Cuando pequeño, una de las atracciones de la Feria que visitábamos era la de Las Hermanas Colombinas. Consistía en observar durante un instante a dos hermanas, aparentemente gemelas, cuya gracia residía en una extrema y mórbida obesidad. En aquellos tiempos sin nutricionistas, en los que esta enfermedad era considerada constitucional, aquellas mujeres mantenían silencio mientras los clientes pasábamos ante ellas, y de vez en cuando movían los brazos y la cabeza más para demostrar que estaban vivas y que no eran estatuas, que para hacer nada concreto. La mirada de las hermanas era una mirada cansada, definitivamente cansada, de resignación antigua, como si ambas considerasen que su falta de intimidad, su entrega total al público, fuese la única forma de salvarse de la nada, la única forma de preservar un interior seguramente vivo en el que nadie estaba interesado. Asombrar para conservarse, aunque poco a poco lo que fueran por dentro estuviera hundiéndose en un lugar cada vez más remoto e inaccesible, incluso para ellas mismas.
Así me encontré a Florencia. El número de visitantes me pareció excesivo, agotador, insoportable. Cualquier rincón emocionante quedaba sepultado por las incansables voces (demasiadas veces españolas y escandalosas) de las riadas de turistas. La ciudad parecía estar relegando su ser a regiones más profundas que tal vez sólo aflorarían en días de invierno y lluvia, o tal vez en las noches frías del otoño crepuscular; pero entretanto vivía de la fachada. Tanto es así que incluso en la Galería de los Uffizi o en la Santa Croce quise notar una especie de protocolo del turista: no sólo esas manadas de gentes con prisa a las que un tipo les explicaba algún cuadro o alguna escultura, sino que el visitante normal pasaba por los salones atestados de gente con la intención de cumplir con una de las pruebas de Florencia. En el Ponte Vecchio no cabía un alfiler, e incluso las tiendas de joyas me parecieron de cartón piedra.
Florencia miraba a sus clientes con cansancio, resignada a su destino, aunque a la vez en su mirada se traslucía una vida interior que, quién sabe cuándo, surge entre las mareas de admiradores…
Advierto que en las primeras fotos un dedo mal puesto sobre el objetivo emborronó las imágenes justo en su centro. Los problemas de la presbicia…
La plaza de la Signoria era una verdadera colmena. Apenas se podía caminar. Era hermosa, no cabe duda, y había en ella un manojo de espléndidas esculturas, pero me preguntaba por qué la gente se agolpaba allí y no decidía perderse por las callejas menos transitadas de Florencia. Creo que la calor de ese día, agravada por la situación de Florencia en un hoyo (la Écija de Toscana), no era suficiente para evitar que todas aquellas personas siguieran buscando el calor del rebaño. Aun así, intenté captar algunos destellos de hermosura…
En el camino a la Catedral, entre un rosario de comercios de todo tipo, algunos detalles atraían nuestra mirada. La gente no llegaba ahí arriba…
El Duomo de Florencia es una maravilla. Al menos por fuera. Reconozco que a estas alturas me sentía abrumado por las mareas de gente, y ni yo ni nadie propuso entrar en la catedral. Pero sólo por fuera merecería una tarde entera… en silencio y sin tantos gritos…
No hay comentarios:
Publicar un comentario