Ranita y Crisóstomo Flores provenían de Murcia y habían prometido traer cerveza. Componían una pareja curiosa: ella linda, incluso de buen ver, pero un poco maniática, y él siempre tan circunspecto, tan meticuloso, aunque pegado siempre al cartón de vino. Así y todo, Crisos sabía regular sus excesos y los de Ranita, y todos les teníamos un gran cariño. Para acompañar las dos botellas de cerveza que trajeron, Pedro el tuerto apareció con chicharrones envueltos en un suplemento literario que pedí para mí tras la cena. En él, salpicado de manchas grasientas, atisbé una foto de Cela, una de esas instantáneas que mostraban su rostro acromegálico y fanfarrón.
Unas latas de mejillones sacó de su mochila el cetrino y arrugado Gildo, que ahora acariciaba a su perra Isolda, con la que todos creíamos que dormía y fornicaba, aunque nadie lo hubiera comprobado nunca. Isolda comía como uno más de nosotros, y lo cierto es que comiendo no era más sucia que algunos de los comensales, como el bueno y anciano Rafael, al que a veces había que llamar la atención porque escupía sin mirar bien dónde.
Nos habíamos citado en la Alameda, en uno de cuyos rincones, el más alejado de la avenida, habíamos decidido pasar la noche de aquel cálido verano. Con el pan algo chicle que aportó Tani Curiel, las sobras revueltas que Carlitos Balboa arañó al santo del dueño de Casa Benito, y otras minucias que el resto fuimos dejando sobre aquel mantel de césped, bebimos y comimos hasta reventar. Ranita y su maromo habían conseguido vender varias pulseras de cuero; a Pedro el tuerto se le habían dado bien las escaleras del mercado (“la gente con el canasto rebosante de espinacas y hamburguesas se apiada con más facilidad de los indigentes”, decía el bueno de Pedro cada vez que se tocaba el tema de la estrategia mendicante); a Santos, de mañana, le había rendido tanto su flauta por las calles del centro que tuvo tiempo de acompañarnos a Tani y mí en nuestra visita a la Estación. Allá tampoco se nos dio mal la cosa, así que por la noche todos contribuimos al festín con algún detalle, alguna botella de vino o algún postre inusual. Luego Santos extrajo suaves y alegres sonidos de su flauta, y Ranita y el bueno de Crisóstomo, entonados con el buen vino, nos regalaron dulces canciones de amores contrariados, canturreando muy bajito y a dos voces.
Durante gran parte de la velada, Tani Curiel se mantuvo pensativo, limitándose a responder alguna vez con una sonrisa poco convencida. Todos éramos conscientes de que en su cabeza burbujeaban las palabras que pronto rebosarían generosas por su boca. De pronto, la fiesta pareció detenerse: tras el banquete, tras llenar de nuevo nuestros vasos y jarras, todos habíamos buscado lugares más cómodos, repartidos en el banco, en la hierba, en el camino. Algunas parejas pasaban cerca y luego se perdían en la penumbra de los faroles, recordándome el azahar de mis veranos. No tardó Tani en subirse en el banco y sentarse en su respaldo. Luego, con solemnidad, se echó hacia delante, apoyó los codos sobre sus muslos, y agarrándose la cara con las manos carraspeó. Santos siseó para que todos guardásemos silencio. Ranita soltó una complacida sonrisita de bruja y Santos volvió a sisear.
Esa noche, cuando casi todos dormían y sólo se oían los susurros y gemidos de alguna pareja rezagada, a la luz temblorosa de un farol, traté de reproducir en mi cuaderno el discurso de Tani, para que el mundo no se perdiera una sola de sus palabras.
Unas latas de mejillones sacó de su mochila el cetrino y arrugado Gildo, que ahora acariciaba a su perra Isolda, con la que todos creíamos que dormía y fornicaba, aunque nadie lo hubiera comprobado nunca. Isolda comía como uno más de nosotros, y lo cierto es que comiendo no era más sucia que algunos de los comensales, como el bueno y anciano Rafael, al que a veces había que llamar la atención porque escupía sin mirar bien dónde.
Nos habíamos citado en la Alameda, en uno de cuyos rincones, el más alejado de la avenida, habíamos decidido pasar la noche de aquel cálido verano. Con el pan algo chicle que aportó Tani Curiel, las sobras revueltas que Carlitos Balboa arañó al santo del dueño de Casa Benito, y otras minucias que el resto fuimos dejando sobre aquel mantel de césped, bebimos y comimos hasta reventar. Ranita y su maromo habían conseguido vender varias pulseras de cuero; a Pedro el tuerto se le habían dado bien las escaleras del mercado (“la gente con el canasto rebosante de espinacas y hamburguesas se apiada con más facilidad de los indigentes”, decía el bueno de Pedro cada vez que se tocaba el tema de la estrategia mendicante); a Santos, de mañana, le había rendido tanto su flauta por las calles del centro que tuvo tiempo de acompañarnos a Tani y mí en nuestra visita a la Estación. Allá tampoco se nos dio mal la cosa, así que por la noche todos contribuimos al festín con algún detalle, alguna botella de vino o algún postre inusual. Luego Santos extrajo suaves y alegres sonidos de su flauta, y Ranita y el bueno de Crisóstomo, entonados con el buen vino, nos regalaron dulces canciones de amores contrariados, canturreando muy bajito y a dos voces.
Durante gran parte de la velada, Tani Curiel se mantuvo pensativo, limitándose a responder alguna vez con una sonrisa poco convencida. Todos éramos conscientes de que en su cabeza burbujeaban las palabras que pronto rebosarían generosas por su boca. De pronto, la fiesta pareció detenerse: tras el banquete, tras llenar de nuevo nuestros vasos y jarras, todos habíamos buscado lugares más cómodos, repartidos en el banco, en la hierba, en el camino. Algunas parejas pasaban cerca y luego se perdían en la penumbra de los faroles, recordándome el azahar de mis veranos. No tardó Tani en subirse en el banco y sentarse en su respaldo. Luego, con solemnidad, se echó hacia delante, apoyó los codos sobre sus muslos, y agarrándose la cara con las manos carraspeó. Santos siseó para que todos guardásemos silencio. Ranita soltó una complacida sonrisita de bruja y Santos volvió a sisear.
Esa noche, cuando casi todos dormían y sólo se oían los susurros y gemidos de alguna pareja rezagada, a la luz temblorosa de un farol, traté de reproducir en mi cuaderno el discurso de Tani, para que el mundo no se perdiera una sola de sus palabras.
6 comentarios:
Se me ha hecho corto. Dale cuerda a la historia que ha de dar mucho más de sí. Primero, el discurso de Tani; y luego, además de lo que se hizo de todos a la mañana, la vida que se traen de antes, que sé bien que la conoces, así que no nos la hurtes. Ánimo y a escribir.
Un placer leerte, como siempre.
Sincero abrazo.
No dejo de sentir envidia, qué bien escribe Ud. Sir.
Recién en alguna entrada hablaba yo de la noche... a veces, cuando uno encuentra esa noche, esa misma noche en otros relatos, en otras historias, habitada por personajes fascinantes, no se puede menos que agradecer a la tierra por ensombrecerse una vez por día... y al escritor por hacerla girar y girar.
Abrazo y admiración.
S. Thana.
Yo creo que la has dejado ahí deliberadamente. Claro que la historia da para más, pero quizá deba ser cada uno quien le añada lo que le sugiera. Un abrazo.
Estupendo.
Como dice Dr quedan ganas de saber más.
Un abrazo.
Bueno, dejadme deciros que me he embarcado en una pequeña aventura, que lleva mucho tiempo dando vueltas en mi cabeza, y de la que espero no arrepentirme. Claro que continúa, pero creo que el único que sabe cómo sigue es Tani Curiel, así que tendremos que esperar, y, ay, no sé cuánto. Las musas, ya sabéis, son asaz caprichosas. Aunque vuestros comentarios noto que estimulan y dan ideas al bueno de Tani...
Un placer ser leído por personas que conocen tan de cerca y con el corazón las palabras, y que a la vez son tan compasivos y generosos en sus halagos.
Besos y abrazos.
jope.
yo el otro día dejé un post pero no está. igual no lo dejé al final.
pregunté, en realidad en la entrada nueva, la de arriba, si tú a tus hijos les contabas cuentos.
besos
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