un patrón caótico con pequeñas piecitas esenciales unidas por fuerzas invisibles y casuales.

Carlitos Balboa se acomoda en el césped, con la espalda sobre la farola, con una gran sonrisa joven y vigorosa enmarcada en ese mar de fuerzas misteriosas e impredecibles que es su pensamiento. Ranita, por su parte, se arrebuja en el hombro de Crisos, que con una mano bebe del cartón y con la otra enreda en el pelo descuidado de Ranita. Isolda, negra y peluda, apoya la cabeza en el suelo y observa a Tani con orejas gachas y grandes ojos tristes, como si intuyera otros mundos. Tani paladea los términos.

El universo, hasta donde es posible conocerlo, es decir, hasta donde existe, consiste en una rueda constante de explosión y recogimiento del Bolindre Concentrado, la pelotita primordial predivina. Su sustancia va y viene, oscilando con distinción en la nada, jugando a la aceleración y al arrepentimiento, recreando infinitas réplicas fractales de sí misma…

Santos interrumpió: fractales. A veces los vagabundos, a pesar de sus muchos caminos, nunca se han cruzado con una palabra, y la dicen en voz alta para que Tani se la descifre.

El fractal es la repetición dulcemente imperfecta y eterna de algo en si mismo. Si tuvieras un catalejo podrías observar tu propia imagen en el cristal de mi ojo. Y si tu catalejo pudiera ir más allá, descubrirías que, en esa imagen de ti mismo, la pequeña lente del catalejo refleja mi imagen, donde volverías a descubrir la tuya, y así ad aeternum
.

Ranita: ¡adeternun! Y Crisos enreda su barba excesiva en el pelo de Ranita, la besa y le susurra: eternamente, chiqui.

Con suficiente atención y el justo cuidado, y en cualquier rincón de los alrededores, en cualquier objeto, en la menor de nuestras emociones o en todas las relaciones que se establecen entre mendigos, vividores, muertos vivientes y patronos de cárceles y conventos, casi en cualquier cosa o sitio se puede adivinar esta estructura caótica, donde elementos idénticos se agrupan mediante atracciones y rechazos inesperados e inevitables. Y el caos, como un magma hirviente y silencioso, crea en nosotros la sensación de hallarnos ante el orden, ante la ley, ante la lógica y la armonía.

Tani deja en el aire, resonando, la palabra armonía. Santos aprovecha el silencio y sopla unas breves notas en su flauta que suena como una harmónica en la quietud de la noche de verano, mientras la luz de la farola comienza a bailar al son de las ramas, la brisa, el caos… Tani continúa masticando con paciencia cada una de sus palabras.

Pronto veréis dónde quiero llegar. Átomos y moléculas han sido estudiados en profundidad, réplicas más o menos exactas del universo. Su aparente estabilidad sólo es fruto del espejismo que el tiempo, aliado de nuestra impaciencia, provoca en el investigador. Pero mientras que los átomos y las moléculas han sido diseccionados con tesón, no cabe afirmar lo mismo del resto de los asuntos universales, cuyo estudio se intenta parcelar en disciplinas pretendidamente autónomas y patentemente autófagas.

Esta vez Santos conocía el término. Fue Gildo con su voz de cristal roto el que interpuso: autófagas.

Ramas del conocimiento que se comen a sí mismas, que apenas gustan las delicias de otros saberes, y así se van agotando en su aislamiento hasta quedarse sólo en una gran boca que traga y un gran pedazo informe de carne, una aburrida caricatura de la curiosidad…

Gildo apunta con su dedo de hueso y exclama: ¡Caníbales! Tani asiente con la cabeza y continúa.

Es algo parecido a lo que ocurre con nuestro cerebro, cuando el estudio pormenorizado e hiperlento de cada uno de sus procesos electroquímicos nos torna incapaces de observar y entender el verdadero funcionamiento de nuestro órgano vital. Si en vez de detenernos en los hechos microscópicos (puramente condicionados y secundarios) de nuestra mente, aplicásemos el molde caótico a su estudio, obtendríamos muchas y mejores conclusiones. Porque, ¿no es cierto que nuestro pensamiento también estalla proviniendo de la nada, y se despeña con alegría centrífuga por inopinados lugares, para luego, cuando cree uno que ya ha dominado el arte de pensar, ir acurrucándose en el marasmo de la vejez y acabar con la sencillez concentrada e igual de la muerte? La humanidad, como el universo, es la historia de muchos estallidos, todos diferentes y al cabo iguales porque nada hay sino un ir y venir desordenado e inescrutable.

El viejo Rafael duerme junto a Tani, con la cabeza empotrada en el cóncavo pecho y el brazo tullido colgando por el lateral del banco. Pedro el tuerto lo mira con ternura con su ojo de cíclope accidental. Ya, hasta el final de su exposición, nadie vuelve a interrumpir a Tani, que se sumerge emocionado en la cadena de ideas, y su pasión convence más que sus conjeturas.

De la misma forma, cualquier suceso, cualquier proceso, cualquier exceso o deceso podrían encontrar acomodo natural en este esquema que es el del universo y el de la vida, fuera de la cual no hay nada, ni siquiera la nada. Infinitos procesos elásticos se entrecruzan, se superponen, se contienen unos a otros explicándose sólo parcialmente. Innumerables explosiones pasionales atruenan nuestra realidad para convertirse luego en ceniza apelmazada e inmaterial. Y las ilusiones desembocan en desilusiones, y la muerte desemboca en la vida, así hasta siempre.

En este vaivén de la materia, con el que se construye la existencia, podrían estudiarse determinados momentos constantes, uno de los cuales sería el de la gran condensación. Si admitimos que fuera del Bolindre Concentrado, de esa pelotita primordial predivina, de ese punto infinito y microscópico, nada hay, tenemos por fuerza que deducir que en ese momento de máxima concentración el vacío no existe. Nada, ni espacio ni tiempo caben en los resquicios inexistentes del diminuto universo, que es todo. Por el contrario, cuando el Bolindre ha estallado y sus desechos han alcanzado cotas máximas de excentricidad, el vacío es casi absoluto, tanto que se podría hablar de un vacío virtual completo. El universo va del todo a la nada, de la nada al todo, y fuera de él no puede haber ni todo ni nada.

Pero nuestros ojos insignificantes nos engañan sobre el universo, y en las noches oscuras y sin nubes el cielo se nos muestra plagado de estrellas, de una cantidad tan inabarcable de astros que se diría que el firmamento rebosa de materia. Cualquier aficionado a la astronomía sabe que, dada la cantidad de materia que flota en él, y las distancias astronómicas que se dan entre cualesquiera dos motas de esta materia, el universo puede considerarse, a efectos prácticos, como un lugar vacío, como lo está también un átomo o una molécula. Y así, de vacíos, construimos nuestros útiles engaños, los torpes artificios que permiten a nuestros diminutos intelectos llenar páginas y páginas de absurdas teorías y de demostraciones supuestamente irrefutables. El fractal de nuestros engaños…

Baste, para terminar, una llamada de atención sobre algunas de las muchas consecuencias que podrían extraerse de esta, podríamos llamarla así, Teoría del Bolindre Concentrado y el Caos Incomprensible. Y es la relación estrecha entre esta idea del caos oscilante y la existencia del Diablo. En este funcionamiento del todo y de todo, en esta aburrida oscilación entre el todo y la nada, en la que nada importa porque el vacío aumenta de golpe y porrazo hasta límites totales, y el aislamiento de las unidades llega a ser intenso hasta la nausea, para que luego la unidad, sin tiempo de pensarlo, se hunda en cuestión de un instante en la densidad máxima y desaparezca como tal unidad; si todo esto pasa, ¿no podrá concluirse que ningún otro mundo se ajustaría mejor a nuestro concepto del Diablo? Banalidad, hastío, prescindibilidad de los seres, esquemas inflexibles, horror final, reunificación última del amor y el mal, del cariño y la degeneración en una infinitesimal esfera total, en donde se subsumen sin consideración todas nuestras glorias y desgracias. Y entonces el estallido y de nuevo los juegos y los engaños y las alucinaciones… ¿No escucháis una risotada maligna y sulfatada resonando en los fondos oscurecidos de vuestros corazones? El Diablo, amigos míos, el Diablo descubierto en la reverberación del estallido eterno. El tiempo no existe sino por nuestra propia menudencia, gracias sólo a nuestra existencia infinitesimal y parsimoniosa, por nosotros, que tal vez no seamos más que pequeños y fútiles accidentes del Mal…

Tani Curiel desciende del banco y se interna entre las adelfas que han estado todo el tiempo acariciando su espalda. En el silencio que se produce sigue flotando el aroma lunar de la dama de noche, y ese perfume a jazmines que provoca el llanto triste de los enamorados. El álamo negro juega con la luz de la farola, y entonces cada uno busca en el universo un rincón mullido donde morir un rato.

viernes, 17 de agosto de 2007

LOS PLANETAS DE HOLST. Teatro para niños (I)

Acto 1º.- MARTE, EL DIOS DE LA GUERRA

Marte, vestido de rojo, entra en escena pavoneándose, remirándose con vanidad y autocomplacencia. Al son de la música, Marte comienza a bailar austera y frenéticamente sobre un fondo de cielo tormentoso y oscuro, revolviéndose de un lado a otro del escenario, y en cierto momento, habiéndose levantado un vendaval, llamas de papel surgen de su cuerpo poderoso.


A continuación, Marte marcha militarmente, y comienza a demostrar sus espantosas habilidades. En su recorrido ilumina personajes que parece inventar en su danza, y así, bajo su brazo aparece una mujer corriendo con un niño pequeño e inerte en los brazos, y luego un soldado muy joven, de rodillas con las manos sobre la cabeza vendada y sangrante. Figuras moribundas van arrastrándose desde el foro oscuro, cuerpos que caen muertos sobre el campo de batalla donde empiezan a destellar las explosiones y a flotar un humo lento y triste.


Conforme la música se serena, todo se borra y Marte queda de nuevo solo, recogiéndose con suavidad sobre sí mismo y como mirando la guerra que se despliega en su pecho. Entonces, después de resucitar a los muertos con caricias y borrar del escenario los desastres que antes creó, comienza a alumbrar nuevas imágenes, todas de un rojo intenso: un gran libro que lleva Don Quijote bajo su brazo, un director de orquesta ataviado de prisionero nazi, al que obedecen luces rojas que van al son de la música, un escalador que se para ante la inmensidad de una gran montaña roja y nevada...


Lentamente, conforme baja la música para terminar, Marte vuelve a quedarse solo, de pie, girándose lánguidamente para marcharse. De súbito se detiene, y dirige al público una mirada oblicua, una larga sonrisa maliciosa, y se retira hacia la oscuridad.

jueves, 16 de agosto de 2007

Poemas del desperdicio

(Capítulos: II, III, IV)
Ranita y Crisóstomo Flores provenían de Murcia y habían prometido traer cerveza. Componían una pareja curiosa: ella linda, incluso de buen ver, pero un poco maniática, y él siempre tan circunspecto, tan meticuloso, aunque pegado siempre al cartón de vino. Así y todo, Crisos sabía regular sus excesos y los de Ranita, y todos les teníamos un gran cariño. Para acompañar las dos botellas de cerveza que trajeron, Pedro el tuerto apareció con chicharrones envueltos en un suplemento literario que pedí para mí tras la cena. En él, salpicado de manchas grasientas, atisbé una foto de Cela, una de esas instantáneas que mostraban su rostro acromegálico y fanfarrón.

Unas latas de mejillones sacó de su mochila el cetrino y arrugado Gildo, que ahora acariciaba a su perra Isolda, con la que todos creíamos que dormía y fornicaba, aunque nadie lo hubiera comprobado nunca. Isolda comía como uno más de nosotros, y lo cierto es que comiendo no era más sucia que algunos de los comensales, como el bueno y anciano Rafael, al que a veces había que llamar la atención porque escupía sin mirar bien dónde.

Nos habíamos citado en la Alameda, en uno de cuyos rincones, el más alejado de la avenida, habíamos decidido pasar la noche de aquel cálido verano. Con el pan algo chicle que aportó Tani Curiel, las sobras revueltas que Carlitos Balboa arañó al santo del dueño de Casa Benito, y otras minucias que el resto fuimos dejando sobre aquel mantel de césped, bebimos y comimos hasta reventar. Ranita y su maromo habían conseguido vender varias pulseras de cuero; a Pedro el tuerto se le habían dado bien las escaleras del mercado (“la gente con el canasto rebosante de espinacas y hamburguesas se apiada con más facilidad de los indigentes”, decía el bueno de Pedro cada vez que se tocaba el tema de la estrategia mendicante); a Santos, de mañana, le había rendido tanto su flauta por las calles del centro que tuvo tiempo de acompañarnos a Tani y mí en nuestra visita a la Estación. Allá tampoco se nos dio mal la cosa, así que por la noche todos contribuimos al festín con algún detalle, alguna botella de vino o algún postre inusual. Luego Santos extrajo suaves y alegres sonidos de su flauta, y Ranita y el bueno de Crisóstomo, entonados con el buen vino, nos regalaron dulces canciones de amores contrariados, canturreando muy bajito y a dos voces.

Durante gran parte de la velada, Tani Curiel se mantuvo pensativo, limitándose a responder alguna vez con una sonrisa poco convencida. Todos éramos conscientes de que en su cabeza burbujeaban las palabras que pronto rebosarían generosas por su boca. De pronto, la fiesta pareció detenerse: tras el banquete, tras llenar de nuevo nuestros vasos y jarras, todos habíamos buscado lugares más cómodos, repartidos en el banco, en la hierba, en el camino. Algunas parejas pasaban cerca y luego se perdían en la penumbra de los faroles, recordándome el azahar de mis veranos. No tardó Tani en subirse en el banco y sentarse en su respaldo. Luego, con solemnidad, se echó hacia delante, apoyó los codos sobre sus muslos, y agarrándose la cara con las manos carraspeó. Santos siseó para que todos guardásemos silencio. Ranita soltó una complacida sonrisita de bruja y Santos volvió a sisear.

Esa noche, cuando casi todos dormían y sólo se oían los susurros y gemidos de alguna pareja rezagada, a la luz temblorosa de un farol, traté de reproducir en mi cuaderno el discurso de Tani, para que el mundo no se perdiera una sola de sus palabras.

martes, 14 de agosto de 2007

Lágrimas


Se detuvieron ahí, en el borde de sus ojos, y él notando la aspereza de las cuerdas que ataban sus manos. Habría acudido hasta ellas y se habría embarcado en el bajel de su cariño para navegarlas, para pintarlas de azul y espuma, pero el destino dictaba que no debía recalar en esas costas. Y es que todas las luces del lugar se reunían en sus lágrimas, tapizándolas de brillos desconsolados, escribiendo sobre su superficie la letanía de una quimera. Entonces le miró las manos, se las acarició con la mirada, las apretó sin tocarlas contra su corazón, y luego, lejos, lejos, cada vez más lejos, iba lamentando cada uno de aquellos pasos.

domingo, 12 de agosto de 2007

Borges sueña un libro

Gran parte de la tarde había ocurrido en la lid con un relato que se me obstinaba inconcluso. Sin advertirlo, y contra mi costumbre, me había zambullido en la tierna madrugada del cinco de febrero, un febrero de flama, pacífico, lento. Había trasteado durante más de una hora en el Tractatus de Moldovic, del que pretendía recolectar ciertos fragmentos esenciales. Con él recobré algunos etéreos jirones de pensamiento que flotaban perdidos y desgastados en mi desordenado magín. Dieron las cuatro de la madrugada cuando no pude más que recalar en los muscos versos de Abdelacid Ruhammi, en esas consonancias suyas que, una vez más, como afligida campana mortuoria, me trajeron el desconsuelo del desierto. Pero en la ciudad no respiramos aire, sino soledad, y de ahí que me fuera fácil incorporarme y recomponer con detenimiento las piezas halladas. Entonces, el texto pareció retornar a sus guías y seguir camino a su final.

Pero súbitamente recordé a Persia, que en aquella tarde inflamada, a la sombra de la araucaria, había adecentado las petunias del patio bautizándolas con una lluvia leve de gotas y dedos; también recordé su silencio, el bisbiseo de esos pasos suyos y su levedad de fantasma, que observé con deleite por la ventana del estudio. Justo entonces, de vuelta en el presente y entre un océano de títulos, mis ojos cansados cayeron sobre la mesa auxiliar, concretamente sobre un librito exiguo que no había visto antes. Como un fatigado balandro perlongando en un confín inexplorado, me quedé absorto tratando de situarlo, de adivinar sus pormenores, sospechando el misterio sin atreverme a alargar la mano y cogerlo. Acepté el envite de la madrugada confusa, y decidí limitarme a estudiar desde la distancia su portada marina, en la que mis ojos no consiguieron descifrar un título.

Aun así, al poco, sin moverme ni deshacer el enigma, hice por continuar trabajando. Tuve lugar de reunir el endecasílabo melancólico de Rodríguez Enciso con el ágil verbo de Nadi Septayanhu, mientras en algún rincón del bosque de los hechizos Basile Laissanto di Fiori describía el tino solemne y petulante de Piso Cunetta, matrero intemporal cuyo arco no dañaba más que su semántica. Estas cuentas, y otras aún más dispares, quedaban ensartadas en el estambre de mi pluma componiendo un escenario maduro, una prótasis caliente y prometedora. Pero a cada paso mi atención reincidía en el libro, que ardía y chisporroteaba y era imán para mi extenuada vista.

Acepté aliviado mi derrota, porque conocía el corte de cada uno de mis textos, y aquél era ajeno, un visitante. Lo así con delicadeza, como asiría la mano de una mujer, pasando la mía por su tapa turquesa. Lo firmaba un rumano. Después supe que se trataba de un contrito joven peinado por el viento, tan vehemente como recto, y al que años más tarde tuve oportunidad de conocer en París. Pues bien, cada una de sus palabras emergió salvaje y repleta, y la vanidosa hojarasca de mis escritos se tornó fría y enciclopédica al lado de aquellos enunciados deletéreos. Así, la aurora me sorprendió extraviado en la parálisis, acogido a un insomnio que aquel monstruo alababa y definía como lucidez y suplicio. Se miraba al espejo, desnudo, blando y claro como el tiempo, y en su carne descubría la certeza de la expiración. Tenté el nudo flojo de mi corbata y coincidí en la función de espantamuertes que cumplía mi vestido…

Persia me zarandeó con suavidad. Desperté. La mañana estaba avanzada. Me incorporé y al poco se desperezaron mis circunstancias. Busqué el libro, primero con la aún turbia mirada del ensueño, y luego revolviendo excitado los estantes y las pilas de papel. Interrogué a Persia, pero ella sólo acababa de llegar. Al rato cejé en mi empeño de encontrarlo, y la idea de haber soñado todo comenzó a tomar cuerpo. Pero concluí algo acaso más valioso, algo a lo que no afectaba el carácter físico u onírico de la experiencia: yo debía proseguir, porque me aguardaba la cobardía del futuro, la senda desinfestada del mortal al que no le queda otro remedio que vivir, suspendido y avanzando por la línea delgada del tiempo. Mis pequeñas historias, mis densas mentiras, la construcción de mi perdurabilidad eran tareas vanas pero pendientes. Me estaba quedando ciego, lo sabía, pero paradójicamente eso se arreglaba evitando las noches.

viernes, 10 de agosto de 2007

Agujeritos de gusano confundido

Siento seguir con el tema, pero esto del arte moderno (sea conceptual, informal o de mierda artística, como la del amigo Manzoni) en general no sólo te proporciona satisfacciones puramente artísticas, sino que a veces hace gala de un humor insuperable. Véase si no la siguiente recopilación de comentarios sobre un cuadro de Tàpies, Mà foradada, que presentó en una reciente exposición.

"En esta última obra que presenta en Madrid, el artista catalán vuelve a buscar respuesta a conflictos tremendamente próximos y dolorosos. (...) Mà foradada (2006), muestra una mano coronada por una cruz y rodeada por un gusano. Tres orificios vuelven a denunciar la violencia y la crueldad" (Ángeles García, en El País, 16/11/2006).

“Comienza la muestra con un canto a la mano. Una, regordeta e infantil, permanece en contacto con la porquería y los gusanos. De hecho, la palabra cuc, escrita debajo, significa eso. En el dorso, aparece horadada. El cuadro se titula, precisamente, Ma foradada, como si el gusano hubiera penetrado en ella y hubiera dejado tres agujeritos para, en cualquier momento, asomar la cabeza” (Almudena Baeza, en El Mundo, 7/12/2006)

Cuando Tàpies plasma un brazo, una pierna, una oreja, cada uno de esos fragmentos de anatomía resulta difícil de reconocer en un primer momento porque se presenta demasiado cerca de nosotros, en close­up (...). Así el enigma de la mano horadada (Ma foradada) tres veces, con tres agujeros como una cicatriz ritual, y signada por un gusano (la palabra cuc, escrita debajo, significa eso), una cruz, unas letras y un número tres. Cada fragmento del cuerpo se trueca en signo y, recíprocamente, la escritura recobra su raiz corporal. Los números, las letras, las cruces, a pesar de su configuración abstracta, vienen de las manos, es decir, del cuerpo y van hacia el cuerpo. Son huellas corporales, marcas sobre un soporte material: manchas, surcos, desgarraduras” (Guillermo Solana, en
http://www.soledadlorenzo.com/artistas/tapies/texto.html).

Por supuesto, no tengo que decir, porque se me supondrá, que el cuadro me hace muchísima más gracia que sus patéticas descripciones...

(Foto de Ricardo Gutiérrez, tomada de El País, en el artículo citado)

martes, 7 de agosto de 2007

Moderneces

(La autoría de los cuadros la tenéis disponible haciendo clic sobre ellos y mirando la dirección que aparece arriba)

Cierto día, en los últimos meses de 2005, visité el Museo de Arte Reina Sofía. Iba buscando pasar el rato hasta que llegara el momento de coger mi tren hacia Sevilla. No sé si fue aquella vez cuando visité el Museo con la esperanza de ver algo más de Antonio López y de los de su corriente realista, pero si así fue salí seguro decepcionado, porque este museo sigue en general apostando por la originalidad vacía antes que por la tradición asombrosa.

Bueno, he de alertar sobre mi condición de simple aficionado al tema del arte, en el que podemos decir que he cultivado mucho mi intuición y no tanto mis conocimientos. Es cierto que disfruté no hace mucho de la Historia del Arte de Gombrich, y en cuanto puedo me escapo a la primera exposición que se pone a tiro. Ay, cuánto me gustaría llegar a tiempo para ver las de Van Gogh y Richard Estes en Madrid… Aun así, soy aficionado por querencia pero también por bisoñez, eso que vaya por delante, y si alguien se violentara ligera o tremendamente con lo que voy a contar, sólo tiene que calmarse, concederme sus razones y esperar que mi deseo de aprender y disfrutar con el arte haga el resto.

En fin, que entré en el Museo y descubrí que había dos exposiciones temporales. Una de ellas consistía en una retrospectiva de artistas españoles titulada El arte sucede, Origen de las prácticas conceptuales en España (1965-1980), con unas cien obras que la presentación de la exposición calificaba como “transgresiones afortunadas”. De entre ellas recuerdo tres muy curiosas: una consistía en una pantalla pequeña de televisión (que no sé si era parte de la obra o no) que mostraba un corto en el que dos salvajes (podría pensarse en matarifes, pero para nada lo eran luego de ver la película) mataban y luego despellejaban y descuartizaban a una vaca, todo tan real. El corto estaba rodado sin mucha intención cinematográfica, todo sea dicho, pero llamaba ciertamente la atención aquella brutalidad tan “original”. Por cierto, luego escuché que la habían retirado por protestas de la Sociedad Protectora de Animales, que hubiera hecho muy bien en proteger no a la vaca, sino a los dos individuos aquellos, y al creador del engendro, que eran los verdaderos animales.

La segunda obra que recuerdo era una gran tela, no sé si roja o de varios tonos, colgada del techo con una cuerda, y que caía sobre el suelo abriéndose sin demasiada gracia. La tercera era sin duda fantástica, y consistía en un gran montón de papel de máquina registradora, desenrollado, y en el que, de vez en cuando, sonaba el motorcito de una de esas máquinas. Así que el espectador se acercaba a la obra, se quedaba en principio perplejo buscándole la gracia, y al momento se llevaba un pequeño susto con el ruidito que, además, lo invitaba a una tarea (obra interactiva) de búsqueda del aparato, la mar de divertida.

Pero antes de entrar en la otra exposición no imaginaba yo que mi sorpresa aún podía aumentar. En esta segunda exposición se mostraban obras de Pablo Palazuelo, Premio Velázquez de las Artes Plásticas 2005, y que presentaba una ristra de obras suyas pintadas en los diez años anteriores. Nunca me he encontrado más cerca que entonces de dirigirme a una persona y presentarle mis condolencias por el lugar donde le había tocado trabajar. Por la hora, el Museo se encontraba casi vacío, y mientras cruzaba las salas me iba creciendo una risa alarmante, que sólo se contenía justo por estos pobres vigilantes que bostezaban penosamente en aquel lugar aburrido. Casi todos los cuadros, si no todos, consistían en un fondo más o menos plano, con un enredo nada complejo de rectas dobladas, que aparecía sutilmente modificado en el resto de cuadros. Una sala se llenaba de lienzos con el fondo negro y las líneas blancas, en otra el fondo era azul y las líneas grises, y así una tras otra.

En la reseña del propio Museo se decía de las obras de Pablo Palazuelo que “son obras seguras y definitivas de un artista comprometido con vivir la verdad de las cosas, obras con las que reconoce y se une a un lenguaje creativo que siempre se encuentra en proceso de articulación. (…) El interés de sus imágenes reside no sólo en su inmediatez sino también en su pasado, su linaje adquirido, así como en su poder para proporcionar misterio y sorpresa. Proceden de una larga ascendencia, de ancestros conocidos, que han atravesado una transformación tras otra. Son (…) transformaciones de transformaciones”. Asimismo, “el resultado de la obra de Palazuelo en la última década ha sido una intensificación del lenguaje, una mayor libertad con la que indaga el mundo de las formas y los códigos que lo subyacen, y una humildad que explora los límites de su propio pensamiento, mezcla potente de ciencia, genética y espiritualidad”. Al parecer, Palazuelos es profundamente neocubista.

Me voy a permitir un exabrupto, no dudo que lleno de ignorancia, pero con el que quiero pagarle a este hombre el rato que perdí en cruzar su exposición: la obra de Palazuelos me parece profundamente ridícula, y me da que por muchos adjetivos que usen para explicarla, su contribución al progreso ético y estético(-lúdico) del género humano es inexistente.

También recuerdo la primera vez que visitamos este Museo, a mediados de los noventa. Un amigo que vivía en la capital nos acompañó, y observando una exposición de alguien que no recuerdo, con una serie de dibujos caóticos a lápiz, muy parecidos a los que todos hacemos en las clases aburridas, y algunos pedestales en los que este hombre exponía los materiales de desecho de su labor artística, nuestro amigo, guiñándonos un ojo, nos llamó hacia unos de los dibujos. Inmediatamente comenzó a soltar una retahíla de sandeces regadas de términos artísticos, y no tardó nada en congregarse un grupo de mirones que escuchaban a nuestro amigo con verdadero interés. Mi mujer y yo no recuerdo cómo hicimos para contener la risa.

Voy con todo este preámbulo a que lo que se denomina arte moderno acoge en su seno, y gracias a los negociantes que dominan su mundo, a verdaderos artistas, pero también a toda una legión de embaucadores parapetados en la extravagancia y complejidad de sus propuestas. No se trata ya de volver al arte figurativo, pero ahora, para que algo se llame arte debe cumplir dos criterios: que no lo entienda la plebe y que algún marchante espabilado lo sepa colar en el circuito del arte. Véase como ilustración ARCO, y obsérvese el experimento de Tele 5, que con lucidez comenta el amigo Carmelo Jorda en su blog.

Tàpies es otro de mis preferidos a este respecto. Me comentan que en sus inicios gestó alguna obra curiosa, pero luego este hombre se convirtió en el Rey Midas del Modernismo, pues cualquier cosa que haga es considerada inmediatamente como un prodigio de creatividad. En una entrevista realizada por Sol Alameda en El País Semanal (31/10/2004), Tàpies decía de su obra lo siguiente: “Al principio tuve muchas dudas, y muchas influencias. Luego, a medida que vas haciéndote un lenguaje, lo que te gusta es usar este lenguaje. Y yo, si hago cosas que se repiten mucho, lo que hay gente que me reprocha, como las cruces o las materias, pues en el fondo es porque ése es mi lenguaje, el que me he construido. Y pienso que una cruz se puede hacer de infinitas formas, no se acaba nunca. En este sentido, envejecer da una cierta tranquilidad”. Lo de envejecer lo decía en referencia a una alusión que la entrevistadora había hecho a López Cobos, que opinaba que de viejo dirigía mejor porque le importaba cada vez menos lo que pensaran los demás de su obra. Aunque a continuación Tàpies contesta lo siguiente, sin el más mínimo temor a contradecirse: “la pintura que hacemos tiene que ser útil a la sociedad en la que vivimos porque, si no, no valdría la pena hacerla. Y para ser útil te has de preocupar un poco y escuchar si la gente lo recibe bien o no”. Un estilo definido, claro, la espina dorsal de su obra, sin duda, la cruz de todos los que soportamos sus cruces. Y de la utilidad, ¿qué decir?

Más adelante declara sin rubor que hay dos tipo de críticos, unos a los que tiene cariño y otros “tontitos”, pero los que más le gustan son los que hablan bien de él. Luego, Sol Alameda le hace una curiosa pregunta: “Hay pinturas suyas que son un pegote de polvo de mármol y una pata de silla rota. Durante años, su pintura resultaba difícil, y sí se necesitaba sensibilidad, o preparación para verla. Hoy, si alguien dice que su obra no le gusta se arriesga a que le consideren un paleto”. La respuesta del artista fue la siguiente: “¡Ja, ja, ja!”. Quien desee leer esta entrevista completa, que dice tanto de este señor y de su obra, puede pedírmela, que se la mando.

Hoy hay con seguridad pintores y artistas plásticos tremendamente interesantes, y cuya conexión con la tradición de siglos es una conexión inteligente, madurada y creativa. Creo que Barceló, por poner un ejemplo, es de esta cuerda. Pero yo me siento casi injuriado cuando el señor Tàpies habla de que en el siglo XX se usaban colores muy vivos, y que la gente ya está cansada de esos colores porque también se usan en la televisión y en todos sitios. Y por eso él busca otros caminos, colores más terrestres como la vida. Cuando este señor consiga hacer una sola obra con un mínimo rastro de la majestuosidad (e incluso modernidad) de cualquier tela de Van Gogh, Vermeer, Velázquez, Murillo, o, por venirnos algo más cerca, de Sánchez Perrier, Jiménez Aranda, Picasso o el mismísimo Pollock, entonces este señor podrá hablar de arte. Sus crucecitas tienen la fuerza de un pedito insignificante en el universo…


sábado, 4 de agosto de 2007

Rumbo al arco iris

(Se sugiere escuchar cada tema leyendo su texto)
No cesa la llovizna. Subo por un callejón solitario, encendido por tímidas luces que reverberan en el empedrado. El pueblo está desierto, tomado por un silencio de encina y chimenea. No tengo prisa por llegar a ningún lado. La lluvia me escuece en los ojos, que por su parte no hacen el más mínimo intento de llorar. Cada paso resuena preciso y único en las piedras del callejón, y un aire fresco de noche nueva acaricia mi alma cansada. Y camino y camino con lentitud por las calles mojadas, sin prisa, sin destino, oyendo el tictac de mis pasos…

Llueve, pero ni el más terrible vendaval podría apagar su luz. Esa luz en su rostro convoca a las estaciones, las reúne y las enreda alrededor de su pelo, y embelesa a los relojes que enloquecen fascinados. Llueve, pero besaré pronto sus ojos, y mis labios rozarán esos sueños que lleva escritos en los párpados. Llueve, pero la lluvia no impide que el aroma de su cuerpo salve distancias formidables hasta colarse por mi ventana.

Danzamos hundiendo nuestros pies en la playa húmeda y nocturna, con esas líneas de espuma que adornan la muerte oscura del mar. Danzamos y reímos sin dejar de mirarnos, imprudentes, excesivos, como si en esta noche nada fuera a ocurrir salvo nuestra danza de sal y arena. Ella me regala un collar de sonrisas, yo le ofrezco un ramo de segundos absolutos.

Él se fue y nos dejó su rastro, liviano en la tierra y bullicioso en las estanterías. Se fue como una prueba más de que todo es sueño. Pasó sus dedos por los contornos del arco iris y nos contó sus sensaciones. El arco iris surge tras la lluvia siempre un poco más allá de nosotros, puerta a lo imposible y símbolo de nuestra orfandad. Él se fue y hundió para siempre sus manos en la tierra, algo más acá del arco iris…

jueves, 2 de agosto de 2007

El bueno de Will Hunting


No dan una a derechas en la traducción de los títulos cinematográficos. Esta noche vi por enésima vez, y con una emoción creciente, Good Will Hunting, que aquí en España se llamó El indomable Will Hunting. Bueno, reconozco que tampoco es tan importante esto de los títulos. Incluso con la pavada esta de la indomabilidad, la película acaba siendo una maravilla, redonda, justa, rebosante de matices, con unas actuaciones geniales de Matt Damon, Robin Williams, Ben Affleck y Stellan Skarsgård, y en general de todos los actores de esta fascinante película. La dirección de Gus van Sant no puede ser más elegante, pero lo más asombroso de esta cinta, a mi parecer, es el guión, un inteligente y seductor guión que fabrican Damon y Affleck, cada uno con veinte y pocos años. Y encima ha pasado la prueba del algodón, porque mi hijo Adrián, el cinéfilo vicioso de trece años, no se movió durante las dos horas de película. Al final, cuando con los créditos ha comenzado a sonar la deliciosa Miss Misery (del malogrado Elliott Smith), me he vuelto y le he dicho: “Qué, pedazo de película, ¿eh?”. Él, sin dudarlo, aparcando un momento sus complejos freudianos que lo impulsan a matar a su padre (a disgustos y a contestaciones), ha respondido con un gesto afirmativo. Y yo me he sentido aún mejor de que él haya disfrutado con esta historia llena de valores éticos y artísticos.