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martes, 20 de septiembre de 2011

El alma de los mendigos

Mendiga

Me sentí tremendamente aliviado al verlo. Y justo al instante, por una inexplicable asociación de ideas, recordé aquella otra noche, en la que un tipo bravucón y engreído, con sus músculos hinchados de gimnasio y carente del más mínimo sentido de la compasión, se encaró con uno de los tres mendigos que se tambaleaban borrachos en el zaguán iluminado del banco. Y reviví el estremecimiento que sentí desde el otro lado de la calle, cuando aquel fanfarrón, por algún motivo que nunca averiguamos, soltó un directo a la cara del pobre hombre, lanzándolo contra el cajero automático y dejándolo allí tirado en el suelo, bebido y maltrecho.

Sí, me sentí aliviado al cruzármelo, porque quince años atrás este chaval, vecino de la urbanización, acariciaba a mi hijo y jugaba con él con frecuencia. Mi niño le sonreía, y en mí se gestaba un afecto instintivo por aquel chiquillo que se mostraba tan cariñoso con Adrián. Sólo un alma buena podía, en sus alocados siete u ocho años, comportarse así con un enano tan pequeño como el mío.

mendigo Luego, con el tiempo, en su adolescencia, le perdí la pista. Alguien me comentó que había tenido problemas con la justicia, y las veces que me topé con él parecía triste, cabizbajo, descuidado en el vestir, deambulando por el aparcamiento camino de ningún sitio. Tampoco me lo explico, pero me acordé esta mañana, cuando disfrutaba del aroma inspirador y fecundo de un jazmín. Y es que anoche me lo crucé cuando él, con camiseta y calzonas, se dirigía al parque a hacer algo de ejercicio. Me pareció más alto, su cara había recobrado el color, se le veía fuerte, vital, y entonces pensé con íntima alegría que aquel muchacho se había alejado definitivamente de los zaguanes de los bancos, que ningún bravucón lo golpearía con asco, que no se mearía encima por la calle ni el alcohol infectaría su sangre hasta el punto de ocultar esa alma valiosa que seguro, seguro, albergaba en su interior. Y me pregunté a la vez, aspirando de vez en cuando la flor diminuta, cuántos mendigos llevarían un alma hermosa oculta entre sus andrajos...

jueves, 21 de octubre de 2010

Encamados

el_viejo_del_cigarilloUn celador del geriátrico La Caritat, en Olot (Girona), parece haber confesado que mató a dos viejitas del centro en el que trabajaba, dos mujeres de 85 y 87 años con graves problemas de salud. También parece que el buen hombre está intentando vender el caso como eutanasia, aduciendo que cometió el doble crimen porque le daban pena las mujeres. Lo cierto es que, al parecer, acabó con su vida de un modo algo cruel, porque dicen que les inyectó un líquido corrosivo que quemó el tracto digestivo de las dos pobres mujeres. No sé si al elegir el método pensó en ahorrarles dolor o en dejar las menos huellas posibles, pero tengo la impresión de que no consiguió ninguna de las dos cosas.

De todos modos, sin entrar a discutir los indudables beneficios de la eutanasia, ni las correspondientes limitaciones que debe tener su uso, hay un aspecto de esta noticia que nadie va a abordar, ni los poderes públicos, ni los empresarios del sector geriátrico, ni siquiera los propios interesados, que los pobres míos suelen estar impedidos para, entre otras muchas cosas, exigir sus derechos. Y ese aspecto de la cuestión es el de las condiciones en que acaban la gran mayoría de nuestros ancianos, la suerte que corren en los últimos años de su vida, muchos de ellos arrumbados en un sillón de casa o pudriéndose en uno de los muchos geriátricos que, bajo nombres rimbombantes, esconden su categoría de cubos de basura.

En los cinco años que mi padre permaneció en un asilo (palabra que se ha tratado de borrar del diccionario, sin modificar la realidad a la que daba nombre) vi a muchas mujeres y hombres a los que deseé una pronta muerte. Y no todos padecían enfermedades terminales y dolorosas. Los 01 Papáque más pena me daban eran los que estaban solos, los que no podían pedir auxilio ante las prisas y los malos modos de un auxiliar, los que se dejaban hacer como muñecos y eran tratados, hubiesen perdido o no la cabeza, como niños pequeños; los que eran invariablemente despojados de su dignidad de personas.

Todos, los solos y los que eran visitados y atendidos por sus familias, pasaban horas interminables en el asilo, horas vacías en las que sus cabezas cansadas se enredaban sin vuelta atrás en una demencia perfectamente descrita por los manuales. Los que eran visitados con cierta frecuencia mantenían un punto de contacto con la realidad exterior, pero aquellos que no tenían familia, o cuyos familiares no consideraban necesario aparecer por aquel triste lugar, ésos perdían la cabeza en poco tiempo.

Los casos más sangrantes eran aquellos que caían en la cama, los encamados. Conocí a muchos porque mi padre se llevó más de un año tumbado antes de morir. La cama no distinguía entre locos y cuerdos, los hundía a todos en un desvarío definitivo, y en muchos casos los únicos estímulos que recibían durante los eternos días y las eternas noches eran las comidas, que les eran administradas con prisas y con métodos propios de granjas de engorde.

La zona de encamados era el lugar donde convergían todas las disfunciones del sistema, las económicas, las profesionales, las políticas... Privatización de servicios esenciales, presupuestos cicateros, DSC01788profesionales mal pagados, inexpertos y desmotivados, desorganización indignante de los centros, ausencia efectiva de vigilancia publica de los servicios y, sobre todo, la convicción de todos y cada uno de los actores de que los viejos ya no están para nada, que lo que necesitan es tranquilidad, silencio, descanso, frugalidad y morir lo menos dolorosamente posible. Es decir, necesitan aislamiento y la atención justa para abandonarnos sin ruido.

No sé si el celador de Olot ha matado a estas mujeres por pena o no, pero lo que no me extrañaría nada es que las dos pobres mujeres, como otros muchos cientos de miles de personas en este país, dieran tanta pena que uno no pudiera más que desearles el fin. Y si se demostrara que el celador lo hizo por piedad, el juez que lo condene, los policías que lo custodien, los periodistas que lo vendan, los políticos que sientan removidos sus tronos por el imperdonable error de este individuo, y en general todos nosotros que lo juzguemos con las prisas propias de estos tiempos, deberíamos mirarnos la glándula de la hipocresía, porque igual la tenemos a punto de estallar.