Estas entradas llevan el título de Tierra y silencio por dos razones: una porque no sé dónde vi este título en un cartel que, refiriéndose a la Toscana, la definía así, con esas dos palabras, Terra e silenzio. La segunda razón es porque cuando vi este cartel creí que me leía el pensamiento. Lo que más me estaba interesando del viaje era lo que subyacía a todo aquel paisaje en conjunto, algo que estaba más allá de los rincones turísticos, los productos de la tierra y la amabilidad de sus gentes. Había algo que flotaba en el ambiente, la sensación de que aquella tierra se había trabajado con mucho dolor y mucho silencio, porque había en sus campos señales de derrota y, a la vez, de abrazo feliz al tiempo, tal vez porque sólo siendo derrotados por nuestra condición de excepción natural somos capaces de durar junto a esos árboles, bajo esas nubes hermosas y catastróficas, arando con paciencia las colinas de nuestros desvalidos deseos…
Estas imágenes se presentaron en el camino entre Buonconvento y la Abadía de Santa Anna in Camprena, que para nuestra desgracia estaba cerrada. No obstante, como siempre, andábamos con los horarios cambiados, obstinados en vivir en las horas españolas, y cuando llegamos a la Abadía el hecho de que estuviera cerrada casi fue lo que nos permitió almorzar. La Abadía prometía mucho más de lo que mostraba…
Desde la misma Abadía se seguían observando maravillas. El cielo continuaba estallando, y el pequeño pueblecito de Castelmuzio dormitaba en la falda de una montaña, bajo un calor que empezaba a apretar con demasiada fuerza. Por supuesto, las sombras eran sombras reales, y en ellas uno podía respirar hondo.
Llegamos pronto a Pienza, un pueblo precioso donde me comí mi primera pizza italiana después de muchísimos años. Su sabor era aún mejor que su aspecto…
Luego Pienza nos mostró sus calles y su privilegiada posición sobre los valles colindantes. Como en casi todos los pueblos, su calle principal algo transitada por los turistas contrastaba con sus callejas frescas y deliciosas.
De Pienza nos dirigimos, para acabar la tarde, a Montepulciano, un lugar conocido no sólo por sus vinos, sino también por su situación de ensueño y su belleza. Desde lejos, un arco iris completo nos introdujo a Montepulciano ya para siempre en el corazón…
Las vistas desde la caída sureste del pueblo eran impresionantes, con el Lago Trasimeno allá ocupando casi todo el horizonte. El sol, súbitamente, encendió sólo unas ruinas que no he podido identificar.
Por dentro, Montepulciano lucía así de hermoso…
Y qué café el del Caffè Poliziano, qué sabor inenarrable…
Aquí, en la Fattoria Pulcino, compramos queso pecorino y salami al tartufo (trufa)…
Uno nunca acaba de irse de Montepulciano, siempre guarda lugares inolvidables, vistas asombrosas…
Por la noche, cierro los ojos al probar uno de sus vinos y Montepulciano sigue ahí dentro, acariciando los sueños…
2 comentarios:
Qué envidia me das, hermano. Espero no tener que esperar a que me jubile para hacer también ese viaje... Disfrutadlo bien. Un saludo
Ay, Jorge, ya está disfrutado. Ahora sólo arranco estas fotos de mis recuerdos. La gran putada de la Toscana es que te vuelves con unas ganas terribles de haberte quedado para siempre... Un abrazo.
Publicar un comentario