E. M. Cioran, Breviario de Podredumbre
La hallé por pura casualidad. Una de las excavadoras comenzaba a levantar los estratos superficiales de un pequeño cerro, y en mi ronda habitual de supervisión me sorprendió el brillo inusual de un objeto oscuro, que destacaba entre la arcilla removida. Habría permanecido enterrado aproximadamente a un metro del suelo. Detuve al operario para recogerlo, e inspeccionándolo sólo un instante le hice señas al conductor de la excavadora de que podía proseguir su labor, dándole a entender con mis gestos que lo encontrado no poseía valor alguno. Aún no comprendo por qué mentí desde el principio sobre la pequeña cartera; fue como un impulso inadvertido que entonces me pareció acertado y hoy me hace pensar en fuerzas imposibles como el destino.
Si la hubiera encontrado cualquiera de aquellos trabajadores, cuya única función era despejar la zona de una capa de tierra aparentemente inútil para nuestras investigaciones, no dudo que la historia que la cartera contenía yacería hoy en cualquier vertedero, incógnita y extraviada para siempre. Pero me tocó a mí descubrirla, a alguien cuyos ojos experimentan una sed casi física por los enigmas del pasado. Esa sed se calmó durante aquellos días, porque el asunto anduvo rondándome el pensamiento y desbaratando todas mis pretensiones. La lluvia ocasional me permitió justificar un tanto mi ausencia y mi abstracción, aunque el retraso en los trabajos superó al que la sola lluvia hubiera producido, y algunos compañeros empezaron a creerme enfermo. Ni siquiera a mi mujer me atreví a contarle la verdad, aunque debo admitir que entre todos mis éxitos arqueológicos ningún hallazgo superó nunca, ni tal vez supere jamás, a la cartera que un buen día resplandeció oscura entre la arcilla húmeda de aquellas excavaciones.
Al recogerla me dirigí inmediatamente a la oficina y me encerré en mi despacho. Tras limpiarla cuidadosamente con mi pañuelo, descubrí en su interior, resguardadas por varias solapas que habían conseguido impermeabilizarlas, las contadas páginas de una minúscula agenda caligrafiadas con pluma, con una letra diminuta que cubría toda la superficie del papel, y que en ese momento, así, a simple vista, me transmitieron una evidente angustia. Había leído la primera frase, “Viernes, 28 de julio de 1899”, una fecha que me estremeció de arriba abajo: ¡ochenta años! Pero una vez sentado ante mi escritorio no pude impedir que lo sorprendente me aplastase más y más conforme mis ojos recorrían los renglones nerviosos de aquel improvisado diario. La letra era minúscula, negra, incierta, a veces desesperada...
«Viernes, 28 de julio de 1899. Me he decidido a escribir. Todavía sé en qué día estamos, pero si sigue pasando el tiempo la memoria, que junto a estos maltrechos cuerpos es lo único que nos queda de nosotros mismos, puede comenzar a desvanecerse. No tengo más que estas hojillas menudas para escribir, y lo que dé de sí esta pluma mía de siempre. Los puntos y aparte pueden acercarme al final. Mi esmirriada escritura (las huellas de pulga que puedo oír mentar a Mara) me ayudan en esta labor de ir ganándole espacio a estas exiguas páginas. Llevamos una semana bandeando por estas tierras y no hemos encontrado un solo poblado, ni un alma. Tampoco lo esperábamos. El Congreso sobre Lenguaje y Verdad no se celebró para nosotros. Los profesores Rosa Estrada y César José Cancio habrán figurado como no asistentes, y todo por un insignificante detalle. O quién sabe si nuestras almas se han escindido y ahora compatibilizamos una vida previsible en aquel lado con otra de brutal pesadilla en éste.
»Rosa y yo nos conocíamos de hace mucho, aunque siempre desconfié de esta mujer resabiada y tan sólo aparentemente profunda. Ella se presentó en mi habitación la noche antes del inicio del congreso, por eso se me ocurrió lo del maldito paseo por los alrededores del Parador. Este se alzaba sobre una pequeña meseta, y desde allí la vista accedía a las tímidas luces de varias aldeas cercanas. Yo sabía que Rosa hablaría y hablaría sobre el congreso con esa filología de salón que tanto desprecio, y que las paredes de mi habitación oprimirían aún más mi ánimo; por eso le propuse el paseo. Sé que le asustaba la oscuridad, pero aquella noche su comportamiento declaraba de sobra su deseo de aventuras. Era tan sólo un paseo, y además por unos alrededores bastante cuidados, pero más allá de las diez de la noche y sin un solo rayo de luna que alumbrase levemente el camino la excursión podía calificarse de aventura. Descendimos atrochando por un camino amplio, Rosa suspendida como siempre en sus palabras huecas, monologando sobre la importancia del signo en la acción creativa. Con su perorata insulsa y pretenciosa, mi mente se ausentaba y se trasladaba a otros lugares, a mi casa en Nomur, al abrazo joven y sonriente de Mara, y deseaba no haber tenido que separarme de ella. Pero conforme la vereda se fue estrechando volví de mis vagabundeos y comencé a preocuparme. Dimos vueltas y revueltas por el robledal que vestía aquella ladera, y perdíamos con frecuencia tanto la vista del parador como la de los pueblos cercanos, que de cualquier modo iban quedando enterrados en las alturas colindantes. Pero hubo un instante en que Rosa cerro la boca y ambos permanecimos en silencio mirándonos, atentos al más mínimo ruido de la noche; el mundo parecía muerto. No cantaban pájaros nocturnos, ni se oían chasquidos de hojas al paso de ningún roedor o insecto. Habíamos caminado unos tres cuartos de hora. Tratamos entonces de encontrar el camino de vuelta, y luego de varios intentos frustrados creí reconocer la silueta de un roble inmenso recortado sobre el mar de estrellas. Suspiramos cuando el sendero comenzó a subir y a ensancharse. Pero las luces del parador y de los pueblos tardaban en aparecer. Creí, y con esa explicación calmaba a Rosa y a mí mismo, que el parador se mostraba invisible por ese efecto de las alturas que de pequeño siempre me desconcertó: cuando subía una ladera empinada, al llegar a la cima descubría tras ella otro monte mayor, y luego me preguntaba cómo podía haberse escondido tanto rato aquella mole gigantesca de tierra tras la primera cumbre. Pero ahora no podíamos andar lejos del Parador. De hecho llegamos pronto a la plataforma que coronaba la meseta, pero no nos recibió ninguna luz, ni ningún edificio. Se habían desvanecido las manchas luminosas de los pueblos, y sólo quedaba un gran agujero bruno vigilado por las estrellas; y dos personas solas y aterrorizadas por la noche total y la ausencia».
«Sábado, 29 de julio de 1899. Hoy, más de una semana después, he podido tirar de la magia del lenguaje para escribir con algo de serenidad sobre aquella funesta noche. Rosa lloró hasta quedarse dormida, y a mí acabó venciéndome el sueño entre el vendaval de disparates que se me ocurrieron como posibles soluciones al maldito suceso que nos tenía allí, postrados contra el tronco de un árbol y ovillados para vencer el relente, que empezaba a caer sobre los restos de calor de aquel día de verano. Afortunadamente el tiempo no se había detenido. La mañana nos sorprendió en la elevada llanura sobre la que debía haberse levantado el Parador, pero sólo encontramos árboles y un terreno comido por arbustos y helechos, ni un solo rastro de vida inteligente. Desde entonces hemos vagado por estas tierras desiertas, con la duda insalvable y desesperada de si todo será un sueño, aguardando a que algún empleado del Parador nos descubra y nos despierte: “han debido pasar frío los señores”… »
«Domingo, 30 de julio de 1899. ¡Qué ser más insondable es el hombre! Nunca se habrán expresado bastantes mentiras sobre él, nunca será ni mínimamente comprendido. Rosa y yo nos bañamos en los ríos y lavamos en ellos nuestra ropa, que se seca sin tardar con la bonanza de un sol que nunca falta; los nogales, las zarzas, los cereales que crecen espontáneos en los terrenos más abiertos, todo se nos ofrece para que subsistamos a nuestra desusada orfandad. Ni Rosa ni yo habíamos reaccionado aún del todo: nuestros movimientos han sido hasta ahora mecánicos, y sólo hemos cruzado palabras imprescindibles, porque pocas cosas nos han preocupado aparte del alimento. ¡Nos habíamos acostumbrado en pocos días a vivir como salvajes, habíamos arrojado nuestro pasado en el doloroso desván de esas certezas que el hombre necesita olvidar! Pero hoy es distinto. Los descubrimos desde un saliente de piedra, sin atrevernos a llamar su atención. El grupo de… no sé cómo llamarlos, si monos o humanos, ha hecho una fogata y asan un jabalí con toscos movimientos. Llevamos todo el día persiguiéndolos. Por la mañana Rosa y yo dormíamos al resguardo de una pared que interrumpía la falda de un monte, creyéndonos solos en este áspero mundo, pero de pronto oímos una tremenda algarabía, gruñidos y golpeteo de maderas. Con mi dedo en su boca indiqué a Rosa que no hiciese ruido y nos ocultamos en la oquedad que, unos metros encima de nosotros, se abría en la pared. Comenzaron a llover animales: un par de jabalíes inmensos y otro animal aún mayor que me pareció un buey, despeñados en al pie de la pared rocosa. Todos se debatieron unos instantes, moribundos, y pronto dejaron de patalear. Hicimos un tremendo esfuerzo para no gritar cuando contemplamos cómo una horda de hombres desnudos, robustos, de escasa estatura, con la espalda arqueada, una sola ceja prominente y la frente, los ojos y la barbilla hundidos, se abalanzaban furiosos sobre las fieras, a las que atravesaban con sus lanzas de madera, sin dejar de blandir en ningún momento contra ellas unas antorchas rudimentarias. Ante nuestro asco despedazaron a los animales con unas piedras, usadas como las hachas de mano que llenan los museos de arqueología, piedras que uno de los hombres traía envueltas en una piel que parecía de zorro. Los jabalíes fueron casi totalmente aprovechados, pero al buey le cortaron la cabeza y los miembros y el resto fue abandonado en el lugar. Cuando se hubieron marchado, cautelosamente, seguimos su rastro. A los dos nos embargaba un miedo extremo, pero también sabíamos que aquellos salvajes eran los únicos vestigios humanos en aquel desvarío de mundo. Luego de caminar casi todo el día, llegaron a un claro de la floresta donde unas mujeres, con su mismo aspecto, emitieron unos extraños gritos de alborozo. Y ahora, agazapados entre unos arbustos no lejanos, contemplamos su festín. Se mueven como si su pensamiento consistiese en una sucesión de sueños deslavazados, considerando cierta la primera hipótesis que se les ocurre para explicarse todos los enigmas que los rodean. Pero la oscuridad empieza a desplomarse sobre nosotros, y tenemos que alcanzar unas cuevas que descubrimos en el camino, y recoger ramas para cubrir nuestros cuerpos en la noche».
«Miércoles, 2 de agosto de 1899. Ayer, una vez que los primitivos se sintieron hartos de la carne del enorme tigre que habían cazado, y de gran cantidad de bayas y raíces que tenían apiladas junto a la carne, observamos a uno de ellos dirigirse a una de las mujeres y apartarla unos metros del grupo. Tras algunos forcejeos, que unas veces parecían lucha y otras juego, fornicaron durante un buen rato. Tanto Rosa como yo contemplamos el suceso como dos seres que han perdido la capacidad de asombro. Pero algo se despertó en nosotros, algo que abría un leve resquicio en nuestra amnesia, una pequeña chispa de lucidez con la que, sin mucho esfuerzo, podríamos comenzar a recordar nuestra pasada existencia. Como ya escribí, Rosa ha sido siempre una mujer algo indeseable, frívola, insustancial, plagada de apariencias y con la suficiente vanidad como para enfurecer a la persona más paciente. Pero ese crujido que ambos sentimos ayer, tras ver lo sucedido entre el hombre y la mujer primitivos, hizo que nos mirásemos de otro modo: el pudor que ambos habíamos demostrado al bañarnos o mientras nuestra ropa se secaba desapareció. Nos desvestimos furiosamente, olvidando que aquellos seres podían oírnos, y nos enlazamos durante una eternidad en una danza de sudores que nos hizo sentir que aún vivíamos, que no habíamos muerto del todo. No fuimos descubiertos gracias al ruido de una tormenta que se desató pocos instantes después de comenzar nuestro renacer. Hemos partido de cero, hemos recuperado de una vez el pasado y la solidaridad, la capacidad de olvidar las diferencias para mitigar un tanto nuestra soledad. Durante varios días hemos seguido a estos seres, que van sin rumbo fijo, de un lugar para otro… Hoy nos topamos con una especie enana de caballo; cruzaba al galope una llanura y se detuvo cerca de donde estábamos. Pude contemplar en el animal una mirada triste, y quise creer que se dolía silenciosamente por la perdida hegemonía que desde muy atrás habría gozado, tal vez destronado ahora por los tigres gigantes de enormes colmillos, o quizás por los osos y los elefantes».
«Sábado, 5 de agosto de 1899. En estos días hemos descubierto animales muy parecidos a los que conocimos en el otro lado, pero con algunas diferencias, sobre todo de tamaño: alces, ardillas y martas, ciervos, bisontes, rinocerontes lanudos como ovejas, bueyes salvajes y caballos, renos, elefantes, osos… Uno de estos enormes osos nos dio un susto de muerte. Caminábamos por la ribera de un riachuelo y en un recodo nos apareció un ejemplar gigantesco. Cuando advirtió nuestra presencia se irguió inmediatamente, profiriendo rugidos pavorosos. En pie como estaba debía medir unos cuatro metros. Ni Rosa ni yo movimos un sólo dedo, yo más por parálisis que por valor, y Rosa porque se desmayó nada más aparecer el oso. De todas formas, huir era imposible. El oso se nos acercó, nos olfateó y se alejó seguidamente hacia un árbol cercano a la ribera, una especie de chopo negro. De nuevo erguido se dedicó a limpiar de hojas las ramas que estaban a su alcance. Recogí a Rosa y nos alejamos del lugar. Nuestro ánimo, dentro del temor y la incertidumbre, se va serenando. Vamos aprendiendo a sobrevivir en este infierno».
«Domingo, 6 de agosto de 1899. Hemos perdido a la horda. De nuevo nos encontramos solos en este imperio de mentiras sin palabras. Otra vez nos gana la angustia, y ya no nos basta la compañía mutua, porque el desamparo es tan enorme como estos animales que nos acechan».
«Martes, 8 de agosto de 1899. Escribo, debo escribir, hasta que se agote la tinta o el papel, hasta que mi horror se acalle y sea la muerte definitiva. ¡Las malditas bayas!, le dije que no las tomase, que aquéllas nos eran totalmente desconocidas, que no había rastros de que animales u hombres hubiesen trasteado en aquellos arbustos. ¡Maldita seas por siempre, Rosa Estrada, maldita tú y tu cuerpo! ¿Qué me espera…? Ahora sólo mi mano gestando estas palabras y la caída del lamentable manantial de mis lágrimas pueden prestarme el sosiego que necesito. Estas hojas son un motivo estúpido, ¿qué me importan? Aunque son un motivo al fin y al cabo, porque Mara es sólo un nombre falaz y tú, Rosa, te entregaste a ellos para acabar. ¿Por qué gemiste, por qué si sabías que te morías de todas formas? ¿O fue mi reloj y el sol, los reflejos, sus ojos encandilados por otra luz más pequeña entre los árboles? Han venido, Rosa, y te han llevado, y mi conciencia se ha podrido cuando, oculto yo, te han arrastrado en tu agonía hasta su vivac de ramajes… Rosa, me duele la puntuación, me queman las palabras, porque por fin descubro su primera función: huir, servir de salida y olvido al espanto. Cuando tus pechos dejaron de temblar ellos acabaron de lanzar esos gruñidos tenues como una liturgia, asieron sus piedras afiladas y supieron de tu carne dulce, de la miel medular que atesoraban tus huesos abiertos en canal. Ha sido tu más digno homenaje, el horror de una vez para sellar mis ojos e inmunizarme de otras ideas humanas».
«Viernes, 11 de agosto de 1899. Ya no queda nada, ni tinta, ni papel, ni hombres, ningún futuro tras el horizonte, el mundo desnudo y la angustia de estar muerto con los ojos de par en par».
Las frases finales se apretaban contra el borde inferior de la última hojilla. He buscado sus nombres sometido por la misma angustia. César José Cancio y Rosa Estrada figuraban como invitados al Congreso Internacional sobre Lenguaje y Verdad, que debió celebrarse entre el viernes 21 y el domingo 23 de julio de 1899, en el Parador de la Senda, en la comarca de Abrezo. Nomur es una ciudad demasiado grande, y nadie responde al apellido Cancio. Ninguno de los dos reza como asistente efectivo al congreso, ni figuran motivos que excusen su incomparecencia. En el Parador de la Senda se pueden ver, en un apolillado libro de registro, sus dos firmas, pero marcadas con una nota de ausencia sin aviso previo. No he podido acceder a los registros de la policía, pero seguramente su desaparición levantó revuelo durante algunas semanas, y luego se disolvió en plena eternidad. Desde la colina donde se levanta el edificio se alcanzan con la vista tres pueblos que por la noche se encienden entre el tupido ramaje de los robles, y yo no puedo evitar estremecerme, porque en algún lugar de aquellas tierras tuvo que haber vagado, hace centenas de miles de años, un hombre despierto y solo.