El caballero Seregorn cumplía sus oficios en el propio castillo de Eledhost. Desde su partida de Taur im Duinath nunca, ningún día había dejado de recordar su paso por el bosque, y no sólo por el ejercicio de su voluntad, sino porque cada recodo de cada camino le traía pinceladas de aquellas jornadas mágicas.
Cada mujer hermosa poseía una de las virtudes de Eärfin, ya fuera la tersura de su piel, los ojos grandes y curiosos, el paso grácil o esa sonrisa indescriptible que inundaba de gozo la espesura. Cada voz sonaba en algún momento con el mismo timbre o la misma cadencia que la del hada, y cada olor placentero se transformaba inmediatamente en el de ella, y se podría decir que Seregorn tenía siempre delante un velo con su imagen transparente y primaveral.
Seregorn soñaba con Eärfin, y la encontraba vagando triste por Taur im Duinath, con la dicha de sus poderes convertida en encantada cárcel: un hada prendida por la red del amor. Le envió palabras doradas con ocasionales mensajeros que, a sus órdenes, desviaban su itinerario para pasar por aquel paraje olvidado. Las cartas manuscritas las dejaban aquellos temerosos jinetes en un árbol de sombra que se desparramaba en los lindes del bosque, y que ofrecía numerosos huecos, escondrijos que, cada día, el hada examinaba con ansiedad. En estos mismos agujeros, Eärfin dejaba regalos para Seregorn: enormes pétalos con huellas de labios, jirones de nubes oscuras perfectamente envueltos en telarañas plateadas, pequeños recipientes con diferentes lluvias, y cajas con palabras susurradas que Seregorn podía oír con sólo abrirlas.
Cierta vez, en un caluroso mediodía de verano, Seregorn había bajado al mercado, en las afueras del castillo, entre las casas del pueblo que caían por la ladera donde aquél se alzaba. Admiraba un tenderete de frutas que presentaba piezas lustrosas y llenas de aroma. Las naranjas, las manzanas, los melocotones competían por aportar mayor y mejor fragancia a aquella mediodía de mercado. Como siempre, Seregorn encontró algo que le puso a Eärfin delante, y ahora creyó aspirar como nunca el aroma rumoroso del hada.
Sorprendido, descubrió de espaldas a una mujer que vestía con elegancia, con el pelo rojo recogido desigual sobre su cabeza. Rápidamente, la mujer se alejó por uno de los callejones del mercado. Seregorn quiso creer que era su hada, pero enseguida desechó la descabellada idea y volvió a fijarse en la fruta. Sin embargo, poco a poco algo lo impulsó a seguir a la mujer: primero lentamente, pero luego, al ver que podía perderla entre la muchedumbre y en el laberinto de tiendas y pasajes, aumentó su paso hasta que el caballero corrió desesperado en el total convencimiento de que aquella dama era Eärfin. Al doblar una esquina, por la que poco antes había girado la mujer, Seregorn contempló una calleja profunda y estrecha protegida por toldos, en la que sólo se observaba a la derecha una entrada, abierta y oscura. Seregorn, jadeando, con los ojos deslumbrados por el sol del mediodía, se detuvo ante la abertura negra como un abismo. El silencio se palpaba sobre el rumor lejano del mercado. El caballero se apoyó en las jambas de la puerta e introdujo su cabeza en la casa, pero antes de que sus ojos se acostumbraran a la penumbra interior, sintió unos labios en los suyos. No necesitó nada más para reconocerla. ¡Eärfin estaba allí, su hada!
En una estancia interior, iluminada por una simple antorcha que emitía una extraña luz azul, Eärfin y Seregorn se derritieron mutuamente, y un manantial de deseos antiguos anegó el momento hasta convertirlo en una eternidad única. Hablaron en voz baja, se susurraron historias, minucias sobre sus vidas; bromearon infantiles, se enjugaron uno al otro lágrimas lentas y sustanciosas, se escanciaron como vinos antiguos y saborearon la única verdad que existe: el instante que pasa.
Eärfin, un hada al fin y al cabo, supo aclarar a Seregorn aquel encuentro inesperado. Y así dijo:
— Amor mío, ¿dónde está Taur im Duinath? ¿Dónde dejaste ese bosque húmedo de amor? ¿Lo tienes acaso localizado en los torpes mapas de la región? ¿Cómo apuntaste a los alegres mensajeros que traficaban con nuestros tesoros el camino para hallar semejante paraíso? ¿Acaso no te guiaste por un sueño? ¿Acaso no utilizaste en el destino de tus recados, más que precisas indicaciones geográficas, palabras como intuición, presentimiento, instinto...?
Seregorn miraba a Eärfin intrigado y confuso, y la voz de arroyo del hada siguió serpenteando por la tenue luz de la habitación.
— ¿Acaso creíste, ángel mío, que Taur im Duinath podía ser un bosque más, un mercado, una posibilidad vulgar, un simple trozo de tiempo? Y ¿por ventura redujiste a Eärfin, luz de tus noches, a un ser mágico capturado entre el hechizo envolvente de un reino de cristal y el deseo ansioso de una realidad esquiva?
El caballero quiso hablar, pero Eärfin puso un dedo en sus labios, y siguió diciendo:
— No, amor mío. Es cierto que soy un hada en Taur im Duinath, una poderosa criatura que alumbra veredas y riega de polvo dorado los huecos de los árboles y la cabellera del hombre dulce que ahora me mira. Pero no vivo allá más que cuando Vos estáis, Seregorn, porque vuestro sueño me llama y resucita en mí poderes que sólo pueden ser vuestros. También Eärfin despierta cada día con el sol, y destrenza su realidad hasta la salida de una luna que trae reflejos de nuestro bosque. Taur im Duinath es sólo un sueño... —terminó susurrando la mujer.
— Y nada menos que un sueño —susurró a su vez Seregorn, acercando su rostro al de Eärfin, de forma que sus labios al moverse rozaron los del hada.
— Un sueño imposible... —interpuso ella.
— Los sueños ciertos, los sueños valiosos siempre son imposibles. Seregorn es un ser boscoso e iluminado tan sólo en este sueño vuestro, porque mi jornada está salpicada de miedos y debilidades, de batallas perdidas, de tiempo que se deshace en vacíos tristes, y sólo soy gigante cuando amo. Taur im Duinath es un estallido, una constelación forjada en nuestro cielo con materias de nuestras fuerzas. Es una fiesta de risas puras y un universo donde no caben hábitos ni rutinas, donde no caben nuestros límites.
Seregorn hablaba apasionadamente, y Eärfin escuchaba ahora mirándolo a sus ojos nocturnos.
— Nadie puede con la realidad, y el impalpable curso del tiempo, mi niña, agrieta rocas y sepulta civilizaciones enteras. Nada podríamos hacer contra el desgaste de los días. El amor se llama Taur im Duinath. Yo creí que era mi sueño y vuestro reino, y ahora compruebo que es el sueño de ambos. Si abandonamos el bosque nuestra felicidad, nuestras posibilidades, nuestra libertad tienen sus horas contadas. Hagamos realidad nuestro sueño y será como derretirlo o ahuyentarlo, será malograr otra vez la oportunidad que siempre hemos tenido de ser felices.
— Pero tenemos los pies en el suelo, amado caballero —interrumpió Eärfin—, y el tiempo pasa de todas formas para Vos y para mí. Cada segundo llega a ser una aguja que se nos clava en el corazón, y nuestro deseo crece y crece hasta molestarnos en el pecho. ¿Qué haremos con ese tiempo si no estamos juntos?
— Vivir, Eärfin, vivir. No hay otro camino. La luz del día trae posibilidades, y en esa luz cada uno de nosotros deberemos ser y estar. Taur im Duinath es algo más, el lugar donde anidan nuestros deseos, y donde se ocultan de los rayos más crueles del sol, que acabarían borrando todos los rincones de nuestro amor. La sangre nos pide el suicidio, la historia nos exige la conjunción entera de nuestros pasos, y entonces sólo tendríamos un camino, y reñiríamos por él, por su destino, por su dibujo. ¿Queréis eso, amor mío?
— No sé lo que quiero, Seregorn —contestó tristemente Eärfin—. Quiero posarme mágica en vuestro hombro y perderme en vuestro cabello rizado. Pero también quiero teneros en los momentos de soledad, todas las noches, las mañanas, las tardes de invierno y las de verano, quiero teneros a todas horas...
— Mi sangre me pide lo mismo, dama de mis sueños. Pero mi sangre no os quiere tanto como yo.
Eärfin tomó la mano de Seregorn, estudió sus dedos, los besó uno a uno, y luego salió lentamente de la estancia sin dejar de mirar al caballero a los ojos. Seregorn supo que debía quedarse allí, esperando a que el hada se perdiese entre el gentío del mercado. Cuando hubo pasado una eternidad, el hombre se miró la mano que había acariciado y besado el hada, y luego la pasó por su pelo y por su barba para dejar prendido en ellos el aroma de la mujer. Entonces, lentamente, salió a la luz cegadora del verano, y tuvo la certeza de que Taur im Duinath siempre estaría allá, entre los dos ríos, un lugar sin prisas, un lugar imposible donde jugar junto a su hada.
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