A mi padre, uno de los más pacientes y mejores pescaores del río en Sevilla
Juan Hidalgo el Rata, que nunca convidaba a cigarritos ni soltaba un anzuelo así tuviese uno que recoger los avíos y ponerse de mirón, porque es que los peces no se pegan al hilo, lanzó junto a la carnaza la última historieta.
— Mi suegra, compare, que ma disho que avé si le llevo argo de pescao. ¿Sabe tú lo que le contestao? Que sespere a arguno destos que saco con las tripa toa llena daseite de limpiá los barcos, pa ve si me deja duna ves la butaca denfrente la tele…
— Llévale si no los peses que coge er Sientífico —saltó Agustín de la Rosa, la flor de los orilleros del Guadalquivir.
El aludido, un vejestorio de cara roja y narices exuberantes por su extremado apego al tinto, y que apenas recordaba ya el último y remoto día en que se peleó con uno de aquellos bichos escamosos que le esquivaban sus artes, pero que no dejaba de maquinar nuevas estrategias y de dar la lata con sus quisquillosas teorías sobre el agua que había que ponerle a la boya, o el anzuelo preciso para cada especie, o el ángulo con que había que tender la vara para que el tirón enganchase al enemigo... Antonio Liz, el Científico, ladeó tenuemente la mirada y contestó con parsimonia:
— Lo que pasa é questos pese nontienden ni de pesca ni de sebo ni de na. ¿Cómo van a picarle a un artista de la caña unos pese tan innorante?
Como clavos, un día sí y otro no, animados por un ritmo de acero que sólo se quebraba con los domingos de concurso, los pescadores se desparramaban por el borde del muelle sin uso, bajo el puente de Isabel II, con las espaldas molidas por el fragor de una Sevilla disparatada de tráfico y velocidades, y con la cuna mundial del flamenco del de verdad allá enfrente, en Triana, cruzando el agua. Cuando acababan de aliviar los diminutos zurrones, se les veía con tres, cuatro, incluso cinco metros de caña sentados sobre la banqueta plegable y rodeados de bolsas con masilla de pan, cajetines de plomos, mil tamaños de anzuelos y bobinas de hilos de varios números. Y rara vez faltaba la mirada de algún turista en el cogote, de esos que transportaban cámaras de cine y que, si compatriotas, se lanzaban impúdicamente a destrozar la tarde con las cuatro pamplinas que conocían sobre el asunto, y si extranjeros se limitaban a chamullar indescifrables exclamaciones. Ezequiel el Niño, cuando algún oriental se le paraba detrás a dar grititos de ratón que ya entendería el diablo, y sabiendo que el fulano tampoco atraparía una sola palabra, se volvía y, como si se tratase de un saludo, sonreía diciendo:
— Quillo, ¿en tu pueblo no hay pescaore? ¿O é que allí cogei las carpa con escopeta? No te digo el caraflán este…
Aunque los inviernos se mostrasen esmirriados en Sevilla, una gota de frío, el más leve nublado que avivara los reumas, un mínimo airecillo que oleara la superficie del agua escondiendo la boyita y convirtiendo la pesca en una lotería, los ataba al sillón desde el que renegaban de los programas de la tele y suspiraban por el verano. De ahí el asombro de esos escasos indígenas cuando, de seguro en misiones urgentes, porque de otra forma no se entiende, cruzaban el puente bajo los cuarenta y tantos grados del agosto sevillano y los veían allá, esta vez de la parte de Triana, escondidos en una rebaba de sombra de la que surgían las cañas a punto de derretirse. Era en el invierno cuando se daban casi todos los plantones, cuando el tío del tiempo señalaba un sol acorralado por las nubes en la parte del mapa de la que ellos no quitaban ojo, y así se podían pasar un rato en la orilla para calmar los ardores de la abstinencia; y era entonces cuando se demostraba que a los hombres de mayores se les marchitan las fortalezas del corazón, y se ponen demasiado sentimentales para sobrellevar tanta desgracia premonitoria.
Tan sólo a Agustín de la Rosa le dejaba de cuadrar el asunto cuando el otro abría la boca. Cuando el Embrujao saltaba con sus alucinaciones, los compadres se arremangaban el ingenio y lo vareaban como a los olivos, para que le cayeran las gracias. El otro se lo tomaba bien, ponía una voz que no sonaba ni triste ni tampoco contenta, y sentenciaba con alguna de aquellas retorcidas teorías suyas. Que si los cables mal soldados, o que a unos les pilla antes que a otros el invierno y la chochera, o simplemente que el gachón tiene gracia para parar un tranvía: cada uno se lo explicaba de un modo, pero a Agustín de la Rosa le dolía en algún rincón del alma cuando le escuchaba a Julio el Embrujao uno de aquellos enredos increíbles, que el pobrecito recitaba sin apartar los ojos de la boya.
— Mirarle los ojo a los arbure —susurraba Julio con detenimiento y emoción—, y no se creai que los pese sasustan por pelearse con las caña, que no. Esosojos de pa en pa los traen así porque er río está embrujao, porque en las hondura seguro que se pasea má dun rey moro estraviao.
— Julio, que ahí en er fondo no hay má que sieno. Los pescao lo que salen é asustaos de tanta porquería como se tienen que bebé —le contestó el Niño.
— Sobre to en er otoño —continuó imperturbable el otro—, hay días en que se levantan los espestro y forman una neblina que namá que se quita pa vorverse otra ve al agua.
— Sí —saltó ahora Juan Hidalgo—, esoh son los espectro de la humedá, que les gusta musho meterse en los güeso y transformarse en reuma…
Agustín de la Rosa le pasaba la pesca a Julio, porque con tanto requiebro hechicero el mago apenas tiraba del hilo en toda la jornada. Y se daba cuenta de que no le sobraban posibles al hombre; aparecía siempre con el mismo chaleco, deshilachado de tantos anzuelos enganchados. Cuando llegaba la hora de recoger, Agustín le hacía un nudo a la bolsa de su pesca y se la arrimaba:
— Aquí tiene, Julio.
— Sobra, Agustín, má que de sobra —respondía invariable el otro; era su manera de darle las gracias.
Alguno de ellos lo habían visto vagabundear caña en ristre por la atestada Sierpes, y el Rata, que conocía a algunos cocheros de caballos y se iba más de una mañana a charlar con ellos en la Plaza del Triunfo, relataba que se había topado con él más de una vez, hablando solo y colándose en el Alcázar. «Que pa eso é Julio, el Embrujao», alegaba gracioso Juan Hidalgo.
La mayoría de los pescadores de aquella banda cobraban la cicatera pensión de los desgraciados, pero todos se aviaban. Ya tenían sus años: el más joven era el Niño, que rondaba entonces los cincuenta y ocho. Los había agradables, chabacanos, importunos y jaraneros, y no faltaba el inexcusable gruñón, el típico que se aburría de no coger ni una anguila y andaba siempre enfurruñado y cambiándose constantemente de sitio. Por lo común, con este papel apechugaba Juan José Ortiz, un trianero resentido y menguado por algunos sustos del corazón.
— Si é que me debería dabé ío a la Barqueta, que aquí están to los pese dormío. É que ni una picá llevo en toa la mañana.
Y Agustín de la Rosa, a quien le daba mucho coraje tanto llanto y el mismo retintín todos los días, le replicaba un poco harto:
— Chiquillo, si le tiene puesto un kilómetro de agua. Asín, como nonganshe a un ostraliano, ya me dirá tú…
— Que no, hombre, que no, que aquí no hay na —insistía Ortiz.
— Y entonse estos animalito que sacao yo del agua ¿qué son, rinoseronte?
Todos habían tenido tiempo suficiente de acostumbrarse a los plantones. El último había sido el de Eugenio el del termo, y cada uno de ellos echaba de menos a aquel minúsculo viejecito que se colocaba a mano su termo, que él decía de café y todos creían que venía cargado de mosto, y que cantiñeaba por lo bajito unos fandangos y unas granaínas que ya quisieran para ellos más de dos nombres del flamenco. Todos, sin excepción, habían comprendido sin embargo que hurgar en el pasado de los muertos tan sólo los conducía a pensarse a ellos mismos procurando el siguiente retraso; así que cuando alguno dejaba de venir por allí, alguien se encargaba de decir: «fulanito tarda en vení», y otro de contestar: «a vé», y entonces borraban al ausente de todas las conversaciones, aunque ninguno lo dejase de apuntar en su boletín particular de bajas.
Pero aquel día, que había salido beneficiado por un sol inmejorable para la pesca, el Científico llegó con un periódico de días redoblado en la sobaquera, y con una cara de pánico que ni el Ezequiel se atrevió a parir la broma que ya tenía en los labios. El Rata liquidó el silencio que se había impuesto con la llegada del otro, porque ya le estaba picando en los ojos el reflejo del sol sobre el agua, y eso sólo pasaba cuando, de ponerse nervioso, se le subía la tensión y el vientre se le deshacía en malestares.
— Antonio, ¿qué coño ha pasao?
Antonio Liz pasó el periódico, y su compañero de pesca soltó la caña, lo desdobló y comenzó a leer en voz alta y con dificultad el recuadro que el otro le había señalado:
— Ahogado en er Guadarquiví. Un hombre de unos sesenta año fue hallado muerto al amanesé en la margen derecha der Guadarquiví, enredado en un juncal de la orilla. El ansiano, que aún no ha sido identificado, presentaba un estraño atuendo, con un pañuelo a modo de turbante en la cabesa, una larga camisa de seda púrpura, atada con un sinturón negro, y unos pantalone blanco bombacho. Iba carsado con unas sapatilla de puntera curva, y en er sinturón corgaba un arfanje que, según los espertos, data aprosimadamente del año oshosiento sincuenta. En er cuerpo se distinguían señale de descomposisión y, ar paresé, el hombre flotaba enredado entre los junco cuando un niño, que se asercó a la orilla para recogé la pelota con la que jugaba, lo descubrió rodeado de argunos peses muerto y con er atuendo descrito. La polisía ruega a todas aquellas persona que puedan da indisios para su identificasión, se pongan en contasto con la comisaría má sercana.
Agustín terminó el día con seis carpas, tres albures, un par de boguitas y una anguila, y aparte de él sólo se estrenó Ezequiel, que sacó un albur de kilo y medio. Estaban recogiendo cuando el Rata le preguntó a Agustín:
— ¿Qué mira tan embobao?
— Na, los ojo desta carpa, que mestá mirando y parese como si quisiera desirme arguna cosa de arguien.
13 comentarios:
Superior. Nada más.
Amigo mío, sencillamente, gracias.
¡¡¡Genial!!!
Saludos
Trataré, Luna, de ser tan indulgente como tú en cierta crítica dramática que tengo pendiente, y que abordo esta misma tarde... ;-) Claro, eso en caso de que seas la misma Luna que eras...
Decían unos amigos sevillanos que en Sevila no hay personas, hay "personjes". Un beso, genio!
Creo que soy la misma... no lo sé, me ha creado tantas dudas, tanta complejidad que mje siento perdida.
(Risas)
De la obra que soy mamá ya está independizada, la volveré a ver el 25.
Ahora estoy con el personaje.
¿Le he dicho que subo de nuevo al escenario?
No he podido negarme, me hace mucha falta.
Saludos
Veredas
Lula, joé, que me vais a poner colorao... Pero sí, tienes razón, en esta ciudad se ven gentes que merecerían biografías interesantísimas. Eso también, suele ser gente bastante perdida... El precio del genio y la figura... Un beso. Ah, por cierto, algún día tengo que ir a ver tu Citroen-sur-mer. Dicen por ahí que es la villa más bonita de toda Galicia...
Doña Veredas de la Luna, no sabe cuánto le deseo que su hijita de papel disfrute de un estreno esplendoroso, y que en esa vuelta suya a los escenarios le lluevan los aplausos que seguro merece. Ojalá pudiera estar entre el público... Besos.
Te estaré esperando para hacer de cicerone. En el mes de junio es como si renaciese (de las obras) y florecen terrazas, motocicletas con jóvenes alocados, playas (todavía desiertas) y te sientes contagiado por una actividad vital y frenética. Si eso es "bonito", sin duda Citroén sur Mer lo es.Besos norteños.
Si se dieran algunas circunstancias, este verano me escaparía para visitar tu Citroën-sur-mer y algunos otros lugares de ensueño norteño. Te cojo la palabra.
En agosto vivo en Italia, Sir (es un decir) pero en julio soy toa pa' ti.
Hija, pues qué decir me sueltas... No sé, pero julio lo tengo prácticamente pillado por el trabajo, la familia y los pirineos. Si la cosa fuera bien, intentaría escaparme en septiembre, aunque también tengo casi seguro una semana en Gijón para asistir a los Encuentros de Cabueñes. Así que veremos. No obstante, espero que tu invitación cicerónica no tenga una fecha de caducidad muy próxima... Besos y gracias, galleguiña salá.
Septiembre es estupendo (si hace bueno). Todavía se pueden aprovechar los paseos en la playa, ya casi no hay turistas y se puede comer, otra vez, a buen precio cosas ricas. Aquí estaré, esperando tan ilustre visita.
Lo de Italia, entiéndelo, tengo que practicar je,je.
Desde que leí La Romana de Moravia me lamento de no tener suficiente tiempo para aprender italiano. Es un idioma lindo... Aunque también el portugués, y el francés, el alemán, y aprender bien el inglés... Mi vocación frustrada: los idiomas. Un beso, y mejor que me lo pones con eso de las comidas... Je, je, me recordaste mi primer viaje a Galicia: íbamos mi mujer y yo cuando éramos novios, hará unos veinte años y con cuatro duros. Reservamos cinco mil pesetas para la mariscada final. El último día entramos en un restaurante de la costa y le dijimos al dueño que teníamos ese dinero, y que nos sirviera el equivalente en marisco. El hombre, bien simpático, nos dijo que eso era lo que a él le gustaba, y a continuación nos puso hasta arriba de marisco (recuerdo cigalas, percebes, algunas ostras...). Buena gente, sí señora...
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