Por estos pagos meridionales siempre ha existido la figura del gracioso sin gracia, ese pobre individuo que se las da de ocurrente y que sólo obtiene de los asistentes alguna que otra risa piadosa. Verán, todos hemos contado algún chiste sin fortuna, y nos hemos sentido ridículos porque nadie parecía haberlo pillado, pero la característica fundamental del gracioso sin gracia es que insiste, porque nadie puede quitarle, ni con toda la incomprensión del mundo, el convencimiento de ser un gran humorista.
Hoy día estos personajes han encontrado su lugar en la sociedad, su profesión y su reconocimiento: son monologuistas. Reconozco haberme sentado más de una vez ante la televisión mientras peroraba uno o una de estos profesionales del humor. Estupefacto, me preguntaba de qué cojones había que reírse. Aquello sonaba como una exhibición admirable de charlatanería. ¿Cómo podían esos artistas de la facundia hablar tanto y tan seguido sin asfixiarse? Y aún más, ¿cómo podían soltar tantos chistes malos seguidos sin que el respetable les lanzara lechugas podridas? En vez de eso, la sala estallaba en carcajadas y aplausos. Ante bobadas nada sutiles y faltas de la más mínima agudeza, la gente se meaba de la risa, y yo allí con esa cara de bobo que se me quedaba, temiendo que algo se me estuviera escapando.
Si lo pensamos bien, los mejores humoristas de este país, genios como Tip y Coll y Gila, hacían precisamente lo mismo, charlar delante del público, pero a nadie se le ocurrió llamar monólogo a lo que hacían. Era simplemente humor. Parece como si el monólogo hubiera surgido gracias a una época especialmente devota, ansiosa de sencillez y democracia cultural, porque al fin y al cabo el monologuismo no deja de ser la demostración palpable de que cualquiera puede soltar una monserga ocurrente y triunfar. A fin de cuentas, en todas las artes, en el mundo de la cultura y también en el de la educación, hay una tendencia a eliminar las élites no mediante la extensión de la excelencia, sino con la exaltación de lo mediocre, con el reconocimiento artístico de esa vulgaridad a la que todos tenemos acceso con dos ocurrencias improvisadas. Todos podemos ser artistas, porque ya no hace falta el esfuerzo y el genio: con el derecho universal a ser artistas y removiendo un poquito el aire a nuestro alrededor, ya podemos obtener las risas, los aplausos, el agradecimiento de la audiencia.
El otro día asistí en la sala TNT-Atalaya de Sevilla a una Misa Patólica oficiada por el fundador del Patolicismo, Leo Bassi. En cierto momento comentó algo parecido a esto:
Contemplo a todos esos monologuistas charloteando en la televisión, hablando y hablando sin parar, contándome lo que les pasa con la vecina del quinto, con el portero o con su novio, y yo me digo: ¡a mí qué coño me importa! Me cuentan sus problemas con la tablet que compraron en Mediamarkt o con la tienda de ropa a la que fueron a comprar unos calzoncillos. Y vuelvo a exclamar: ¡a mí qué coño me importa! Los bufones debemos ser gente incómoda, gente que se ríe de todo, sobre todo de aquellos que traen sufrimiento a las personas; gente que no mantiene el sistema sino que siempre, siempre trata con humor de contribuir a su mejora.
El monologuismo me suena a entretenimiento barato, a pasatiempo sin sustancia y sin maldita la gracia. Para aumentar nuestra desdicha, creo que la gran mayoría de las series televisivas, y casi todas las comedias cinematográficas que se han rodado en este país en los últimos lustros, no deja de ser una extensión del virus monologuista, una sucesión desastrosa de ocurrencias que pocas veces roza siquiera el arte y su dignidad. Hannah Arendt hablaba de la banalidad del mal, refiriéndose a la vulgaridad, a la insipidez del terror totalitario. Hoy sufrimos el mal de la banalidad, que nos conquista con las funestas armas de la chabacanería y de una cretina e insoportable locuacidad.
3 comentarios:
Me encanta leerte, sacas punta a todos los lápices !!
Que conste que estoy muy de acuerdo, pero compararlos con el totalitarismo me parece excesivo hasta para el humor negro. De todos modos, lo de cambiar el nombre a lo que pille para que parezca nuevo y original es muy viejo. Hará ya unos, ¿quince?, entre quince y veinte años, se puso de moda la figura del single, que hasta llegó a salir en la televisión con mucha pompa y boato. Yo, que por fortuna soy muy bueno con las lenguas, me quedé alucinado porque simplemente estaban hablando de solteros, en este caso de gente con cierto nivel económico que no se casa porque no quiere, sólo que si dices “solterones” o “soltero empedernido” suena a rancio. En inglés todo suena cool.
¡Demonios! Si hasta hace poco se ha puesto de moda el lumbersexual, que viene a ser un leñador de los bosques americanos de toda la vida, pero que ciertos cazadores de tendencias (profesión que me produce la misma sensación que los iluminados, hablen con Dios, Alá o una faceta del Buda) definieron como el último grito de la moda. Como dice cierto bloguero: Anastasio es nombre de paleto, pero Anastasia es de princesa.
Si es que me ponen de los nervios, Angelines. Besos.
Ozanu, no tenía la intención de compararar a los monologuistas con los totalitarios, claro, era sólo un juego de palabras. Quizá debí dejar claro que la banalidad del mal hace un daño bastante más cruel e inhumano que el mal de la banalidad, pero cuando parece que hemos dejado, al menos por estos lares, los campos de concentración atrás, uno se fija en males muy malos pero no tan crueles, y la banalidad del artisteo actual me parece nefasta. Y aunque siempre haya habido una tendencia a la banalidad, posiblemente nunca haya ocurrido de una forma tan generalizada como ahora, seguramente por una cuestión de participación de la gente en la sociedad.
Publicar un comentario