“Hice bien en dejarme llevar por la gran ola divina; no me arrepiento de haber sido rehecha por las manos del Señor. No me ha salvado ni de la muerte, ni del mal, ni del crimen, pues gracias a ellos nos salvamos. Me ha salvado tan sólo de la felicidad”. Así termina el relato titulado María Magdalena o la salvación, publicado por Marguerite Yourcenar en su libro Fuegos (Alfaguara, 1989).
La felicidad es un elemento difuso, es cierto, pero aquí Yourcenar lo equipara con la vida. Porque la vida, entre otras muchas cosas, es muerte, mal y crimen. Y el cristianismo, en mayor o en menor medida, como cualquier otra religión, de lo que nos salva es de la vida. Si somos creyentes, cualquier hecho, cualquier sensación, cualquier movimiento lo hacemos pasar por el tamiz de nuestras creencias.
Creo que el principal problema de los creyentes en un dios es su incapacidad para imaginar un mundo sin Él. Si por un instante lo consiguieran, posiblemente iniciarían su camino sin retorno hacia un ateísmo difuso y no militante. De la misma forma, un cristiano podría decirme que imaginase que Dios existe, que todo lo que se habla de Él, que todo lo que la tradición le atribuye es cierto. Bueno, aparte de que la mayoría de los ateos hemos pasado por esa etapa, hemos creído en un ser así y por tanto ya sabemos qué se siente creyendo en Dios, hay dos obstáculos fundamentales para que esa imagen nos cambiase la vida: primero, pensar que la historia sagrada y sus derivaciones es cierta sería como admitir la posibilidad, por ejemplo, de que una pluma de gorrión que nos cayese sobre la cabeza venga de un Pájaro Divino, una especie de omnipotente y discreto Gorrión Padre que domina las leyes del universo hasta el punto de señalarnos con esa pluma, una pluma que, sin dar más explicaciones, nosotros sentimos (revelación) que es una señal Suya. Todo el mundo coincidirá conmigo en que esta eventualidad, aunque improbable, es por supuesto posible. Incluso, si yo fuera más dado a creer, podría argumentarles que si no creen en ella es por pura falta de fe. Pero ocurre que habría infinitas historias posibles como ésta, y el ser humano debería elegir entre ellas cuáles creer y cuáles no, y no mucho menos improbable parece la historia del gorrioncito que la del Dios cristiano y aún más la de su hijo Jesucristo.
En segundo lugar, la historia cristiana, como la del Gorrión Padre, no nos hace falta para vivir, para sentir, para ejercer todos esos valores que la Historia Sagrada ha querido apropiarse durante dos siglos. No es que uno pueda ser bueno, gentil, caritativo, desprendido, compasivo, virtuoso, filántropo, misericordioso e incluso piadoso sin profesar el cristianismo ni ninguna otra religión, sino que se dan infinidad de ejemplos todos los días que demuestran que creer en Dios no es consustancial al hecho de ser una buena persona. La voluntad simple de no hacer a los demás lo que no me gustaría que me hicieran a mí, un principio bastante egoísta pero también bastante útil, sirve para ser un buen amigo y un magnífico vecino. Si uno, además, se educa en el gusto por la sonrisa y el disgusto por el dolor, propios y ajenos, pues entonces…
Por supuesto, en este punto es interesante recordar la obviedad de siempre: cada uno puede creer en lo que quiera. Estos párrafos no pretenden convertir a nadie sino sólo charlar sobre este tema, como hace un rato charlaba sobre los bellos rincones de la Toscana. Y de esta obviedad surge la consideración de que todos, al fin y al cabo, creemos en algo, y creemos que ese algo es importante, conveniente, útil y cierto. Pero ¿qué diferencia al cristianismo (y a las demás religiones) del resto de las creencias personales? Una diferencia innegable es su afán proselitista y su necesidad de constituirse en un sistema organizado. Por supuesto, como los mismos cristianos admiten, no hay un cristianismo, sino tantos cristianismos como cristianos. Si a San Pablo se le ocurrió alguna vez una genialidad sin par fue ésta, ésta precisamente: es fácil ser cristiano, porque puedes entregar tu vida o guardártela toda para ti sin compartir ni un gramo de ella. Puedes comportarte como un beato yendo de éxtasis en éxtasis, o puedes ser un pulcro inspector educativo, que no va nunca a la iglesia, que veranea en Benidorm y tiene todos los discos de Amaral. Todos podemos ser cristianos sin demasiado papeleo. Ha funcionado tan bien que la estratagema ha sido copiada, en mayor o menor medida, por todas las religiones con afán proselitista. Todos podemos ser cristianos simplemente con creer en Cristo y en su mensaje (aunque no tengamos ni la más ligera idea de cuál fue este mensaje). Como no podía ser de otro modo, como todo en la vida, esta estructura se ha traducido durante estos dos milenios al lenguaje económico y político: nunca le faltó a la Iglesia el poder ni el dinero. Pudo haber misioneros dejados de la mano de Dios, monjas que se pelearon en el barro con la muerte de niños e inocentes sin el más mínimo apoyo de sus orondos dirigentes, pero la Iglesia, la estructura, ésta que a la que ahora van a saludar un millón y medio de jovencitos y jovencitas, siempre ha tenido ropajes dorados y comida en abundancia. El asunto es tan patente que llega a parecer demagógico.
Pero si el truco fuera sólo éste, el reino de Dios habría pasado hace siglos. El truco se encuentra precisamente en que la religión, y el cristianismo en nuestro caso, pretende salvarnos de nuestra felicidad, trata de evitarnos la vida sumergiéndonos en ella con la escafandra de una imagen sagrada; una imagen que, a fin de cuentas, reporta riquezas mundanas a muchos hombres, sobre todo hombres, que se despatarran entre lujos desde hace dos mil años.
Nadie puede negar que los cristianos viven la vida, pero no la viven directamente, porque se escudan continuamente en lo que ellos creen que es el mensaje de Cristo. Digo en lo que ellos creen, porque todos creen no sólo en métodos distintos para cumplir ese mensaje, sino que creen en mensajes a veces radicalmente diferentes y contradictorios. El esquema es endiabladamente astuto: millones de personas creerán en algo distinto (lo que nos garantiza que en el saco caerán judíos y gentiles, nobles y plebeyos, tirios y troyanos), pero todas estarán unidas por el convencimiento de que Dios está ahí, tutelándolas sin tutelarlas, protegiéndolas de una muerte que sin embargo llega inapelablemente, y a veces de forma absolutamente cruel, prometiéndoles un reino que nunca llega, porque las promesas divinas y los caminos hacia la Tierra Prometida nunca llevan a otro sitio que a la propia vida, que continúa fluyendo indiferente a todas nuestras estúpidas creencias (en las que no sólo incluyo las religiosas, sino hasta la más mínima y más personal). Dios además, nos mira desde arriba con una sonrisita paternal cuando tratamos de comprender lo incomprensible, cuando de alguna de sus contradicciones tratamos de extraer conclusiones que siempre, indefectiblemente, acaban siendo pobres intentos mundanos de comprender el misterio de Dios.
Para ser políticamente correcto, y por muy enfadado que uno esté con el adocenamiento de tanta gente, con la extensión entre el rebaño del pensamiento bíblicamente tamizado a costa de un pensamiento mucho más personal, creativo y valiente, uno debe siempre opinar que el hecho religioso tiene que desarrollarse en el ámbito personal. Ahora hay muchos cristianos que opinan así: el Estado debe ser aconfesional, y los cristianos deben practicar sus ritos en la privacidad de sus templos y sus casas. Por supuesto, ya vimos antes que todos piensan que vivir es practicar el cristianismo (suena hasta obsceno: ser cristiano, una eventualidad confusa en un instante de los miles de millones de años del universo, antecede al hecho de vivir, de ser humano), y aunque esta privacidad puede ser muy discutible, el problema es mucho mayor que éste, porque por mucho que estos cristianos (cada vez más numerosos) critiquen las instituciones religiosas, no dejan nunca de promover su modificación pero no su disolución. Saben en el fondo, a veces de modo inconsciente, que si el aparato de la Iglesia se hunde, la religión que sustenta también se hunde. Son cristianos no porque estén de acuerdo con unos valores concretos, porque para ser cristiano no se pide estar de acuerdo con nada. Lo decía el otro día un tipo extraño que dirigía un seminario con un montón de pobres niños con cara ya de enfermos: no se elige el seminario, te eligen, eres llamado. Tú no tienes que estar de acuerdo con nada, aunque luego, en los infinitos cristianismos haya gente que se oponga a esto o a aquello. Los diferentes cristianismos son sólo el negocio de la Iglesia que permite agujeros en las almas de sus feligreses para que el viento de la realidad no se las lleve.
Pero decía al principio que si muchos cristianos pudieran imaginarse a sí mismos solos en el universo, solos sin Dios, acompañados únicamente (joder, sigue sonando obsceno) por sus hijos y sus amigos, por sus padres y sus hermanos, por sus tíos y sobrinos, e imaginaran cómo harían para bandearse en este mundo de locos, en ese momento comenzarían a abandonar a Dios como al despertar se abandona a un terror que nos ha amargado el sueño. Porque entre los cristianos, como entre los fontaneros o entre los aficionados a los boleros, hay gente inteligente y gente boba, valientes y cobardes, científicos y alquimistas, soñadores e individuos asquerosamente prácticos, pero todos, todos sin excepción, admiten que hasta la última de sus células le pertenece al Altísimo, y aunque modernas teorías conciliares argumentan la libertad de la voluntad humana, descargando a Dios de otro más de sus poderes, en el fondo todos se consideran hormiguitas que construyen, de una u otra forma, la colmena perfecta para Él, para su infinita gloria, una gloria de la que, al parecer, a los que sean buenos y fieles, aunque algunos opinan que también a los que no lo seamos, nos dará un trocito en el fin de los tiempos.
Pero ahora se trata de recibir a ese individuo siniestro con banderitas y cánticos simples, que vendrá a decirnos que si vivimos en Dios y bajo sus preceptos, todos podremos llegar a ser tan santos como el mismo Papa. ¿Y tan ricos? No, tan ricos no, dejémonos de tonterías mundanas, y conformémonos con protegernos de la felicidad.
2 comentarios:
Para ricos los políticos. Y para la libertad personal, sexo droga y verborrea barata como la tuya
Eres un payaso, Rafael. Tu padre se moriría de vergüenza si volviera y te viera haciendo estas cosas. Qué pena de ti...
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