sábado, 29 de septiembre de 2012

Farsas maravillosas

NiñasLa vida no es más que un intento constante de trascendencia, una farsa a veces tétrica, a veces maravillosa, aunque por lo común insulsa, con la que tratamos de aderezar nuestra verdadera posición en un universo sin sentido. Aunque la mentira no tiene por qué ser en todos los casos peor que la verdad, lo cierto es que nos engañamos sin descanso: actores siempre aficionados, interpretamos nuestra farsa temerosos de que el desfallecimiento de nuestras piadosas mentiras nos hunda en la indolencia, en la parálisis, en la nada con la que, en el fondo, está tejido todo. Por eso querríamos asegurar que nuestro papel, que nuestras mentiras son parte necesaria y constitutiva de este mundo, que nuestros desvaríos son la realidad; de ahí que nos cueste tanto concebir que sólo somos una especie más, una especie cuyo dudoso privilegio es ser capaz de pensar en sí misma, virtud que la empuja con facilidad a vertiginosas espirales de las que se encuentran liberados los animales.

Podríamos llamar lucidez a la capacidad de reconocer nuestro carácter de actores, de comediantes. La lucidez, esa frontera que sólo se puede cruzar una vez, y en un solo sentido, no tiene por qué ser de modo necesario la puerta a la desesperación, sino que también puede conducirnos a la propia vida, al juego; también puede ser la que nos ayuda a alejarnos de esa ridícula seriedad del actor que olvida que actúa, de la obtusa inocencia del intérprete que cree que él mismo está escribiendo el guión de su vida. Sobre un siempre improvisado libreto, los actores, a veces de modo genial, pueden interpretar la farsa. Resulta llamativo que el idioma inglés tenga la misma palabra para actuar y jugar, to play

Se puede jugar a todo, también al orgullo, pero quien lo crea poseer como un valor sólido acaba en el ridículo; patético héroe de lo inexistente, se asemeja a esos otros seres que tratan de compensar sus carencias físicas desarrollando sin medida sus músculos, y acaban con una planta ridícula y un tufo inconfundible a complejo de inferioridad. La religión ha tratado de hurtarnos durante siglos la confrontación con la verdad, con el vacío, y cuando la religión se ha enmohecido, otras pequeñas religiones han ido sustituyéndola en el intento de no dejarnos nunca solos con nosotros mismos, solos en la orfandad anímica que nos constituye, algo que cambiaría en nosotros la manera de mirarlo todo. La personalidad es una de esas religiones, y una de las más exitosas a la hora de prestarnos un destino, de aportarnos un motivo aceptable para no derrumbarnos como un esqueleto descarnado: con ella nuestra razón de vivir está en nosotros mismos, en nuestro espíritu, que es como un bucle de la materia cuya complejidad parece permitirnos dejar de ser materia para ser algo más. Por supuesto, en nuestro desmedido pavor a la nada, no nos conformamos con el acto de cerrar los ojos que es la personalidad, sino que aprovechamos para desarrollar ese algo más y hacerlo crecer exponencialmente. Sobre unas premisas falsas construimos todo un edificio conceptual que acaba componiendo nuestro ser, nuestra individualidad, nuestra importancia

Sin embargo, el juego, esa entrega incondicional a la vida, no pretende instituir nada. Se juega, simplemente se juega. En el juego podemos asumir nuestras inevitables contradicciones y podemos creer en lo que hacemos, podemos apasionarnos hasta el delirio, pero sin olvidar que nos bañamos en un mecanismo no iluso, sino ilusionado de pasiones. En el juego podemos vivir sin perdernos a nosotros mismos, sin dejar de flotar en el vacío del tiempo y la eternidad del espacio. Jugar es enternecerse hasta el infinito, construir pasiones espontáneas y sin pretensiones sobre el gris cotidiano. Jugando sin trampas sabemos pronto que los juegos sirven mientras duran, mientras actuamos en ellos, mientras nos entregamos a ellos como niños perdidos, mientras acariciamos una calavera y nos preguntamos por el destino del bufón que la llevó sobre sus hombros...

lunes, 17 de septiembre de 2012

Cómo hacer una película de éxito mundial

Verán, es bien fácil. Hay que fijarse en la máquina norteamericana: para elaborar una película de éxito basta que echen bruce willismano de un reparto de actores consagrados, es decir, al menos un par de rostros de esos que reconocen a la primera desde quiosqueros a registradores de la propiedad, porque al salir tanto en la caja tonta más que actores son ya patrimonio de la humanidad. Así, el casting debe contar invariablemente con un actor y una actriz de culto. En el galán, de culto significa que posee una enérgica personalidad, es decir, un estilo que, película tras película, el machote usa cansinamente, a ser posible sin demasiados gestos o matices que lo afeminen. Y en ella, ser actriz de culto la obliga a disponer, combinado con las justas dosis angelina-jolieinesperadas de inteligencia, de un cuerpazo inolvidable, una cantidad generosa de morbo y ese aquel que hace exclamar a ellas: ¡zorra!, y a ellos: ¡joder!

A continuación, no les queda otra que pagar por un guión ocurrente, con intríngulis, con ese suspense que aprendimos y que seguimos aprendiendo en la novela negra, género en el que, por cada obra decente, nos damos con doscientas de intríngulis pelado y mondado. Yo cuando leo esas novelas de misterio sin chicha me acuerdo de los pasatiempos del periódico o de la mismísima Corín Tellado, en aquellas fotonovelas de mi abuela. Pero el intríngulis nunca falta, siempre encontramos la trama laberíntica y la sorpresa final, en la que el que Fulanito, comedido y servicial, acaba convertido en un asesino en serie de cojones. El guión debe ser, además, uno de esos guiones-ensalada con una serie de imprescindibles ingredientes. En este sentido, hay temas socorridos, como por ejemplo el idilio que empieza con una repulsión mutua de los amantes, recurso que dio pie a películas fascinantes en el pasado (Historias de Filadelfia, El bazar de las sorpresas...), y que ahora, incluso mal aderezado, se usa hasta el abuso en películas con las que, para qué negarlo, el tiempo se nos pasa volando.

Por otro lado, resulta esencial que en el filme exista un personaje bueno, pero bueno de exagerar, un ser gordito y dicharachero que es casi un padre para los protagonistas y que, lamentablemente, en su calidad de prescindible, muere trágicamente dándonos una pena infinita y justificando otro de los elementos primordiales del cine norteamericano: la venganza. La venganza es como una tensión creada en los primeros compases de la historia, y que nos hace suspirar cuando por fin la tensión se acaba con un balazo en la frente del malo. Además de las películas taquilleras, el cine norteamericano produce diariamente otros miles de largometrajes y telefilms basados exclusivamente en esa tensión de la venganza, y el público mundial, con sus grandes tragaderas, consume esos relatos que son como el vicio de fumar: coges el primer cigarrito porque mola, porque te ves muy bien en la postura del fumador; luego el cigarro, como decía el bueno de Quino, te fuma a ti y te crea dependencia, y cuando fumas más y calmas la dependencia andas tontamente convencido de que fumando sientes placer… Así pasa en el cine con la venganza: estás tan tranquilo ante la pantalla y de pronto ves que alguien comete una ignominia. Da igual que la película sea aún peor que una de Almodóvar, porque de inmediato te entra por el cuerpo una necesidad de justicia que no se calma hasta que el bueno, entre chorreones de sangre y destrozos generales, va y le pega el tiro de gracia al malandrín.

jokerY es que en cierto modo el misterio de un buen guión está realmente en el malo, que debe ser malo de verdad, como los hermanos Malasombra. Debe ser un tipo (y digo tipo porque las mujeres malas son mucho más complicadas para el éxito de taquilla) que coleccione hígados, o dedos meñique, o gritos desgarrados… Se descubrió hace no mucho la virtud de mostrar con detalle las tripas, los brazos descarnados, la muertes terribles de niños y personas inocentes en general, comprobando de paso la intrepidez de los protagonistas en su manejo forense de la situación, con ese ya clásico cosido de heridas, con inyecciones de toda clase, con un realismo asombroso en tajos, roturas de huesos, cráneos machacados o reventados que salpican de trocitos pegajosos de cerebro a toda la sala… Por supuesto, en el fondo el malo no será coleccionista de nada, sino que lo que en realidad desea es plantear enigmas a los buenos, ocultando pistas en los despojos de las víctimas, atrayendo a los protagonistas hacia la trampa final para la maldad definitiva, en la que el malo quiere, de una puñetera vez, vencer al bueno. El muy cabrón (¿ven lo que nos tira la venganza?) acabará recibiendo su merecido, con varios agujeros en su cuerpo de animal rastrero.

Escena de amor hollywoodTodo esto contrasta a la perfección con los protagonistas duchaditos pero informales, y les da una nitidez corporal la mar de interesante que hay que aprovechar para la inexcusable escena de amor. En ella hay que usar las técnicas más depuradas de ese cine auxiliar estadounidense que genera las películas de sexo blando, en las que el arte consiste en la habilidad para no enseñar nunca los órganos sexuales en vaporosas escenas de pasión sin pasión. Es verdad que si ella (ella o su doble, pero él no, por dios…) accede a enseñar un poco más de lo acostumbrado, entonces la película tendrá un valor añadido, pero no es imprescindible. Además, en estas escenas no conviene alejarse demasiado de los esquemas habituales, y se recomienda que besos, abrazos y posturas sean las que el público espera, con una doble función: demostrar lo amorosos que son los protagonistas, sin vicios inconfesables, y que la gente disfrute sin hacerse demasiadas preguntas ni despistarse. Cualquier error en la película, cualquier insistencia en algún tema puede llevar a la gente a pensar, y se trata justo de lo contrario, de entretener. Así pues, es necesario que cualquier asunto se trate con la suficiente prisa y superficialidad para que no se convierta en idea, y que así el espectador pase dos horas divertidas en las que si se asombra por algo sea por los efectos especiales. Uy, se me olvidaban: fundamentales los efectos especiales, y es frecuente encontrarnos con que, junto a la tensión de la venganza, estos efectos acaban siendo los pilares de una película.

Ford-and-camera-400Esencial resulta asimismo el manejo de la cámara. Aunque últimamente, con el florecimiento invasor de las cansinas series y con el legado de ese cine insoportable que llamaron Dogma, hay más y más películas que optan por la técnica del cámara borracho (¡si John Ford levantara la cabeza!), técnica en la que, con la simple pretensión de proporcionar realidad a la cinta, la cámara se mueve hasta el mareo, resulta sin embargo aconsejable que existan muchos primeros planos de los protagonistas, y que éstos pongan caritas estándar. Tanto para los gestos como para los planos más abiertos existe un manual de estilo, no excesivamente grueso, la verdad, pero sí suficiente.

En fin, se trata de eso, de que la gente se distraiga, de que piense y se canse lo menos posible, de que no se despiste ni con la ética ni con la estética, y para ello nada mejor que estandarizar todos los elementos que pudieran complicar innecesariamente la trama. Por eso, algunos espectadores picajosos solemos desechar muchas películas como enésimas reediciones de otras tantas, y acabamos arrepintiéndonos de haber malgastado dos horas de nuestra vida en las peripecias del galán cowboy y su chatita buenorra, en su lucha denodada contra el mal y en pro del sueño americano. Por fortuna, cada vez quedan menos espectadores picajosos, y hasta nuestro cine nacional, ya olvidadas sus obras maestras, está abandonando las pretenciosas calaveradas, por otra parte zafias y chabacanas, de Almodóvar, y se está dedicando a adoptar el estilo yankee en sus nuevas producciones. Pronto, del séptimo arte, sólo nos quedará el ordinal y la ordinariez, pero ¡joder cómo nos entretendremos!

jueves, 6 de septiembre de 2012

Mishu

fobias23___484x363Siempre me gustaron los bichos… desde lejos. De pequeño me daban un pavor enorme, y aún conservo un asco (y miedo) patológico de las aves (volando me pueden llegar a parecer majestuosas, pero así, de cerca, me provocan pesadillas; por eso una de las aves que más asco me dan son las gallinas, a las que temo como un auténtico ejemplar). No niego que me enterneció siempre ver un cachorrito mamífero, e incluso hice amistad con los pequeños pajaritos de jaula que de niños teníamos en casa, por supuesto siempre que se mantuvieran dentro de la jaula. Esa ternura, sin embargo, siempre estuvo reñida con la amistad, y por eso siempre me negué a que entraran animales en mi casa, con sólo tres excepciones, inversamente ordenadas en el tiempo: unos peces de acuario, que fueron muriendo poco a poco por la dejadez de sus dueños menores de edad, y por la hartura consiguiente de los dueños mayores de edad; una tortuga muy linda, que un día apareció bocarriba y fiambre, creemos que porque unas pavesas de algún incendio cercano envenenaron el agua donde estaba; y por supuesto, la peor concesión a la entrada de animales en mi casa, la llegada sucesiva de mis dos enanos. Es cierto que estas últimas adquisiciones, como todo lo mejor de la vida, me trajeron tanta preocupación como felicidad, pero ahí estaba el machote que les escribe contemporizando radicalmente con el reino animal…

Y por todo ello, nunca imaginé que podría tener a un bicho (esta vez, un cuadrúpedo) paseándose por mi casa como si fuera suya. Al volver de las vacaciones, de las que intentaré dar cuenta en las próximas semanas, me encontré con que mi hijo mayor, a sus diecinueve añitos, nos pedía de regalo de cumpleaños un gato, un gatito persa que un amigo le ofrecía por no mucho dinero. Yo, al saberlo, miré al cielo pensando que Adrián pocas veces pide algo que no traiga consecuencias, pero mi mujer, por fortuna, si bien en la intimidad, se negó en redondo: tendremos que cuidarlo nosotros. Sabiéndolo, consciente de los gastos de un cuidado suficiente, y sabiendo de mi gusto a distancia de los animales, comencé a pensar en Cortázar, que tenía cara de gato, y en mi tío Jesús, que también era un gato, cariñoso, bueno, silencioso y observador. Y empecé a dar vueltas a la imagen que siempre tuve de los gatos. No me gustan demasiado los perros porque, pasando por inteligentes, creo que son serviles y depositan su entera personalidad en el dueño. Sin embargo, los gatos son limpios y viven su vida. Como nos dijo la veterinaria, no tenemos un animal en casa, tenemos un compañero de piso. Esto tiene sus inconvenientes, no lo dudo, pero siempre preferí a la gente, y por qué no a los animales, con su personalidad. Así que aquí tenemos al gato, Mishu, un gatito persa precioso, encantador, hasta cierto punto obediente, e incluso por momentos cariñoso. Espero no arrepentirme…

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