Cuando no se está seguro de nada, lo mejor es crearse deberes a manera de flotadores.
El Perseguidor, Julio Cortázar
Huele a pan. En realidad es sólo un instante, un diminuto intervalo en su camino. El ruido del tráfico desdibuja la música que murmura en sus oídos matices nebulosos. Él, justo antes, como todos, marcha con la cadencia prescrita, atravesando los residuos de la ya moribunda oscuridad nocturna hacia un nuevo día. Aun lo fugaz del momento, alcanza a buscar extrañado el origen de ese aroma a pan que todas las mañanas flota en el mismo lugar de la avenida. Hay un banco y un restaurante todavía cerrado, pero hoy su instantáneo interés ha tenido recompensa, y ha descubierto, acurrucada sobre el cierre metálico del restaurante, una pequeña ventana semicircular, apenas iluminada por un resplandor amable. Para nada el resplandor que en otro tiempo le sorprendió en el interior desierto de aquella tienda de magias y brujas, no lejos de allí, en la misma avenida, un local en el que todas las mañanas lucía una penumbra incalificable, y en cuyo misterio se quedó prendido sólo un breve segundo, justo hasta que lo liberó el susto por una enorme bruja, una horrenda bruja colocada en una vitrina inesperada. Pero aquella luz tan sólo era misteriosa, y la de la ventana semicircular posee la textura misma del pan, la calidez matriz de aquella mujer, la pesadumbre que destila cualquier nostalgia. No sabe bien por qué de pronto, en un rincón del instante, ha pensado que el pan no es un deseo, sino una deuda con el pasado, la única verdad que permanecerá cuando el tiempo lo haya borrado todo de la faz de la tierra. No tardará ni un suspiro en continuar su marcha, teniendo de nuevo la certeza delirante de que el centro de gravedad del alba late en el fondo de su pecho, y habrá olvidado el aroma a pan recién horneado, por mucho que el pan y su evocadora fragancia se agiten entonces en su cabeza convertidos en ideas, es decir, pálidos, muertos. Y es que las luces deben ser habitadas, padecidas, han de inundarnos, aun por un diminuto instante, las vísceras y hacerse dueñas de nuestros estremecimientos. De ahí que ahora esa luz desvaída, tímida, que se asoma indecisa por la ventana semicircular con su pudor ambarino, convierta el segundo en un interregno de lo prescrito, en la quiebra insolente de la eternidad, en una prueba fatal de la posibilidad del amor. Tampoco como el carnaval de luces de unas horas antes, cuando se tambaleaba volviendo por la noche establecida, en el líquido nocturno que la demasía de alcohol emborronaba con hipogrifos y sirenas, ese centelleante vendaval que en silencio lo vapuleaba en su regreso al cauce. No, esta luz de pan es como algodón mojado en el tierno crepúsculo, aforismo de un dios efímero, susurro accidental que acaricia sus ojos fatigados. La luz de la ventana semicircular, la luz de un instante que pasa para siempre…