Al través de la ventana, la luna preside un brisa de tejados, adornada por una nimia pero incansable campana —grito de la clausura, anzuelo vetusto para jovencitas turbadas—. Resisten al brillo lunar unas pocas estrellas. La noche siempre posa más bella sobre esos tejados. La luna, gentil, sin escándalo, proyecta dos sombras desnudas sobre las sábanas revueltas, mientras las miradas, rozándose, intentan en vano aprehender la inmensidad del escenario. Lo único que se mueve es el planeta. Hasta el tiempo parece haber detenido su paso riguroso.
Horas después, meses más tarde, lee un libro en la plaza, buscando la calidez oblicua del sol que empieza a calentar la piedra de los bancos. La languidez de la luz primaveral emociona con su tenue aroma a rosas, con su color de ilusión perecedera, fugaz. Viejos cansados y mendigos sin reloj miran el mundo pero, avisados, no muestran el más mínimo asombro. Pronto llegará la hora de ese beso que no explicará nada, que lo explicará todo. Cierra el libro, camina sin prisa por la acera contraria a la de los dioses, tomando un camino único, privado, irreal. No huye de nada, marcha hacia esa joya perfecta y esquiva que es la felicidad.
Horas más tarde, años después, en la oscuridad de un polígono industrial, avanzada la noche y sentado en la parada del autobús, abraza el talle de la mujer que de pie, desde arriba, lo mira, como si al soltar ese talle fuera a despeñarse en un abismo. ¡Qué inerme el amor! ¡Qué expuesta la noche a tantas noches, a tantos días! ¡Qué imperiosa la necesidad de esa mano que se pierde en su pelo! ¡Qué insistente, qué ancestral desamparo!
Pero allí siempre el mundo, aguardándolo en todas las esquinas…
2 comentarios:
Me ha gustado mucho este microrrelato.
Me alegra mucho, Ozanu, gracias.
Publicar un comentario