Le gusta mucho esta vida. Está convencido de que nació para la política. Por eso los esfuerzos que hizo para estudiar esto y aquello, para tirar por aquí y por allá se fueron todos al traste. Ahora se siente realizado, protagonista. En cierto modo, la notoriedad pública es como una fragancia: cuando te codeas mucho con los jefes, cuando te señalan con sus abrazos en los mítines, cuando te permiten escoltarlos y salir en las noticias rozándoles el hombro, algo del aroma de su popularidad se adhiere a tu piel. Uno adquiere la impronta de la autoridad, la categoría y el saber estar de los mejores estadistas, y por eso hay gente que luego te reconoce por la calle, sobre todo los militantes de base, esos que sueñan con posar en una foto junto a los notables del partido.
En los congresos disfruta con la visión de los compañeros que se amontonan al paso del líder, para mendigar que mendigan el blando apretón de manos o el beso impersonal, esos mismos compañeros que luego suelen lanzarle torvas miradas de envidia.
No le molesta el trato displicente de sus jefes. Aguanta firme sus prontos impredecibles, las palabras degradantes mezcladas con caricias equívocas, sus flagrantes y estratégicas mentiras. Así es la política: o ganas o te ganan. El poder siempre ha sido cosa de guerreros, de vencedores. Además, ¿cómo podrían trabajar por el pueblo si no llegan ahí arriba? Hay que saber colocarse adecuadamente en la pirámide, sin cometer error alguno que te impida seguir subiendo. Para ascender hay que sostener al que está arriba, haga lo que haga, diga lo que diga, y luego, con paciencia, esperar la oportunidad, jugar tus cartas con inteligencia. Una vez en la cima, al final del camino, uno ya puede desvivirse por el pueblo. Por eso el partido siempre debe ser lo primero. El partido debe ganar, no importan los medios. Uno tiene que desvivirse por la victoria.
Sí, le gusta esta vida. Tiene un poco olvidada a la familia, es verdad, pero las comisiones internas, los ágapes, las entrevistas, los homenajes, los cenáculos secretos… Hay tanto trabajo, se requiere tanto esfuerzo para darles un poco de bienestar a las masas.
No lo cobra mal, nada mal. Nunca pudo imaginar un sueldo así. Los malditos estudios se le resistieron tanto… Y que alguien se lo niegue: ¿no confirma el movimiento ansioso de todos esos periodistas la trascendencia de su tarea? Ya está acariciando los sillones de la élite. Un golpe de suerte, una sonrisa bien dirigida, algún favor especial y estará en todo lo alto. Ya pertenece al grupo que asesora a los cabecillas, al equipo de valientes sobre el que se apoyan directamente los más grandes, y juraría que la ayudante del secretario provincial lo mira con ojos tiernos…
1 comentario:
Bello (y terrible) microcuento.
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