Seregorn retrasó más de lo previsto su partida del bosque. Taur im Duinath, la selva imposible que se derramaba en tierras extrañas, entre los dos ríos, lo cautivó hasta el punto de olvidar el descanso que lo aguardaba en su hogar. Seregorn se detuvo en Eärfin, se extravió en sus vuelos, perdió la orientación con sus travesuras de hada, se durmió, en las noches inventadas de Taur im Duinath, sobre los pechos infantiles de aquella mujer intemporal. Porque el tiempo no pasaba entre aquellas frondas, y el roce indescriptible de su piel con la del hada provocaba estallidos que espantaban a los pájaros y hacían esconderse a todas las alimañas. Se había enamorado de sus oídos.
Eärfin sonreía, y su risa hechizaba el aire, y todo alrededor se transformaba en locura: había almendros y cerezos que sufrían un invierno riguroso, y sus hojas caían presurosas sabiendo que nunca la nieve las había hallado en las ramas. Y a su lado algún ciruelo japonés o esbeltos árboles de Júpiter se lanzaban incongruentes a una primavera desenfrenada, y con pasión se cubrían de flores que cambiaban de color con los vaivenes del hada. Seregorn asistía cautivado a tal festival de imposibles, y cantaba canciones y recitaba estrofas que le permitían ver los dientecitos separados del hada, y luego besar sus labios blandos como la mañana.
Sonaban en el bosque melodías que Seregorn recordaba. Es más, los sonidos que surgían de la espesura se adaptaban perfectamente a su ánimo, y así, en el fragor de brazos y espaldas, en el nudo de sudor y caricias, sonaban ruidos excesivos y eléctricos, voces de monstruos blasfemos, sinfonías eternas y sobrehumanas. Y cuando dormía tras el amor sobre el vientre de Eärfin, un piano quedo desarmaba las aristas del presente y suavizaba las asperezas del destino. Pero hubo un día en que el son que se oyó fue diferente, y Seregorn tuvo un presentimiento.
— ¿Oís, Eärfin? Pienso en el verano, pienso en la soledad, hada mía —dijo Seregorn mientras peinaba con sus dedos la lluvia roja que era el cabello del hada.
— Sí, caballero, oigo vuestro verano —respondió con tristeza Eärfin—. Y presiento vuestra marcha.
Seregorn dejó su boca cerrada, y quiso beberse la tristeza del hada con un beso lento, delicado. Advirtió dos ojos brillantes como dos océanos, dos ojos multicolor bañados por unas lágrimas que hubieran fertilizado el desierto, dos ojos que también besó para que cambiara la música de aquel instante. Y así fue cómo unos graciosos violines comenzaron su descripción natural, y cantaron las bellezas de Taur im Duinath, y halagaron al hada que volvió a sonreír con una de sus mejores sonrisas.
— También oigo lágrimas que se precipitan por vuestras mejillas, caballero —repuso entonces Eärfin, sin dejar de sonreír—. No desmerecéis este bosque encantado, amor mío, y sé que disfrutáis como un niño con este juego de entusiasmo y melancolía. Las hadas nos morimos por jugar, respiramos juego, nos evaporaríamos súbitamente en cuanto dejáramos de jugar. Y Vos sois un hombre enamorado, os conozco, enamorado del bosque, de la canción de la vida, de unos cabellos rojos de mar que suspiran por Vos. Por eso os amo, y por eso os conozco.
— Eärfin…
— Callad, caballero —le dijo el hada poniendo un dedo blanco en los labios del hombre—, ahora es momento de mirarnos.
Y pasaron la mañana, y la tarde, y la noche mirándose a los ojos como si fueran dos árboles vecinos, como dos estatuas erigidas en honor a la dulzura. Antes de que la noche se desvaneciera, Seregorn alzó su mano de espada y la acercó a la fría mejilla del hada, y acarició luego su cuello escondido en ese mar rojo de sus cabellos. Luego, despacio, imperceptiblemente, acercó su rostro al de Eärfin, y en el letargo nocturno del bosque se prendió un beso atemporal.
— Volveréis, Seregorn —susurró Eärfin rozando sus labios con los del caballero.
— Volveré, Eärfin. Extenderé este bosque con mis pasos.
— Volveréis, Seregorn —repitió el hada.
— Volveré antes de que regrese la noche. Volveré a surcar con Vos estas frondosas veredas de sueño. La noche será nuestra contraseña.
Y Seregorn partió...
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