lunes, 20 de mayo de 2013

Cumpleaños

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Es mayo y llueve. El viento frío dibuja caminos entre la vegetación del parque: zarandea las copas de los plátanos, hace temblar sin orden a los cinamomos y desnuda a las jacarandas de su exquisito vestido de flores violetas. En el cielo, una masa oscura y difusa de nubes acaba de aligerar su húmeda carga sobre la ciudad, y la sigue una cola de nubes desordenadas, dispares, precisas, que se recortan contra una tímida cortina celeste. Un arco iris llano y completo se ha asomado sin Foto024convicción, sólo unos segundos, sobre los edificios del fondo, y un avión maniobra sobre el aeropuerto preparando el aterrizaje. Tengo la ventana cerrada, sólo escucho el ruido solitario del teclado mientras escribo, y el relativo silencio da a las cosas un toque inevitable de realidad.

Las nubes vienen de poniente. Han debido pasar hace unos minutos sobre el cementerio, con su lluvia crepitando sobre el mármol de las tumbas, aseando a los cipreses, aliviando la paz del lugar con su dulce canto de papel. Los aviones suelen pasar como tormentas sobre el cementerio, muy bajos, enormes, tronantes, desafiando la gravedad con sus formas colosales. Pero nada impide que en cualquier rincón del cementerio perviva un horizonte ubicuo, incansable, verdadero. En el cementerio, como en el desierto, se escucha la vida.

MamáMirando al parque, observando las ramas de los árboles que se agitan por turno, caigo en que todo se mueve: el planeta, el cielo, el aire, nosotros mismos, y sin embargo solemos vivir como si todo estuviera en su lugar, muy quieto, esperando que nuestra mano dibuje la vida sobre las cosas. Creemos, no nos queda otro remedio, en la distancia que separa a la vida de la muerte, y por eso andamos convencidos de que el pasado se fue y que el futuro llegará. Sin embargo, el tiempo es sólo una ilusión, una premisa para la cordura artificial que nos amarra al orden, un modo ingenuo de creer que los muertos pasan y que los vivos respiramos más allá de nuestros sueños.

Hay instantes en que el viento se lleva a las nubes, en que despeja de brumas nuestro ser y quedamos desnudos, indefensos, justo lo que somos, sometidos a las leyes incomprensibles del laberinto. Sin embargo hoy, veinte de mayo, la risa y el llanto visitan el terreno fatigado de mi alma. Risa y llanto me traen alivio, suspenden el extravío y me permiten recalar en la bahía segura de su carne tibia, en su beso que aún me roza, en su abrazo que aún me abriga, en ella que, en mi sueño de vivir, fue el principio de todo.

domingo, 12 de mayo de 2013

El ruido, la furia y la gracia

Sevilla es una ciudad llena de mentiras y de asnos. Sevilla es una ciudad insufrible, no tanto por su constitución arquitectónica ni por el resultado de los siglos sobre sus calles, sino por su gente.

Sevilla está plagada de políticos mentecatos e inútiles, de servidores públicos analfabetos funcionales o puros analfabetos que llevan sobre la cabeza una urna que sólo piensa en votos… y en dinero.

Sevilla vive de pasiones majaderas, de supersticiones inconcebibles elevadas a la categoría de arte. Sus calles y tertulias se tejen de fútbol, de sevillanas rocieras y de una turba de enteraos que aprobaron por los pelos parvulitos. Aunque la mayoría de los que pasaron por la universidad son de esos que entienden de telecomunicaciones, de aprendizaje o de intervención social, pero monotemáticamente, sin alcanzar a comprender qué relación tiene un semáforo con el sosiego del alma.

En Sevilla casi todo funciona al estilo me la cargué, con gracia y soltura, con risas tapando siempre la engañifa y la aberración, cuando no la estafa y el delito. Y en eso los ciudadanos coreamos con alegría y desenfado las consignas de nuestros próceres políticos, culturales y eclesiásticos.

Sevilla es la tercera ciudad de Europa en kilómetros de carril para bicicletas, y sin duda alguna la primera en número de necios por kilómetro de ese mismo carril. Diariamente recorren los caminos verdes, construidos a la ligera y con fines puramente electorales (algo que se nota perfectamente en su diseño), miles de personas concienciadas con el medio ambiente pero poco o nada concienciadas con la seguridad física de viejos, niños, peatones despistados e incluso sus mismos compañeros de pedaleo.

Decabike

Todo esto que digo resulta obvio para cualquier persona que, además de disfrutar de la gracia y el salero de Sevilla, pretenda habitar esta basura de ciudad. Esta madrugada, hasta las tres, unos bastardos animaron nuestra noche con sus coches discoteca y esa música monstruosa que de música tiene lo que yo de astronauta, y que la gran mayoría de esta ciudad y de este jodido país escucha a todas horas, sobre todo porque ni aquí en Sevilla ni en España hay cuatro monos que tengan ni puta idea de lo que es música. Llamamos al único teléfono que puede llamarse a esas horas, el de Emergencias, y allí nos dijeron las varias veces que llamamos que avisaban a los “servicios operativos”, suponemos que de la poco visible Policía Local. Más bien creemos que los vándalos discotequeros se pasaron con el alcohol, con la coca o las pastillas, y que se fueron a dormir la mona. Hoy por la mañana, el Instituto Municipal de Deportes del Excelentísimo Ayuntamiento de Sevilla está colaborando en la organización de una marcha ciclista que organiza Decathlon, para que se extienda aún más el uso de la bicicleta y para que la empresa francesa acabe de uniformarnos a todos. Desde las nueve de la mañana andamos escuchando la misma música de anoche, pero a un volumen muchísimo mayor. Hoy también nos dijeron en Emergencias que avisaban a los servicios operativos, pero lo curioso es que los servicios operativos ya están allí desde el principio. Así escribo este exabrupto inservible, envuelto por todos lados en ese chimpón endiablado que todo el mundo llama música.

No hace mucho paseé de madrugada por las solitarias calles del centro de Sevilla. Pensé que, en efecto, Sevilla era una de las ciudades más hermosas del mundo, pero al rato me alcanzó un grupo de jovencitos que charlaban elevando mucho esas voces de tinaja que dios les concedió, incapaces de hablar porque no saben, sólo capaces de gritar, y caí en que ese embrujo de Sevilla sólo se produce cuando está vacía, cuando parece que es una ciudad desierta, una ciudad en la que se puede escuchar algo más que el ruido de esta jodida civilización de mierda.

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martes, 7 de mayo de 2013

Gabriel

Su vecina Antoñita lo llevaba del brazo por la comisaría, apiadada del pobre diablo. Se asomaron a un despacho abierto, en el que un policía tecleaba pesadamente con los índices. El hombre apenas levantó la mirada para indicarles la dirección del mostrador de información. Tardaron otro rato en encontrar la máquina que imprimía el número de la vez, y esperaron a que saliese el veintiocho en aquella pantallita tan coqueta.

El funcionario, un tipo fornido y resuelto, lanzó a Gabriel una ojeada entre la compasión y el asco, y luego de escuchar a Antoñita, les aconsejó que acudieran al Servicio de Atención a la Violencia Doméstica, porque en la comisaria sólo atendían cuestiones de cierta gravedad. Que allí podrían arreglarle el problema sin llegar a mayores.

Tomaron un autobús hacia el centro de la ciudad. Llegaron a una casa señorial, con patio y fuente y con un cartel en la puerta que rezaba: Instituto Regional de la Mujer. Dentro, una mujer de pelo corto y ropa de diseño les mostró la sala donde los atenderían.

Antoñita tuvo que rectificar a la mujer que los sentó a este lado de la mesa, una señora de unos cuarenta años, cargada de abalorios, muy pintada: “perdone, pero no soy yo a la que le pegan, es él al que le pega su mujer”. La señora, acomodada en su elegante sillón de cuero, dio un respingo y miró por encima de las gafas a Gabriel. Gabriel bajó la mirada…

― Y usted, ¿por qué deja que le pegue su mujer?

― Yo es que… ―contestó Gabriel farfullando― A mí es que no me gustan las peleas. Ella no es mala, de veras, sólo que tiene un carácter fuerte…

violencia― Le zurra de lo lindo ―intervino Antoñita―, y un día le va a dar un mal golpe y… Los vecinos sabemos lo que pasa, y eso que este pobre hombre, por no molestar, no dice ni pío, ni grita cuando le pega…

― ¿Usted le pega a ella?

― ¡Él que le va a pegar! ―de nuevo Antoñita―. Le sacaría los hígados…

La señora, resoplando, se echó hacia atrás sobre el mullido respaldo del sillón y dejó caer las gafas sobre su pecho, suspendidas por un cordón brillante. Que la perdonaran pero aquello no era normal. Allí solían atender a mujeres maltratadas, y la verdad, un hombre, en una sociedad tan patriarcal… Un hombre disponía de muchos instrumentos de defensa. No veía claro el desamparo, así que con gestos burocráticos remitió a la pareja a una de las abogadas del Instituto, por si ella podía valorar jurídicamente el asunto.

La abogada era una chica recién salida de la universidad. No tenía mucha experiencia, pero había estudiado duro en la facultad, y llevaba ya unos meses empapándose de toda la legislación necesaria para saberlo todo sobre su trabajo. Cuando Antoñita acabó de contar por tercera vez la historia, Gabriel tocó su brazo y le dijo:

― Vamos a llegar tarde… Tengo que estar en casa a la hora de siempre… Espero que no me llame al trabajo, porque me matará si…

El rostro de la abogada mostraba una sincera tristeza. Aquel hombre parecía tan indefenso, descarnado, vestido con descuido, con aquella voz que apenas le salía del cuerpo…

― ¿Cuántas veces le ha pegado su mujer?

― Ella trabaja en un gimnasio, le gusta mucho el ejercicio… estar en forma…

― Sí, pero dígame cuántas veces le ha pegado.

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Antoñita pretendió intervenir pero la abogada le hizo un gesto autoritario para que dejara hablar a Gabriel.

― Bueno… Me pega algunas veces, cuando pierde la paciencia… Yo soy muy torpe, no me salen bien las cosas. Aunque tengo la casa limpia como a ella le gusta. A veces viene un poco más alegre y me abraza y me dice que soy su perrito fiel… ―Gabriel se sacó una tenue sonrisa de algún sitio.

― ¿Tienen hijos?

― No, ella no quiso nunca tener hijos…

― ¿Alguna familia?

― Tengo una hermana que vive en Bilbao, hace muchísimo que no nos vemos. No sé cómo localizarla… Bueno, y Antoñita que es como una hermana…

― ¿Usted trabaja, Gabriel?

― Sí, soy conserje en un centro de salud. Hoy me hicieron el favor de darme unas horas para venir…

― Un día lo va a matar de un mal golpe ―volvió a intervenir Antoñita.

Violencia_de_genero_3511-290x290La abogada les habló de la ley. Les dijo que al ser un hombre cualquier acto violento no grave que sufriera por parte de su mujer sería considerado como una falta administrativa. Que si la denunciaba le pondrían a ella una multa y que los mandarían de nuevo para casa. En el mejor de los casos, y cuando denunciara unas cuantas veces seguidas, algún juez podría establecer medidas provisionales de alejamiento…

― No, por favor, si ella se entera... ―la interrumpió Gabriel con ansiedad.

― Lo mata, ya le digo yo que lo mata ―añadió Antoñita.

La abogada les aseguró que no tenían otra opción: debían denunciar. Y si la policía volvía a derivarlos allí, que insistieran en que querían poner una denuncia…

― Pero yo sé que a una vecina, la Patro, la ayudaron y la protegieron del marido, que le pegaba a ella y a los niños…

― Bueno, en ese caso la ley dice que toda violencia es un delito, y los jueces no quieren salir en los periódicos. Afortunadamente, en esos casos tenemos la posibilidad de usar algunos medios más tajantes… De veras que siento no poder serles de más ayuda. Pero haga eso, Gabriel, denuncie a su mujer cada vez que le ponga la mano encima…

Antoñita miró a Gabriel y Gabriel a Antoñita. Se levantaron lentamente y dieron las gracias a la abogada, que les dedicó una sonrisa insegura.

Al salir, en un pasillo, se cruzaron con la mujer de los abalorios. Ésta, al pasar, se dirigió a Gabriel:

― Venga, hombre, échele usted valor. Que no se diga…