Es mayo y llueve. El viento frío dibuja caminos entre la vegetación del parque: zarandea las copas de los plátanos, hace temblar sin orden a los cinamomos y desnuda a las jacarandas de su exquisito vestido de flores violetas. En el cielo, una masa oscura y difusa de nubes acaba de aligerar su húmeda carga sobre la ciudad, y la sigue una cola de nubes desordenadas, dispares, precisas, que se recortan contra una tímida cortina celeste. Un arco iris llano y completo se ha asomado sin convicción, sólo unos segundos, sobre los edificios del fondo, y un avión maniobra sobre el aeropuerto preparando el aterrizaje. Tengo la ventana cerrada, sólo escucho el ruido solitario del teclado mientras escribo, y el relativo silencio da a las cosas un toque inevitable de realidad.
Las nubes vienen de poniente. Han debido pasar hace unos minutos sobre el cementerio, con su lluvia crepitando sobre el mármol de las tumbas, aseando a los cipreses, aliviando la paz del lugar con su dulce canto de papel. Los aviones suelen pasar como tormentas sobre el cementerio, muy bajos, enormes, tronantes, desafiando la gravedad con sus formas colosales. Pero nada impide que en cualquier rincón del cementerio perviva un horizonte ubicuo, incansable, verdadero. En el cementerio, como en el desierto, se escucha la vida.
Mirando al parque, observando las ramas de los árboles que se agitan por turno, caigo en que todo se mueve: el planeta, el cielo, el aire, nosotros mismos, y sin embargo solemos vivir como si todo estuviera en su lugar, muy quieto, esperando que nuestra mano dibuje la vida sobre las cosas. Creemos, no nos queda otro remedio, en la distancia que separa a la vida de la muerte, y por eso andamos convencidos de que el pasado se fue y que el futuro llegará. Sin embargo, el tiempo es sólo una ilusión, una premisa para la cordura artificial que nos amarra al orden, un modo ingenuo de creer que los muertos pasan y que los vivos respiramos más allá de nuestros sueños.
Hay instantes en que el viento se lleva a las nubes, en que despeja de brumas nuestro ser y quedamos desnudos, indefensos, justo lo que somos, sometidos a las leyes incomprensibles del laberinto. Sin embargo hoy, veinte de mayo, la risa y el llanto visitan el terreno fatigado de mi alma. Risa y llanto me traen alivio, suspenden el extravío y me permiten recalar en la bahía segura de su carne tibia, en su beso que aún me roza, en su abrazo que aún me abriga, en ella que, en mi sueño de vivir, fue el principio de todo.
7 comentarios:
Un beso, Angelines.
Leerte es como entrar en un terreno íntimo de puntillas y quedarme embobada, porque dices cosas que yo diría, no tan bien como tú.
Un abrazo.
Bueno, Isabel, tengo que reconocer que con tanto lío entro poco en los blogs de los amigos. Ahora, cuando recibo tu comentario, entro en el tuyo, y he tardado un rato en salir, tal vez porque me ha atrapado cierta paz que destilan esas fotos tan hermosas, o ese texto tan natural, tan sereno... Así que no estoy tan seguro de que tú no lo puedas decir mejor que yo. Aunque lo importante, de cualquier modo, es decirlo, ¿verdad? Y sentirlo, claro... Un beso.
Quizá sea cierto eso de que el paraíso está en cualquier lugar en que seamos capaces de pararnos a contemplarlo. Y eso has hecho tú.
Estupendo texto, Sir.
Besos
Sí, sí, estoy seguro de que es así, Carmen. Un beso.
Sintiendo los cálidos y cariñosos beso se siente uno muy bien
Besos y besos
:-))))
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