viernes, 12 de junio de 2015

Convalecencia en Remior

Convalecencia en RemiorLeo muy pausadamente, murmurando los versos por ver si así les abro las puertas cansadas de mi corazón, y acabo asistiendo a los últimos besos del sol sobre el verano de Remior.

He salpicado entre estos días y entre mis prosas algunas estrofas de Juan Ramón, de Aleixandre y Federico, y entre ellas el murmullo de los poemas de José Carlos. Contra la grosería de la servidumbre circadiana, de la prisa y el biorritmo obsesivo, los poemas brindan el alivio del abandono, nos conceden un tiempo de verdades susurradas, de fecundas y cadenciosas incertidumbres. Y también nos ayudan a mirarnos con piedad, justo cuando ya no vamos a ningún sitio y podríamos ir a todos.

He recordado Arancedo, aquel invierno dentro del verano, el agua tanta como el aire: en las acequias, en la respiración, en los horizontes. Recuerdo las tardes con aquellos silencios rebosantes de humedad, paisajes de nubes, de claros de oro, de hortensias y nieblas. Estuvieron aquellos dos pájaros que dialogaban de este a oeste, uno en el prado, erguido sobre un poste desnudo, el otro oculto en el tupido bosque. En aquel diálogo recuerdo que pude conjugar algunas de mis tristezas. Y ahora, en el libro de José Carlos, me topo con esa misma ventana, la ventana desde la que el poeta mira mientras pinta luces y sombras sobre el papel…

Me gusta ver a un hombre del norte asombrarse con la lluvia del verano. Aquí en 306 08  DSC00223el sur el aguacero caliente, la lluvia de los gitanos, es casi una leyenda, como el rayo verde del crepúsculo. ¡Ay, ese olor a tierra mojada, esa muerte del estío que aquí resiste meses hasta que llega el consuelo de alguna lluvia!

En sus versos, José Carlos suplica la calma, implora ser hombre sin extraviarse en la certeza. Yo no querría suplicar, no querría ese reposo, pero a veces sé que moriré antes de tiempo si no consigo esa muerte anticipada que es la calma.

Y sabes del mismo modo
que la calma es el único país
que hace sabios y libres a los hombres.

Hay que reconocerlo: cuando advertimos que la muerte se acerca y nos rendimos, incluso cuando sólo la vemos venir, ¿no conseguimos acaso la libertad? Porque a cambio sólo nos queda esta labor incansable de mirarnos, este vano esfuerzo por conocernos cuando, además, todos los caminos, incluso los más lejanos, incluso los que parten de las ventanas abiertas, conducen siempre, siempre a nosotros mismos.

Es cierto, amigo mío, también nos queda el consuelo de las palabras, el frescor a veces despiadado del olvido que nos permite asombrarnos una y otra vez con la naturaleza, con esa necesidad innecesaria, con ese mundo noble y ajeno al que sólo podemos acceder sin sentencias, sólo con incertidumbres. Sí, es cierto, porque en las palabras están todos los espejismos…

320 08  DSC07017No, yo no querría la calma, no querría hundirme en el terror a lo infinito, en esa querencia infantil por la madriguera y su calidez soñolienta. Yo no querría, pero luego me quedo al abrigo de la cala, contemplando de lejos, borrosos, los peligros germinantes de alta mar. Y sólo tras esos peligros nos cabe el deseo de volver al hogar, llevados y traídos por los vientos desde el abismo al cimiento, desde la raíz al espacio…

Pero en Remior el poeta nos cuenta que hay otros océanos, y nos habla de la magia de los hijos, de esas vidas que se desgajan como trozos arrancados de nuestra carne a los que miramos marchar, entre los más grandes dolores, entre las más sublimes dichas. No hay ojos más enamorados que los ojos de una madre, que los de un padre…

En la convalecencia de José Carlos no hubo patria más allá del corazón, no hubo mayúsculas ni historia que legitimasen patrias graves, ni escenarios ni aposturas que certificasen patrias respetables. Los versos musitan una patria ínfima e íntima, en la que por caber cabe todo el mar de Asturias, ese Cantábrico decidido y discreto con sus fabulosos vientos, que llegan desde el otro lado del universo para fabricar una espuma conmovedora. Y cabe el amor perseverante, esa dádiva exangüe que aún nos trae la vida, un amor que permanece ahí, apoyado sobre una esperanza gastada. Sí, es el desmayado amor que se sostiene sobre esa última tanda de latidos, que nos deja creer en la resurrección de tantas dulzuras quizá por siempre perdidas, que nos permite sopesar milagros y quimeras como si la noche nunca fuera a caer sobre las cosas…

De Remior brotan también advertencias, como la que nos previene contra la mezquina divinidad individual, contra la vanidad de los bípedos, contra las auras de saldo. Ahí están, en el otro extremo, abandonando remisos la playa, los últimos bañistas, los últimos del día, los últimos del verano…

Que ellos son el verso perfecto.
Son la palabra justa.
Son el día dichoso.
Son la vida apurada.
Son el deseo sin desmayo.
Y son, finalmente y sobre todo,
el coraje que nos redime
del compás implacable de las horas.

¡Ay, morir de vida en la visión de esos últimos bañistas, que al regresar al invierno entregan su mar a la oscuridad infinita! Porque lo diminuto es lo infinito y viceversa, y porque el sosegado tacto del anochecer, la sencilla melodía de lo minucioso contiene universos engarzados. Porque no hay fin alguno ni hacia abajo ni hacia arriba, porque el firmamento se dobla hasta devolvernos nuestra propia luz, nuestra propia mirada, nuestros propios versos.