sábado, 30 de junio de 2007

Atropos y la risa eterna

Las Parcas son tres hermanas que trajinan con el hilo de nuestra vida. Clotho, la más pequeña, trenza por primera vez el hilo, y con su labor determina de algún modo nuestro destino. La segunda, Lachesis, se encarga de todo lo necesario para que la vida siga su curso. Atropos, la tercera, la Parca más reputada, se dedica a cortar con sus espeluznantes tijeras el hilo invisible que nos guía, el hilo invisible que somos.

Haciendo un esfuerzo de concentración, aguzando la vista de mi pensamiento para obtener una percepción nítida de lo que ocurrió, doy con imágenes de mi madre que la muestran viva, feliz, enfadada, brava, siempre amorosa, ofreciéndonos todo lo que tenía. Cada uno de sus gestos se transforma hoy en otro motivo irrefutable para indagar en el futuro, para no cejar en este absurdo camino hacia ningún sitio.

Pero lo de verdad inconcebible surge en la visión de conjunto: mi madre nace, sufre de niña las injusticias abstrusas de una sociedad enferma y pobre, las de una familia azotada por el alcohol y el hambre. Muy joven se embarca en un obligado y cruel esfuerzo para ganarse la vida (un afán que se prolongará muchos años, hasta que las leyes y su cansancio le concedieron una mísera pensión suficiente). Muy poco después el error fatal de su matrimonio, un error del que surgimos mis hermanos y yo, y que la condenó a una familia rota para siempre. Con los años todo parece mejorar, su bravura sigue intacta, y con los nietos ella se derrama por nosotros, por los hijos que se fueron. Su risa, el detalle de su rostro, los abrazos que necesitó y que no le dimos, su amor transparente, neto, minucioso…

Y súbitamente llega Atropos y corta el hilo, lo secciona de un solo movimiento, de un solo y misericordioso golpe de tijeras, y su hilo invisible se desvanece, ya sólo se puede tocar su cuerpo frío, los restos de tantas noches y tantas estrellas, de tantas horas enredadas en el insondable laberinto del amor. Yo, con mis ojos húmedos y la mirada que se nubla, ya no quiero preguntarme nada más, sólo doy la espalda a la verdad, recogiendo previamente todos los tesoros que quedaron esparcidos alrededor de mi madre; ni siquiera me fijo en Atropos, que se marcha con pesadez, arrastrando el ropaje gastado, guardando sombría las ásperas tijeras, tras haber cumplido con destreza su labor. Aunque por allí vienen Clotho y Lachesis, y en el hilar de una y en los cuidados de la otra descubro las manos de mi madre, sus ojos atentos, su risa eterna…

6 comentarios:

DIARIOS DE RAYUELA dijo...

Leyendo algunos precisos textos -como éste- creemos, por un momento, leer nuestra propia historia, la de los nuestros, lo que hubiéramos querido contar por nosotros mismos y no supimos. Eso he sentido por momentos. Y sobre todo cuando escribes esa terrible frase que expresa algo para mí muy conocido: "los abrazos que necesitó y que no le dimos".
Un fuerte abrazo.

Sir John More dijo...

Y lo más doloroso de todo, amigo mío, es que nunca podremos evitar ser injustos con los que más queremos. Norma de la casa...

Gracias por compartir estos momentos. Un abrazo.

Raquel dijo...

Conmovedor y hermoso, algo se me mueve por dentro mientras leo de principio a fin esta entrada. Completamente de acuerdo con diarios de rayuela y tu forma de querer y sentir a tu madre y su entrega.
Un abrazo grande

Neves de ontem dijo...

hay pérdidas que son irreparables. Ánimo.

Sir John More dijo...

Hace ya algo más de seis meses que se nos fue, y con cada día que pasa ando más convencido de que su pérdida no sólo es irreparable, sino que no necesita reparación. Mi madre se fue dejándonos tantas cosas en qué pensar, tantas luces que mantener encendidas...

Gracias.

FPC dijo...

Yo mismo estoy pasando por ese trance, o sus inicios, en forma de enfermedad y decaimiento. Y aun a pesar de saberlo, y de que esa historia terrible que cuentas no es la mía, no dejo de verla próxima y real. Marca de la casa, dices: nada más cierto.
Abrazo y ánimos.