La vida no es más que un intento constante de trascendencia, una farsa a veces tétrica, a veces maravillosa, aunque por lo común insulsa, con la que tratamos de aderezar nuestra verdadera posición en un universo sin sentido. Aunque la mentira no tiene por qué ser en todos los casos peor que la verdad, lo cierto es que nos engañamos sin descanso: actores siempre aficionados, interpretamos nuestra farsa temerosos de que el desfallecimiento de nuestras piadosas mentiras nos hunda en la indolencia, en la parálisis, en la nada con la que, en el fondo, está tejido todo. Por eso querríamos asegurar que nuestro papel, que nuestras mentiras son parte necesaria y constitutiva de este mundo, que nuestros desvaríos son la realidad; de ahí que nos cueste tanto concebir que sólo somos una especie más, una especie cuyo dudoso privilegio es ser capaz de pensar en sí misma, virtud que la empuja con facilidad a vertiginosas espirales de las que se encuentran liberados los animales.
Podríamos llamar lucidez a la capacidad de reconocer nuestro carácter de actores, de comediantes. La lucidez, esa frontera que sólo se puede cruzar una vez, y en un solo sentido, no tiene por qué ser de modo necesario la puerta a la desesperación, sino que también puede conducirnos a la propia vida, al juego; también puede ser la que nos ayuda a alejarnos de esa ridícula seriedad del actor que olvida que actúa, de la obtusa inocencia del intérprete que cree que él mismo está escribiendo el guión de su vida. Sobre un siempre improvisado libreto, los actores, a veces de modo genial, pueden interpretar la farsa. Resulta llamativo que el idioma inglés tenga la misma palabra para actuar y jugar, to play…
Se puede jugar a todo, también al orgullo, pero quien lo crea poseer como un valor sólido acaba en el ridículo; patético héroe de lo inexistente, se asemeja a esos otros seres que tratan de compensar sus carencias físicas desarrollando sin medida sus músculos, y acaban con una planta ridícula y un tufo inconfundible a complejo de inferioridad. La religión ha tratado de hurtarnos durante siglos la confrontación con la verdad, con el vacío, y cuando la religión se ha enmohecido, otras pequeñas religiones han ido sustituyéndola en el intento de no dejarnos nunca solos con nosotros mismos, solos en la orfandad anímica que nos constituye, algo que cambiaría en nosotros la manera de mirarlo todo. La personalidad es una de esas religiones, y una de las más exitosas a la hora de prestarnos un destino, de aportarnos un motivo aceptable para no derrumbarnos como un esqueleto descarnado: con ella nuestra razón de vivir está en nosotros mismos, en nuestro espíritu, que es como un bucle de la materia cuya complejidad parece permitirnos dejar de ser materia para ser algo más. Por supuesto, en nuestro desmedido pavor a la nada, no nos conformamos con el acto de cerrar los ojos que es la personalidad, sino que aprovechamos para desarrollar ese algo más y hacerlo crecer exponencialmente. Sobre unas premisas falsas construimos todo un edificio conceptual que acaba componiendo nuestro ser, nuestra individualidad, nuestra importancia…
Sin embargo, el juego, esa entrega incondicional a la vida, no pretende instituir nada. Se juega, simplemente se juega. En el juego podemos asumir nuestras inevitables contradicciones y podemos creer en lo que hacemos, podemos apasionarnos hasta el delirio, pero sin olvidar que nos bañamos en un mecanismo no iluso, sino ilusionado de pasiones. En el juego podemos vivir sin perdernos a nosotros mismos, sin dejar de flotar en el vacío del tiempo y la eternidad del espacio. Jugar es enternecerse hasta el infinito, construir pasiones espontáneas y sin pretensiones sobre el gris cotidiano. Jugando sin trampas sabemos pronto que los juegos sirven mientras duran, mientras actuamos en ellos, mientras nos entregamos a ellos como niños perdidos, mientras acariciamos una calavera y nos preguntamos por el destino del bufón que la llevó sobre sus hombros...
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