Contemplo con estupor, incluso con una mueca de asco, las declaraciones que un sinfín de personalidades artísticas, políticas, periodísticas y empresariales hacen sobre la insuperable figura de José Manuel Lara. ¡Cuánto hizo este hombre por el mundo editorial español! ¡Qué inteligencia la suya en el dominio de los medios de comunicación! Esto último es cierto: nadie se ha explicado aún cómo un mismo magnate ha podido mantener un periódico filofranquista como La Razón y una cadena tan rumbosa y guay como La Sexta. Él mismo lo decía el otro día en una entrevista que le hicieron años atrás, justo cuando adquirió La Sexta a aquel pequeño Berlusconi en el que se nos convirtió nuestro añorado Milikito: lo que me importa es que haya clientes para mis negocios. Algo de esto se advierte en todos los que fueron sus negocios: la importancia crucial del anuncio, de las ventas y de los ingresos sobre cualquier otro tipo de consideración. No obstante, cuando se habla de él se lo pinta como el prócer cultural español por excelencia, un empresario que, poniendo a un lado sus propias ideas políticas, cuidó de la salud mediática de los españoles, proporcionándoles a cada uno de ellos el medio de información donde confirmar las propias ideas, además de una infumable ristra de pasatiempos con forma de libro.
En lo que respecta a los libros, se nos cuenta que José Manuel Lara revolucionó el panorama literario español, dándole la vida y el reconocimiento que necesitaba. No conozco estadísticas, pero juraría que entre los mayores de cierta edad nunca se ha leído en este país tanto como ahora (por debajo de esa edad, se lee poco más que un puñado de microexpresiones en el móvil). De hecho, noto a mi alrededor un arrebato lector que podría confundirse con el auge de la literatura. Desgraciadamente, lo primero que José Manuel Lara hizo fue mantener y acrecentar si cabe el auge de la editorial creada por su padre, Planeta, un negocio que si publicó alguna vez algún libro que merezca ese nombre, seguramente lo hizo por error, y en alguna colección menor y poco conocida. Durante mucho tiempo hubo en este país la buena costumbre de diferenciar la literatura de verdad de los sucedáneos librescos que publicaba Planeta, pero la costumbre se perdió. Hoy, alborozados y orgullosos, leemos de todo y a todas horas, y eso es indudablemente bueno, buenísimo.
La Guerra Civil y la dictadura no pudieron con los vientos dulces de las generaciones literarias españolas, que se habían sucedido sin descanso desde tiempos de Cervantes. Muchos desde el exilio y otros desde dentro del infierno, hubo autores españoles que siguieron publicando algunos libros asombrosos, y otros menos asombrosos. Sea como fuere, hoy resulta desalentador comprobar cómo algunos escritores menores de aquellos tiempos realzan su figura si comparamos sus obras con los autores punteros actuales. Como en otros ámbitos culturales, se ha impuesto la sencillez, la libertad de ser sencillo y el derecho de ser uno mismo por encima de esa supuesta evolución que debería caracterizar a la cultura. Cualquier frase en el peor libro del menos soportable Camilo José Cela posee más grandeza que la mejor frase del más avanzado de nuestros aspirantes actuales a Premio Nobel. Uno leía en tiempos a Ana María Matute, a Delibes, a Sender, al propio Cela, y consideraba que en general escribían libros sin sorpresa, historias que, sin estar nada mal construidas, se arrastraban a duras penas hasta desembocar en un olvido gris. Si resucitaran, cualquiera de esos escritores sin sorpresa sería hoy un genio, a años luz de la gran mayoría de nuestros exitosos artistas. Por decir algo, tenían la costumbre de poner en cada frase una intención literaria, hábito hoy olvidado casi por completo. No hablemos, claro, de los grandes escritores. Ante sus obras, lo que hoy en general se aplaude no son más que libelos apresurados y fatuos, novelillas insustanciales que no pasarían el más relajado de los filtros editoriales.
En mi opinión, lo que ocurre es que los que mandan en el corral y las prisas propias del consumismo nos han convencido de que no hay que darles tantas vueltas a las cosas. En cuestión de libros, hay que contar historias fundamentalmente entretenidas. El arte y sus complejidades perturban al lector, que ya soporta bastantes problemas como para tener que andar descifrando las ocurrencias literarias de un listo. ¿No es mucho más fácil y democrático contar las historias en un lenguaje llano que todo el mundo comprenda? Podemos perdonar la torpeza expresiva de un escritor, pero no que se haga el entendido y se nos ponga barroco. El arte de la literatura debe adaptarse a la nueva era: no tenemos tiempo ni para escribir ni para leer textos elaborados. Cuénteseme una buena historia, y dejémonos de zarandajas. No sólo porque podemos tumbarnos y leer a velocidad de crucero, sino porque a todos se nos permite hacer pinitos literarios sin que venga un escrupuloso a ponernos reparos. Todos tenemos cosas que contar, y ¿no es en eso en lo que consiste la literatura, en contar? Preocuparse de las formas es ponerse picajoso.
En sintonía con este panorama, José Manuel Lara ha contribuido a allanar el paisaje literario español y a atiborrarlo de grandes obras ligeras. El catálogo de Círculo de Lectores —que también pertenecía al ínclito empresario— es la prueba científica definitiva de la situación literaria española y tal vez europea y mundial. Este buen hombre no sólo se limitó a poner en marcha estrategias empresariales impecables para que sus best sellers hicieran honor a su nombre, sino que al parecer hizo lo posible para controlar a algunos díscolos competidores que han tratado siempre de joder la marrana y de complicar el deseo democrático de las masas de estar, sin despeinarse, en el candelabro de la cultura. Una buena librera me comentó hace un par de años que Planeta, además de andar comprando y desactivando editoriales —y de paso arrinconando un arsenal de títulos que contravenían no sólo el deseo general de sencillez, sino las ideas reaccionarias de los nuevos propietarios—, andaban absorbiendo a las distribuidoras de los libros, y consiguiendo que la distribución de la competencia se convirtiera en una pesadilla, mientras que los propios títulos llegaban al rincón más recóndito, a la librería más humilde de la geografía patria. Tal vez no muchos lectores sepan que Lara poseía, entre otras muchas, editoriales como Espasa, Destino, Temas de Hoy, Seix Barral, MR Ediciones, Emecé, Minotauro, Timun Mas, Crítica, Península, Ariel, Paidós, Booket y Austral, además de ser dueño de la Casa del Libro.
Por supuesto, José Manuel Lara no ha sido el único que ha contribuido a esta papanatez literaria imperante. Otras editoriales se han adaptado no sólo a los deseos más ligeros de los lectores, sino a la oferta ágil y cada día más vacua y frívola de los avezados creadores. Muchos otros han puesto su granito de arena para que hayamos pasado de unos tiempos oscuros y retorcidos en los que cada frase en un libro era una oportunidad para la belleza, a una era bastante más alegre y democrática en la que la expresión es lo de menos, siempre y cuando nos cuenten una historia bonita. Lo mismo pasa en el cine, lo mismo ocurre en la música, y lo mismo sucederá en todo lo que tenga que ver con el sentido creador de las mujeres y hombres del futuro. Así pues, descanse en paz ese incansable lector, ese gran hombre ansioso de conocimiento que fue José Manuel Lara, y alegrémonos porque nadie duda de que sus herederos acabarán la faena. Y lean, léanlo todo aunque sea pura bazofia. Es buenísimo leer.
7 comentarios:
Un texto para reflexionar. La literatura ya es parte de su tiempo, en lugar de promover transgresiones y avances. Quizás esa sea la gran derrota de la literatura
Gracias. Besicos.
Yo creo, Manolo, que es parte del problema, pero sólo parte. Hay también prisas, poses, extensión de la lectura a través de la sanción general de lo mediocre, la sobrevaloración del buen rollo... Siempre tenemos tiempo de no colaborar con todo esto. Un abrazo, y espero que esa historia avance.
Besos, Angelines, espero que la nieve no haya llegado a tu planta en Jaca...
Coincido. Hace años que conozco La fiera literaria, que precisamente empezó sus andanzas en La razón.
Además, como aficionado a los tebeos, puedo afirmar que los de Planeta suelen presentar diversos problemas reconocidos de impresión y tener cierta idea del precio bastante curiosa. Por ejemplo, tengo cierto interés en Fénix, enlazada a continuación:
http://www.planetadelibros.com/serie-fenix-1154.html
Pues bien, es un formato de tapa de cartoné de 25 euros, lo que en un tebeo en blanco y negro no deja de un poco muy caro. Compárese con este otro:
http://www1.dreamers.com/manga/Glenat/LAMU
De escándalo. Estoy considerando adquirir Fénix en inglés o, como alternativa peor, en francés o en alemán, que los hablo así, así.
De todos modos, una pequeña precisión: literatura banal ha habido siempre. En aquellos años también escribía Corín Tellado. Lo sé bien porque una tía mía leía sus libros, aunque ella misma admitió que, cuando se dio cuenta de que todos eran iguales, leía el principio y luego el final. Mi abuelo, sin embargo, era aficionado a las novelas de vaqueros, hasta que apareció el western como género del cine. Sin esa literatura, no habría surgido el Quijote, o Viajes de Gulliver o La guerra de los mundos, cada uno de ellos parodias irónicas de los géneros tópicos de sus épocas.
La diferencia quizás esté en lo que se comenta aquí (léase sólo el principio):
http://www.larealidadestupefaciente.com/2013/06/inferno-la-danbrowntesca-exhibicion-de.html
Como dice el autor de la entrada, existe una diferencia entre la literatura de entretenimiento, pero que al menos no es estúpida, y lo que hacen cuates como el Dan Brown. Los primeros no son literatos, pero al menos escriben de algo de lo que saben y, por qué negarlo, construyen tramas funcionales, bien redactadas y hasta son conscientes de que cuál es su posición "literaria". Los segundos son una pandilla de enterados que escriben barbaridades y que amparados en el buen rollo que mencionas se creen, ilusos, escritores. ¡Manda huevos!
Creo que es así, precisamente, muchas veces se trata de las pretensiones que tenga uno con lo que hace. Por eso no se trata de pedir sólo grandes obras de arte, sino obras que, estando más o menos conseguidas, sean dignas, que no sean ridículas. Y aunque en todos lo tiempos ha existido una mala literatura, no sé, me da que hemos llegado a una época en la que se está orgulloso de ella, en la que la gente confunde la libertad de leer lo que a uno le dé la gana, con eso de que contra gustos no hay disputas, y que nada es mejor que nada. En fin...
¡Ah, ahí sí que estamos de acuerdo! De hecho, Asimov lo expresó muy bien:
http://2.bp.blogspot.com/-okip11gOuig/Txrw31qGmSI/AAAAAAAABBo/kBnE5lt6jJk/s1600/funny-science-news-experiments-memes-isaac-asimov.jpg
También hay que decir que los procesadores de texto han contribuido a que las novelas sean cada vez más largas y Google a que estas se llenen de anécdotas innecesarias. Por ejemplo, Dan Brown no te puede decir que Robert Langdon cogió un avión, sino que se montó en un avión privado Falcon 2000EX con motores duales Pratt & Whitney. Por lo visto, es imprecindible para la trama.
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