Nos habíamos incorporado el jueves. El domingo siguiente amaneció soleado, pero con un frío digno de enero. Nos visitó la familia y nos hicimos fotos en el patio. Vino MC, la hermana de J. Aún no me habían rapado y conservaba unas ligeras greñas. Vestido con aquel uniforme parecía aún más desgarbado de lo habitual.
Después de la agradable mañana de domingo, la del lunes la pasamos entre charlas sobre el amor al ejército, sobre el honor y la patria, torpes prolegómenos del infierno que se avecinaba. A la hora de comer, J y yo nos sentamos en una de las largas bancas. Aunque el sabor de la comida no era malo, el arroz sólo contenía trazas de pollo, huesos y piel. De postre había yogur. Yo jamás había probado uno, no me gustaban. Cuando lo abrí, el líquido que corría por la superficie no me dio buena espina. Le pregunté a J:
—Oye, ¿esto es normal?
J me contestó con la seguridad habitual.
—No, ese yogur está malo.
Con el tiempo supe que el líquido es normal en los yogures, pero aquel día me levanté convencido de que el postre estaba en malas condiciones. Me dirigí al cabo primero, un zopenco alto y abultado con frenillo en la lengua, y al que apodaban el Nabo. Alardeaba de que Cela se había inspirado en él para su Cipote de Archidona, pero no era cierto.
—Perdone, mi primero, este yogur me parece que está malo.
El rostro de aquel zoquete se contrajo en una mueca entre el asco y la cólera. Cuando consiguió dominarse, me soltó una bronca de padre y muy señor mío. Que allí no ponían nada malo, que dónde me creía que estaba. Ajeno aún a los hábitos obtusos del cuartel y las cortesías obligadas hacia un superior, me dirigí sin decir nada hacia mi sitio. Aunque apenas había cumplido los dieciocho años y no era un dechado de valentía, aquel zafio sermón me había sublevado. Algo así era impensable en la vida civil a la que yo todavía pertenecía. Al llegar a la banca, conforme me sentaba, deposité con malos modos el yogur sobre la mesa, con la mala fortuna de que el líquido saltó por los aires.
En mí no sólo estaban fijos los ojos del cabo primero, sino también los del brigada de cocina, un viejecito que fuera de aquel manicomio habría pasado por un tierno abuelete. El brigada me hizo señas de que me acercara. Los pocos detalles que había conseguido descubrir sobre la vida militar en mis primeros cuatro días de soldado se me hicieron presentes en ese momento, y por eso temblaba.
El brigada se limitó a ordenarme que en cuanto acabara de comer me dirigiera al sargento de semana de mi escuadrilla, y que le informara de que estaba arrestado en cocina y que no aparecería en toda la tarde. El sargento de semana era un tipo repolludo y grosero, un verdadero animal siempre malhumorado. Lo informé, se encogió de hombros en un gesto de profunda indiferencia y me dirigí a la cocina. El abuelete me acompañó a las traseras de la cocina, a un pequeño local con una puerta y dos ventanas. Entre las paredes sólo había un grifo, del que colgaba una manguera, un agujero de desagüe en el suelo y una pila de cazuelas gigantescas, grasientas y salpicadas de arroz. También unos botes enormes de jabón y una escoba. Un soldado con la camisa fuera del pantalón se repantigaba sobre la pared, sentado en un poyete. Tenía barba cerrada y era pelirrojo. El individuo se había levantado para saludar al brigada, y en cuanto éste desapareció se volvió a sentar. Entonces empezó a liar un cigarro.
—Vamos a ver, hijo de puta —hablaba sin mirarme, liando tranquilamente el cigarro—, quiero que dejes todos estos peroles como una patena. Hasta que no te veas en ellos como en un espejo, no dejes de limpiar, ¿comprendes, mamón? Allí tienes detergente y ahí la manguera. Volveré en un rato, y como cuando vuelva vea que no has trabajado, pedazo de cabrón, te juro que vas a probar los calabozos del cuerpo de guardia.
Se levantó, me miró por encima del hombro y salió de aquel basurero. Me quedé allí, buscando algún pensamiento que me ayudase a refrenar el insoportable miedo que sentía. Pensé en MC y me sirvió. Ella, su existencia, demostraba que el mundo no era sólo aquella tortura. MC aún no estaba enamorada de mí, pero era sólo cuestión de tiempo…
Tomé la manguera, enjuagué algunas cazuelas y luego las froté con el jabón y la escoba. Cuando fui a aclarar los recipientes enjabonados, el agua dejó de salir de la manguera. Comprobé el grifo, lo cerré, lo abrí y nada. Seguía muy nervioso, tan asustado, tan indefenso… Salí a buscar al soldado y lo encontré en el comedor.
—¿Qué cojones te pasa? —me gritó con repugnancia.
Le expliqué el problema y se vino conmigo al local, rezongando. Fue entrar y señalarme el grifo y la manguera que, deteriorada por el uso, se había doblado justo en la salida del agua.
—¿Es que estás ciego, gilipollas? ¿Tienes ganas de que vaya al brigada a contarle que eres un capullo y un vago?
Me disculpé en voz baja, consciente de que aquel desalmado no me escucharía.
—¡Date prisa si no quieres que me enfade de verdad!
El maldito pelirrojo era sólo un soldado, sin graduación alguna, un veterano podrido seguramente por haber firmado dos años de servicio militar.
Unas interminables horas después, mojado y sucio, con las manos heladas, había acabado con aquella vajilla de titanes, con aquel desbarajuste. El pelirrojo ya no andaba por allí. Un soldado de cocina me dijo que me fuera a la escuadrilla sin siquiera comprobar si el trabajo estaba terminado.
Al llegar a la escuadrilla miré enfadado a J y él sonrió. Fuimos a cenar y al volver formamos en el patio. La humedad agudizaba el frío. La luna presumía con un enorme halo circular, y en el silencio del patio sólo se oían las voces del sargento de semana y los taconazos y palmadas de los reclutas. Justo antes de romper filas para ir a dormir, un compañero que se veía tan ridículo, tan alto y con el pantalón tan corto, gritó:
—Mi sargento, ¿puedo hablar?
—¿Qué quieres? —contestó antipático el sargento.
—Mi sargento, me han robado la gorra.
El sargento se mantuvo en silencio unos largos y tensos segundos. A continuación bramó:
—Pues como mañana por la mañana no hayas conseguido otra, te voy a meter una polla que te voy a hacer un hombre, ¿te enteras? ¡Reclutas! ¡Rompan filas!
3 comentarios:
¡Cuánto me alegro de que no fuera a la mili! Aunque, no sé si lo sabes, hay campos de entrenamiento voluntarios, gente que paga por ir a un lugar donde los obligan a hacer ejercicios a berridos. El ser humano, como se suele decir,e s extraordinario.
Esto me recuerda a un niño de 17 años que lloraba en el wc del cuartel y no se daba cuenta de que eren sus propios lamentos lo que escuchaba. Besicos.
Desgraciadamente, Ozanu, hice la mili. Pero sí, confirmo que una gran mayoría de mis compañeros andaban por allí como peces en el agua... Un abrazo.
Esa historia tienes que contarla con más detalle, Angelines. Las historias de la mili tienen mala prensa, pero yo creo que son muy útiles para entender dónde estamos y hacia dónde vamos. Besos.
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