viernes, 27 de febrero de 2015

El guerrero obsequioso

slide_384072_4585670_freeLe gusta mucho esta vida. Está convencido de que nació para la política. Por eso los esfuerzos que hizo para estudiar esto y aquello, para tirar por aquí y por allá se fueron todos al traste. Ahora se siente realizado, protagonista. En cierto modo, la notoriedad pública es como una fragancia: cuando te codeas mucho con los jefes, cuando te señalan con sus abrazos en los mítines, cuando te permiten escoltarlos y salir en las noticias rozándoles el hombro, algo del aroma de su popularidad se adhiere a tu piel. Uno adquiere la impronta de la autoridad, la categoría y el saber estar de los mejores estadistas, y por eso hay gente que luego te reconoce por la calle, sobre todo los militantes de base, esos que sueñan con posar en una foto junto a los notables del partido.

En los congresos disfruta con la visión de los compañeros que se amontonan al paso del líder, para mendigar que mendigan el blando apretón de manos o el beso impersonal, esos mismos compañeros que luego suelen lanzarle torvas miradas de envidia.

1340780374_g_0No le molesta el trato displicente de sus jefes. Aguanta firme sus prontos impredecibles, las palabras degradantes mezcladas con caricias equívocas, sus flagrantes y estratégicas mentiras. Así es la política: o ganas o te ganan. El poder siempre ha sido cosa de guerreros, de vencedores. Además, ¿cómo podrían trabajar por el pueblo si no llegan ahí arriba? Hay que saber colocarse adecuadamente en la pirámide, sin cometer error alguno que te impida seguir subiendo. Para ascender hay que sostener al que está arriba, haga lo que haga, diga lo que diga, y luego, con paciencia, esperar la oportunidad, jugar tus cartas con inteligencia. Una vez en la cima, al final del camino, uno ya puede desvivirse por el pueblo. Por eso el partido siempre debe ser lo vacie111primero. El partido debe ganar, no importan los medios. Uno tiene que desvivirse por la victoria.

Sí, le gusta esta vida. Tiene un poco olvidada a la familia, es verdad, pero las comisiones internas, los ágapes, las entrevistas, los homenajes, los cenáculos secretos… Hay tanto trabajo, se requiere tanto esfuerzo para darles un poco de bienestar a las masas.

No lo cobra mal, nada mal. Nunca pudo imaginar un sueldo así. Los malditos estudios se le resistieron tanto… Y que alguien se lo niegue: ¿no confirma el movimiento ansioso de todos esos periodistas la trascendencia de su tarea? Ya está acariciando los sillones de la élite. Un golpe de suerte, una sonrisa bien dirigida, algún favor especial y estará en todo lo alto. Ya pertenece al grupo que asesora a los cabecillas, al equipo de valientes sobre el que se apoyan directamente los más grandes, y juraría que la ayudante del secretario provincial lo mira con ojos tiernos…

lunes, 23 de febrero de 2015

Zafra

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Graciosillos

9788415405245Por estos pagos meridionales siempre ha existido la figura del gracioso sin gracia, ese pobre individuo que se las da de ocurrente y que sólo obtiene de los asistentes alguna que otra risa piadosa. Verán, todos hemos contado algún chiste sin fortuna, y nos hemos sentido ridículos porque nadie parecía haberlo pillado, pero la característica fundamental del gracioso sin gracia es que insiste, porque nadie puede quitarle, ni con toda la incomprensión del mundo, el convencimiento de ser un gran humorista.

Hoy día estos personajes han encontrado su lugar en la sociedad, su profesión y su reconocimiento: son monologuistas. Reconozco haberme sentado más de una vez ante la televisión mientras peroraba uno o una de estos profesionales del humor. Estupefacto, me preguntaba de qué cojones había que reírse. Aquello sonaba como una exhibición admirable de charlatanería. ¿Cómo podían esos artistas de la facundia hablar tanto y tan seguido sin asfixiarse? Y aún más, ¿cómo podían soltar tantos chistes malos seguidos sin que el respetable les lanzara lechugas podridas? En vez de eso, la sala estallaba en carcajadas y aplausos. Ante bobadas nada sutiles y faltas de la más mínima agudeza, la gente se meaba de la risa, y yo allí con esa cara de bobo que se me quedaba, temiendo que algo se me estuviera escapando.

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Si lo pensamos bien, los mejores humoristas de este país, genios como Tip y Coll y Gila, hacían precisamente lo mismo, charlar delante del público, pero a nadie se le ocurrió llamar monólogo a lo que hacían. Era simplemente humor. Parece como si el monólogo hubiera surgido gracias a una época especialmente devota, ansiosa de sencillez y democracia cultural, porque al fin y al cabo el monologuismo no deja de ser la demostración palpable de que cualquiera puede soltar una monserga ocurrente y triunfar. A fin de cuentas, en todas las artes, en el mundo de la cultura y también en el de la educación, hay una tendencia a eliminar las élites no mediante la extensión de la excelencia, sino con la exaltación de lo mediocre, con el reconocimiento artístico de esa vulgaridad a la que todos tenemos acceso con dos ocurrencias improvisadas. Todos podemos ser artistas, porque ya no hace falta el esfuerzo y el genio: con el derecho universal a ser artistas y removiendo un poquito el aire a nuestro alrededor, ya podemos obtener las risas, los aplausos, el agradecimiento de la audiencia.

IMG-20150221-WA0001El otro día asistí en la sala TNT-Atalaya de Sevilla a una Misa Patólica oficiada por el fundador del Patolicismo, Leo Bassi. En cierto momento comentó algo parecido a esto:

Contemplo a todos esos monologuistas charloteando en la televisión, hablando y hablando sin parar, contándome lo que les pasa con la vecina del quinto, con el portero o con su novio, y yo me digo: ¡a mí qué coño me importa! Me cuentan sus problemas con la tablet que compraron en Mediamarkt o con la tienda de ropa a la que fueron a comprar unos calzoncillos. Y vuelvo a exclamar: ¡a mí qué coño me importa! Los bufones debemos ser gente incómoda, gente que se ríe de todo, sobre todo de aquellos que traen sufrimiento a las personas; gente que no mantiene el sistema sino que siempre, siempre trata con humor de contribuir a su mejora.

El monologuismo me suena a entretenimiento barato, a pasatiempo sin sustancia y sin maldita la gracia. Para aumentar nuestra desdicha, creo que la gran mayoría de las series televisivas, y casi todas las comedias cinematográficas que se han rodado en este país en los últimos lustros, no deja de ser una extensión del virus monologuista, una sucesión desastrosa de ocurrencias que pocas veces roza siquiera el arte y su dignidad. Hannah Arendt hablaba de la banalidad del mal, refiriéndose a la vulgaridad, a la insipidez del terror totalitario. Hoy sufrimos el mal de la banalidad, que nos conquista con las funestas armas de la chabacanería y de una cretina e insoportable locuacidad.

jueves, 19 de febrero de 2015

La sevillanía contra Faemino y Cansado

Dedicado a mi entrañable amigo Rafael Corega Cerdán,
hípster heterogéneo y desigual donde los haiga

En la reciente gala de entrega de los Goya (una gala con muchísimos premios, en todos los sentidos), arrasó el film sevillano La isla mínima. Imagino la sorpresa de todos los buenos aficionados al cine, porque lo cierto es que la película tampoco es para tirar cohetes. Algunos, con buen criterio, han pensado que era cosa de que en el país de los ciegos el tuerto es Faemino_y_Cansado_CUltura_Inquieta_Getafe_2013el rey, pero no, no va por ahí el asunto. Yo les voy a contar la verdadera razón del aluvión de premios que obtuvo esta película.

Su éxito no es más que un acto de desagravio de la gente del cine que, consciente del desprecio al que Sevilla es sometida por parte de ciertos humoristas, trata de resarcir un tanto el dolor de este maltrato. Faemino y Cansado —sí, esos son los nombres de este par de tipejos malhablados— mantienen un inexplicable boicot a la fervorosa y muy mariana ciudad de Sevilla. Nadie recuerda la última vez que actuaron en Sevilla, si es que alguna vez lo hicieron.

Hemos hurgado en la hemeroteca y los archivos y sólo hemos encontrado una pista sobre este agravio. El 26 de julio del año pasado, la revista Esquire publicaba una entrevista con este par de gañanes, y en determinado momento uno de ellos declara:

(…) Esta minoría mayoritaria que nos sigue es un público con un poco de inquietud, más urbano, así que de pronto nos podemos ver actuando en Barcelona, Madrid, Sevilla… Bueno, a Sevilla no vamos. No sé por qué, pero no vamos (risas). Pero bueno, vamos a Gijón o a Málaga, y la gente reacciona igual en los mismos sitios.

280112mc-129 ¿Qué significan esas risas? A ver, ¿acaso no tienen lo que hay que tener para aclarar esta cuestión? ¿Acaso no tienen los santos (y perdóneseme la cruda expresión) corajes de decir lo que realmente piensan de ciudad tan excelsa como la mía? ¿Acaso temen ser atropellados por alguna cofradía? Vale, hemos de reconocer que las vírgenes y cristos que procesionan por nuestras calles triplican el número de días del año, pero también es verdad que la mayoría salen en primavera, y al amparo de la Guardia Civil. ¿Temen quizás que grupos incontrolados de catequistas rodeen el teatro y provoquen altercados catecumenales? ¿Quizás les preocupa que una jauría de jinetes vestidos de corto, con sombrero de ala ancha y hartos de manzanilla, pongan a sus cabalgaduras a defecar en la puerta del teatro mientras los caballistas, con sus enormes patillas y su sin par galanura, cantan la última de los Marismeños? ¿Tan cobardes son ustedes?

Los sevillanos ya estamos hartos de estos dos pelafustanes, y yo mismo me encargaré de vengar semejante afrenta. Yo mismo haré que se arrepientan del olvido en que mantienen a mi devota ciudad. Juro que asistiré a cada uno de los espectáculos que estos dos cansado-y-faeminomequetefres den por todas esas ciudades de la geografía patria, lugares sin el tronío y la gracia de mi ciudad, y apareceré en ellos con traje de faralaes y peineta en forma de Giralda, o bien vestido de Nazareno de Nuestro Señor del Gran Poder y armando el cirio. Propagaré la duda entre el público quedándome serio todo el espectáculo… ¡Qué digo serio! ¡Me quedaré completamente circunspecto! Ni una sola risa para estos badulaques.  Colocaré en los vestíbulos cajones con todo tipo de hortalizas podridas, y por las butacas repartiré estratégicamente humanoides programados para reír a destiempo y abuchear sin medida, y así convertiré los auditorios en gallineros donde nadie sabrá cuándo reír, ni cuándo toser ni cuándo secarse las lágrimas. Mi venganza será completa cuando dentro de muchos años, ya viejales estos dos maleantes, contemplen cómo la historia del humorismo español los ignora por completo, recordando solamente a monologuistas sin gracia, olvidando sus espectáculos antisevillanistas para rememorar las escenas más escatológicas y casposas de Torrente, los chistecitos forzados de nuestras ñoñas comedias o las gracietas espantosas de nuestros más salerosos políticos y nuestros más promiscuos tertulianos.

¡Sus vais a enterar, mamones!

miércoles, 18 de febrero de 2015

Los preámbulos del infierno

137 img088Nos habíamos incorporado el jueves. El domingo siguiente amaneció soleado, pero con un frío digno de enero. Nos visitó la familia y nos hicimos fotos en el patio. Vino MC, la hermana de J. Aún no me habían rapado y conservaba unas ligeras greñas. Vestido con aquel uniforme parecía aún más desgarbado de lo habitual.

Después de la agradable mañana de domingo, la del lunes la pasamos entre charlas sobre el amor al ejército, sobre el honor y la patria, torpes prolegómenos del infierno que se avecinaba. A la hora de comer, J y yo nos sentamos en una de las largas bancas. Aunque el sabor de la comida no era malo, el arroz sólo contenía trazas de pollo, huesos y piel. De postre había yogur. Yo jamás había probado uno, no me gustaban. Cuando lo abrí, el líquido que corría por la superficie no me dio buena espina. Le pregunté a J:

—Oye, ¿esto es normal?

J me contestó con la seguridad habitual.

—No, ese yogur está malo.

Con el tiempo supe que el líquido es normal en los yogures, pero aquel día me levanté convencido de que el postre estaba en malas condiciones. Me dirigí al cabo primero, un zopenco alto y abultado con frenillo en la lengua, y al que apodaban el Nabo. Alardeaba de que Cela se había inspirado en él para su Cipote de Archidona, pero no era cierto.

—Perdone, mi primero, este yogur me parece que está malo.

El rostro de aquel zoquete se contrajo en una mueca entre el asco y la cólera. Cuando consiguió dominarse, me soltó una bronca de padre y muy señor mío. Que allí no ponían nada malo, que dónde me creía que estaba. Ajeno aún a los hábitos obtusos del cuartel y las cortesías obligadas hacia un superior, me dirigí sin decir nada hacia mi sitio. Aunque apenas había cumplido los dieciocho años y no era un dechado de valentía, aquel zafio sermón me había sublevado. Algo así era impensable en la vida civil a la que yo todavía pertenecía. Al llegar a la banca, conforme me sentaba, deposité con malos modos el yogur sobre la mesa, con la mala fortuna de que el líquido saltó por los aires.

En mí no sólo estaban fijos los ojos del cabo primero, sino también los del brigada de cocina, un viejecito que fuera de aquel manicomio habría pasado por un tierno abuelete. El brigada me hizo señas de que me acercara. Los pocos detalles que había conseguido descubrir sobre la vida militar en mis primeros cuatro días de soldado se me hicieron presentes en ese momento, y por eso temblaba.

El brigada se limitó a ordenarme que en cuanto acabara de comer me dirigiera al sargento de semana de mi escuadrilla, y que le informara de que estaba arrestado en cocina y que no aparecería en toda la tarde. El sargento de semana era un tipo repolludo y grosero, un verdadero animal siempre malhumorado. Lo informé, se encogió de hombros en un gesto de profunda indiferencia y me dirigí a la cocina. El abuelete me acompañó a las traseras de la cocina, a un pequeño local con una puerta y dos ventanas. Entre las paredes sólo había un grifo, del que colgaba una manguera, un agujero de desagüe en el suelo y una pila de cazuelas gigantescas, grasientas y salpicadas de arroz. También unos botes enormes de jabón y una escoba. Un soldado con la camisa fuera del pantalón se repantigaba sobre la pared, sentado en un poyete. Tenía barba cerrada y era pelirrojo. El individuo se había levantado para saludar al brigada, y en cuanto éste desapareció se volvió a sentar. Entonces empezó a liar un cigarro.

—Vamos a ver, hijo de puta —hablaba sin mirarme, liando tranquilamente el cigarro—, quiero que dejes todos estos peroles como una patena. Hasta que no te veas en ellos como en un espejo, no dejes de limpiar, ¿comprendes, mamón? Allí tienes detergente y ahí la manguera. Volveré en un rato, y como cuando vuelva vea que no has trabajado, pedazo de cabrón, te juro que vas a probar los calabozos del cuerpo de guardia.

Se levantó, me miró por encima del hombro y salió de aquel basurero. Me quedé allí, buscando algún pensamiento que me ayudase a refrenar el insoportable miedo que sentía. Pensé en MC y me sirvió. Ella, su existencia, demostraba que el mundo no era sólo aquella tortura. MC aún no estaba enamorada de mí, pero era sólo cuestión de tiempo…

Tomé la manguera, enjuagué algunas cazuelas y luego las froté con el jabón y la escoba. Cuando fui a aclarar los recipientes enjabonados, el agua dejó de salir de la manguera. Comprobé el grifo, lo cerré, lo abrí y nada. Seguía muy nervioso, tan asustado, tan indefenso… Salí a buscar al soldado y lo encontré en el comedor.

—¿Qué cojones te pasa? —me gritó con repugnancia.

Le expliqué el problema y se vino conmigo al local, rezongando. Fue entrar y señalarme el grifo y la manguera que, deteriorada por el uso, se había doblado justo en la salida del agua.

—¿Es que estás ciego, gilipollas? ¿Tienes ganas de que vaya al brigada a contarle que eres un capullo y un vago?

Me disculpé en voz baja, consciente de que aquel desalmado no me escucharía.

—¡Date prisa si no quieres que me enfade de verdad!

El maldito pelirrojo era sólo un soldado, sin graduación alguna, un veterano podrido seguramente por haber firmado dos años de servicio militar.

Unas interminables horas después, mojado y sucio, con las manos heladas, había acabado con aquella vajilla de titanes, con aquel desbarajuste. El pelirrojo ya no andaba por allí. Un soldado de cocina me dijo que me fuera a la escuadrilla sin siquiera comprobar si el trabajo estaba terminado.

Al llegar a la escuadrilla miré enfadado a J y él sonrió. Fuimos a cenar y al volver formamos en el patio. La humedad agudizaba el frío. La luna presumía con un enorme halo circular, y en el silencio del patio sólo se oían las voces del sargento de semana y los taconazos y palmadas de los reclutas. Justo antes de romper filas para ir a dormir, un compañero que se veía tan ridículo, tan alto y con el pantalón tan corto, gritó:

—Mi sargento, ¿puedo hablar?

—¿Qué quieres? —contestó antipático el sargento.

—Mi sargento, me han robado la gorra.

El sargento se mantuvo en silencio unos largos y tensos segundos. A continuación bramó:

—Pues como mañana por la mañana no hayas conseguido otra, te voy a meter una polla que te voy a hacer un hombre, ¿te enteras? ¡Reclutas! ¡Rompan filas!