domingo, 18 de noviembre de 2012

El calor que mueve el mundo

500 043 Papá y amigos 2Durante años trabajó de sol a sol, de lunes a sábado. Si le preguntaban por su profesión, él decía que era recauchutador. Antes de remendar pinchazos de rueda con meticulosidad propia de un científico, mi padre había trabajado en la fábrica de gomas Vera, que originalmente se encontraba en la calle Ruiseñor, en el mismo corazón de Triana. Su dueño, Vera, había puesto mucha confianza en aquel joven aplicado y minucioso, que diseñaba él mismo las piezas de goma para reparar cintas transportadoras y otra maquinaria aún más compleja, y por eso lo enviaba solo por esos pueblos de dios a resolver arduos entuertos que paralizaban la producción de una mina o de una cooperativa. De esos viajes, mi padre nos traía siempre algún detalle, como esas empiñonadas deliciosas de la confitería Rufino, en Aracena, que justo hace unos días volví a probar, y que en mi infancia llegaban desde el mismo centro de mi imaginación.

Pero Vera tenía un hijo que ardía de envidia por las habilidades de mi padre, que se moría de celos por la confianza que su padre ponía en el mío, y eso el viejo lo sabía. Así que un día mi padre se presentó en la oficina y le dijo a Vera, entre lágrimas correspondidas, que dejaba la empresa. El cuerpo hacía tiempo que le pedía agarrar al hijo por el cuello y cantarle las cuarenta, pero no estaba dispuesto a poner a aquel buen hombre, que había sido un padre para él, entre la espada y la pared. Así que se fue a buscar otro trabajo y acabó de recauchutador en un taller recién abierto en la esquina de Canal con la antigua Héroes de Toledo, arreglando ruedas pinchadas y aplicando en ello todo el arte y el saber que sus años de trabajo le habían proporcionado. No, no era tarea menor eso de dejar las ruedas como nuevas, de conseguir que “las gomas” durasen, y por eso los taxistas y los camioneros, conscientes de la importancia de los neumáticos en su trabajo, se hacían clientes fijos y acudían a él como su recauchutador de cabecera.

Los domingos, loco por vernos, mi padre se plantaba incansable en una esquina cercana a mi casa y esperaba una, hasta dos horas a que bajásemos para pasar el día con él. Entonces tomábamos un autobús y explorábamos los alrededores de Sevilla. Aventureros, nos dedicábamos a recolectar moras dulces de las moreras que conducían al manicomio, a coronar la cumbre del monte de la Pañoleta, para luego probar el vino de pasas y el jamón de la Bodega de San Rafael; o conquistábamos el castillo del Alcalá de Guadaíra, o algún puente, alguna charca… Otros días echábamos ratos de pesca y baño en el pantano de Bornos, en la antigua ribera de Guillena, en el río Viar de Cantillana… Pero las más grandes hazañas dominicales ocurrían cuando caminábamos sin fin por las cunetas de olivos camino de Umbrete o Espartinas, examinando cada ruina, cada mansión fabulosa, cada pozo y cada fábrica abandonada, para llegar desmayados a las tantas de la tarde a un bar al que entrábamos sin melindres, con un hambre sana y limpia.

Una tarde, cuando mi padre comenzaba a mostrar los primeros síntomas del Alzheimer, agobiado por ciertos sentimientos paranoicos pero aún capaz de reflexionar sobre sí mismo, lo saqué de casa y lo invité a tomar un café. Le expliqué las cosas como si se las contara a un niño, con claridad y ternura, tratando de enfocarlo todo desde el punto de vista de su tranquilidad: has luchado mucho, tienes a tus tres hijos criados, tres hijos que te quieren y que afrontan la vida con decisión, y cinco 01 Papánietos como cinco bichitos luminosos que pueden llenar tu mundo de dulzura. Deja de preocuparte, Papá, ahora disfruta, sólo disfruta… Mi padre se quedó silencioso, me echó el brazo por el hombro y dijo que era un orgullo tenerme, aunque a mí lo que me emocionó fueron sus ojillos húmedos y ese brazo sobre mi hombro…

Hoy mi padre cumpliría ochenta y cinco añitos, él, que de viejo se quejaba de los viejos impedidos que cruzaban las calles renqueando, que hasta casi el último momento corría como un chiquillo y caminaba kilómetros diarios, que cocinaba con un detalle admirable y pescaba con artes menores pero sublimes. Con un solo error estropeó su vida y la de mi madre, pero nunca dudé de su condición de víctima. Y mucho menos de su condición de padre, porque siempre, siempre, con sus errores y sus aciertos, nos hizo sentir ese calor que es el que mueve el mundo.

sábado, 17 de noviembre de 2012

Aquel Savater

Cioran & Savater

Como seguramente ya dije en algún lugar de este blog, fui un chaval criado a los pechos intelectuales de Fernando Savater. No sólo quedé fascinado con sus libros frescos, libertarios, irreverentes y divertidos, sino que sus admiraciones me condujeron a muchos genios, de la filosofía, sí, pero también de la sociología, de la antropología, de la ciencia y de la literatura, reivindicando en este último caso la dignidad de un género que muchos pensaban exclusivamente infantil: el género de aventuras. A él le debo, entre otras muchas cosas, haber conocido a uno de los más grandes escritores y pensadores de todos los tiempos: Emil Michel Cioran.

Savater, con su inteligente hedonismo, con su gusto por la ilustración, con su individualismo solidario y sus propuestas politeístas, que no eran más que la diversión puesta al servicio de un ateísmo pleno de humanidad, contribuyó decisivamente a que mi juventud y también mi relativa madurez se poblaran de ideas vitales y de amor por la sabiduría, y por unas ganas de conocerme y conocer a los demás que hoy me parecen esenciales para vivir.

Pero Savater ha envejecido bastante mal, hasta el punto de que cada uno de sus artículos (que para mi desgracia, y no sé por cuánto tiempo, sigo leyendo) acaba siendo una verdadera tortura no sólo por su fragilidad argumental, sino porque demuestran que Savater empieza a extraviarse en manías y obsesiones, bastante ajeno a este mundo que antaño diseccionaba con tanta lucidez e imaginación. Lo sacas de sus carreras de caballos, de su defensa torpe y cavernaria del tabaco y de los toros, y de su alergia algo mejor fundada al nacionalismo regional (aunque peor fundada a la luz de su convivencia sorprendente con el castizo nacionalismo español), y Savater tiene ya muy poco que decir. Son muchos años dedicado a la elaboración de recensiones sospechosamente amistosas de libros menores, de artículos reiterativos en defensa de ese Estado del que tanto nos previno, de confundir la organización social democrática con la concentración del poder popular en el Todo, de poner el grito en el cielo por los crímenes terroristas y de no escribir una letra sobre los crímenes sociales de este sistema ignominioso y depredador en el que vivimos.

Hace unos días volvió a las andadas. A Savater no cabe duda de que le interesa mucho más frenar a Cataluña en sus ansias independentistas que la situación catastrófica de cientos de miles de familias en España, y no digamos que la situación social desesperada de Grecia o Portugal. Savater pide un gobierno central fuerte, un Estado Español como Dios manda que se enfrente a esas mentes estrechas del nacionalismo, aunque eso suponga que el Estado casposo y centralista, ese Todo que se apropia del poder de los individuos convirtiéndolos en marionetas, siga destrozando la educación y la sanidad y machacando literalmente los derechos y el bienestar de los españoles.

Empiezo a no soportar a Savater, empiezo a verlo como uno de esos jóvenes anarquistas que llegan a la vejez lamentable y alarmantemente escorados a la derecha. En una coyuntura social como la actual, personajes como Savater acaban siendo puras moscas cojoneras, voceros prescindibles de lo obvio y colaboradores silenciosos de la infamia de una organización social y política que está podrida casi desde sus raíces. Haría bien don Fernando en retirarse pronto de la escena pública, sobre todo para que algunos pudiéramos releer con delectación y sin sospechas aquellos magníficos libros suyos, antiguos pero tan modernos que ni parecen ser suyos…