domingo, 16 de febrero de 2014

Roma (2)

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Porta Portese surge como algo inesperado, como surgen casi todas las joyas en Roma. El camino desde Trastevere hasta el Ponte Sublicio, en esta mañana tan hermosa, atraviesa avenidas destartaladas, flanqueadas por cuarteados muros, por talleres sucios de tiempo y un desorden de edificios en apariencia abandonados. Al fin y al cabo Roma es eso: abandono, una enorme y sublime escombrera sembrada de tesoros e historia.

El sol reparte caricias doradas en el aire helado de diciembre. El Tíber, testigo paciente de la secular carnicería del progreso, yace allí abajo, amable, colaborando con el silencio sólo roto por la prisa nerviosa de unos pocos automóviles.

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Allá delante, espantando aún la bruma del amanecer, se yergue Sant’Anselmo All’Aventino.

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A sus pies, la Via Marmorata se despereza; los vecinos comienzan a salir al sábado y abren tiendas, dan los buenos días en un sosiego que bien podría llamarse felicidad. Profundas bocacalles de fachadas ruinosas sugieren misterio, pasado, amor. Algún ático certifica que Roma es uno de los lugares más hermosos del mundo.

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A un paseo encontramos por fin el Cimitero Accatolico di Roma. A pesar de hallarse rodeado por una red de carreteras, el silencio flota a su alrededor. Los pinos y cipreses que despuntan sobre la puerta almenada anuncian paz y belleza.

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El nombre del cementerio explicita su carácter no católico; en él no sólo reposan seguidores de otras religiones, sino también gentes sin dios.

El acceso nos conduce al sector más abigarrado del cementerio. Un anciano enjuto y adusto, al ver nuestras cámaras, nos pregunta si las fotos son para un propósito privado o comercial. La entrada es gratuita, pero en una desgastada hucha dejamos un donativo para la conservación del cementerio. Aunque la selva de tumbas nos atrae como un imán, buscamos hacia la izquierda la zona más abierta del cementerio, justo donde se encuentra la tumba del poeta Keats. Unos gatos se solazan junto al rudo tronco de un ciprés. Son los primeros que vemos en Roma.

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Sobre un césped encendido por el sol descansan tumbas caprichosas, como islas en un mar de olvido. Los nombres, aun desconocidos, suenan extrañamente sugerentes: Carstens, Heinrich Bauer (arqueólogo y montañero), Clara Benedict, algún nombre ruso incomprensible…

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Y al fin la tumba de Keats…

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K-eats! if thy cherished name be "writ in water"
E-ach drop has fallen from some mourner's cheek;
A-sacred tribute; such as heroes seek,
T-hough oft in vain - for dazzling deeds of slaughter
S-leep on! Not honoured less for Epitaph so meek!

[Keats! Si tu preciado nombre está “escrito con agua”,
cada gota ha caído de las mejillas de algún doliente;
un sagrado tributo, de esos que, en vano casi siempre,
buscan los héroes con brillantes hazañas homicidas.
¡Sigue dormido! No menos honrado por tan humilde epitafio].

Luego, antes de abandonar la zona más abierta para entrar en el laberinto de tumbas, allá abajo, observamos un conjunto de lápidas obstinadas que resisten a la erosión del tiempo.

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Y entonces comienza el asombro, el que produce el pétreo fruto de la muerte…

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Al fondo del laberinto llora un ángel, la última escultura que el escultor, poeta, crítico de arte y editor estadounidense William Wetmore Story realizó para la tumba donde ahora reposa junto a su mujer.

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En cierto momento, unos elegantes rótulos nos anuncian las tumbas de Shelley y del hijo de Goethe.

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Casi al final del recorrido, rodeada de flores, descubrimos la tumba de Antonio Gramsci, al que la Iglesia Católica trató de captar sin éxito en su mismo lecho de muerte, y sobre el que extendió el infundio de su postrera conversión.

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Para despedirnos, el sol jugó con los cipreses ofreciéndonos imágenes inolvidables de un lugar único, donde un puñado de románticos decidieron dejar sus restos, algunas piedras y unas palabras que, incomprensiblemente, se nos hacen tan importantes. Un tesoro enterrado en la increíble Roma…

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