domingo, 12 de agosto de 2007

Borges sueña un libro

Gran parte de la tarde había ocurrido en la lid con un relato que se me obstinaba inconcluso. Sin advertirlo, y contra mi costumbre, me había zambullido en la tierna madrugada del cinco de febrero, un febrero de flama, pacífico, lento. Había trasteado durante más de una hora en el Tractatus de Moldovic, del que pretendía recolectar ciertos fragmentos esenciales. Con él recobré algunos etéreos jirones de pensamiento que flotaban perdidos y desgastados en mi desordenado magín. Dieron las cuatro de la madrugada cuando no pude más que recalar en los muscos versos de Abdelacid Ruhammi, en esas consonancias suyas que, una vez más, como afligida campana mortuoria, me trajeron el desconsuelo del desierto. Pero en la ciudad no respiramos aire, sino soledad, y de ahí que me fuera fácil incorporarme y recomponer con detenimiento las piezas halladas. Entonces, el texto pareció retornar a sus guías y seguir camino a su final.

Pero súbitamente recordé a Persia, que en aquella tarde inflamada, a la sombra de la araucaria, había adecentado las petunias del patio bautizándolas con una lluvia leve de gotas y dedos; también recordé su silencio, el bisbiseo de esos pasos suyos y su levedad de fantasma, que observé con deleite por la ventana del estudio. Justo entonces, de vuelta en el presente y entre un océano de títulos, mis ojos cansados cayeron sobre la mesa auxiliar, concretamente sobre un librito exiguo que no había visto antes. Como un fatigado balandro perlongando en un confín inexplorado, me quedé absorto tratando de situarlo, de adivinar sus pormenores, sospechando el misterio sin atreverme a alargar la mano y cogerlo. Acepté el envite de la madrugada confusa, y decidí limitarme a estudiar desde la distancia su portada marina, en la que mis ojos no consiguieron descifrar un título.

Aun así, al poco, sin moverme ni deshacer el enigma, hice por continuar trabajando. Tuve lugar de reunir el endecasílabo melancólico de Rodríguez Enciso con el ágil verbo de Nadi Septayanhu, mientras en algún rincón del bosque de los hechizos Basile Laissanto di Fiori describía el tino solemne y petulante de Piso Cunetta, matrero intemporal cuyo arco no dañaba más que su semántica. Estas cuentas, y otras aún más dispares, quedaban ensartadas en el estambre de mi pluma componiendo un escenario maduro, una prótasis caliente y prometedora. Pero a cada paso mi atención reincidía en el libro, que ardía y chisporroteaba y era imán para mi extenuada vista.

Acepté aliviado mi derrota, porque conocía el corte de cada uno de mis textos, y aquél era ajeno, un visitante. Lo así con delicadeza, como asiría la mano de una mujer, pasando la mía por su tapa turquesa. Lo firmaba un rumano. Después supe que se trataba de un contrito joven peinado por el viento, tan vehemente como recto, y al que años más tarde tuve oportunidad de conocer en París. Pues bien, cada una de sus palabras emergió salvaje y repleta, y la vanidosa hojarasca de mis escritos se tornó fría y enciclopédica al lado de aquellos enunciados deletéreos. Así, la aurora me sorprendió extraviado en la parálisis, acogido a un insomnio que aquel monstruo alababa y definía como lucidez y suplicio. Se miraba al espejo, desnudo, blando y claro como el tiempo, y en su carne descubría la certeza de la expiración. Tenté el nudo flojo de mi corbata y coincidí en la función de espantamuertes que cumplía mi vestido…

Persia me zarandeó con suavidad. Desperté. La mañana estaba avanzada. Me incorporé y al poco se desperezaron mis circunstancias. Busqué el libro, primero con la aún turbia mirada del ensueño, y luego revolviendo excitado los estantes y las pilas de papel. Interrogué a Persia, pero ella sólo acababa de llegar. Al rato cejé en mi empeño de encontrarlo, y la idea de haber soñado todo comenzó a tomar cuerpo. Pero concluí algo acaso más valioso, algo a lo que no afectaba el carácter físico u onírico de la experiencia: yo debía proseguir, porque me aguardaba la cobardía del futuro, la senda desinfestada del mortal al que no le queda otro remedio que vivir, suspendido y avanzando por la línea delgada del tiempo. Mis pequeñas historias, mis densas mentiras, la construcción de mi perdurabilidad eran tareas vanas pero pendientes. Me estaba quedando ciego, lo sabía, pero paradójicamente eso se arreglaba evitando las noches.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues sí: te ha quedado muy borgiano. ¿O es de Borges? :)
Un abrazo, amigo "vehemente". (A ver si me explicas por qué te gusta tan poquito lo de la vehemencia.)

Sir John More dijo...

Me da por dejarlo ahí, que cada uno piense lo que quiera, aunque eso me convertiría en un vanidoso de cuidado. Pretender escribir como Borges... Bueno, pero lo mismo es un cuento de Borges y no lo he escrito yo... A saber...

Y lo de la vehemencia... Bueno, soy un discípulo fiel de Cioran, y el principio fundamental de la vida es que el acto es un error. Sería complicado de explicar en una respuesta breve como ésta, pero cuenta con que la vehemencia es como una exasperación del acto, y si el acto es un error, el arrebato imagínate... Pero esto es la teoría, porque verás que luego compito con el más avezado en esto de la vehemencia, e incluso hago causa común con los vehementes...

Besos y gracias por la visita.

amart dijo...

Cuesta, cuesta un poco entrar, Sir, Borges no es fácil. Sus émulos, supongo, tampoco. Te honra admirar a un maestro como él. Pero creo que tu medida está en escribir como tú. Un abrazo.

Sir John More dijo...

Claro, Amart, fue sólo un juego. Admiro a ese señor, aunque hay una cierta frialdad en lo poco que leí de él que me impide acercarme mucho más. De momento, ando adquiriendo sus obras completas en el kiosco, por si con la sabiduría llegase a pillarlo...

Abrazos.

Anónimo dijo...

Sir John, Cioran es un capítulo pendiente para mí. (Aunque me va a resultar difícil pensar que el acto es un error).
Sobre Borges, comparto tu sensación: es frío, gélido, distante. Como una estrella, si se me permite la metáfora. Se le lee, se le admira; a veces incluso, se le entiende. Pero no se puede empatizar con él. Ni sentirlo como propio, porque creo que tiene un puntito deshumanizado, no sé...
Perdón por el rollo...
Un abrazo

Sir John More dijo...

Nada de rollo, Leo, todo lo contrario, yo no supe expresar esa sensación que se tiene con Borges tan claramente como tú. Como en todas las parcelas del arte, la técnica debe ser instrumento para la emoción, y no fin en sí misma. Imagino que Borges no es un técnico puro, pero sí parece que su obra se apoya excesivamente en ella y a la vez huye de la emoción, de implicarse en sus libros. Aunque tendría que leerlo mucho más, la verdad...

Ojalá, Leo, que Cioran te resulte tan emocionante como lo fue para mí. Si los uní en el cuento a Borges y a él fue porque me parecieron precisamente contrapuestos...

Besos.