viernes, 13 de junio de 2008

Eärfin y Seregorn (I)

De los árboles colgaban guirnaldas de flores, con claros pétalos que crepitaban en la espesura entre los rayos delgados de sol. Eärfin voló hacia un hueco en el tronco desigual de un ciclamor cercano, y se posó en él salpicando sus paredes de una nube de polvo dorado. Aquella mañana el hada se adivinaba traviesa, ávida de aventuras, y por eso repasó el escenario escrutando con sus ojos de océano cada rincón del bosque.

hada Hacía días que nadie se internaba en aquel laberinto, donde una humedad virginal obligaba a la vida a crecer en cada centímetro, e inventaba tallos retorcidos, hojas de contornos espectrales, flores de colores desconocidos, ramas vestidas con elegantes telas de terso musgo, ranas menudas surgidas de la nada, setas mágicas… El sol lucía a jirones como un mero invitado, y por ello Eärfin destellaba blanca como la luna llena, y sus ojos abisales contrastaban como dos universos en su rostro suave de nieve.

Una mueca de disgusto se dibujó en su boca afrutada, y golpeó en señal de frustración el aire con sus brazos, reavivando la nube de polvo de oro. Se sentó convencida de su mala suerte, que ahora coincidía con su soledad. Todo el mundo sabe que las hadas conjugan una fecunda y extenuante relación social con el más perfecto sentimiento de soledad; aunque, a diferencia de los mortales, ellas disfrutan de esa virtud.

No obstante, al poco, un súbito y leve crujir de hojas secas suavizó la curva molesta de sus labios, y por el oriente advirtió el paso cansino de un caballo. La silueta desvaída de un jinete montaba bosque adentro, pero la cortina de agujas solares, que se colaba temblorosa, impedía que Eärfin moldeara en su ansia las facciones del caballero. La niña entornó concentrada los párpados buscando el foco preciso, y fue así como descubrió el semblante agotado de aquel mortal.

El jinete se tambaleaba sobre la montura. Sus ojos se cerraban mientras hacía esfuerzos por mantenerse alerta. Sin embargo, una espada envainada bailaba en su cadera y Eärfin la miró sorprendida, consciente al instante de que el cansancio no impediría que el caballero, en caso de peligro, la desenvainara y la blandiera en lo que dura un presentimiento. Por eso Eärfin, con el juego en los labios, sonrió y se lanzó centelleante hacia un viejo olmo en el que se ocultó para ver pasar de cerca al agotado mortal. Observó que era un hombre delgado, de barba y pelo rizados, con algunas canas que salpicaban su busto de largo viaje. Conforme el caballero se aproximaba, Eärfin saltaba silenciosa de árbol en árbol, con su níveo sayal flotando como niebla.

Por fin, el hombre se detuvo al pie de un gran álamo blanco, y se dejó caer de la silla hasta dar con su espalda en el tronco moteado del árbol. Ahora el hada desplegaba una risa completa, con sus cejas arqueadas por una tierna malicia que le servía de alimento, y cualquiera hubiera reparado enseguida en el pícaro hueco de sus dientecillos de crema. Impaciente, agitada, alborotando silente la supuesta parálisis del bosque, aguardó a que aquel mortal se desvaneciese en un sueño profundo que ella misma favoreció con el hechizo de una canción. Su voz, modelada en el silencio, elevó una melodía capaz de mitigar las fatigas del hombre, y éste cayó en segundos en una profunda sima de descanso y paz. Su latido se durmió, sus labios relajaron la tensión de la jornada, sus ojos cerrados se derritieron en la nada, y el caballero se internó en un sueño indescriptible.

Eärfin, entonces, detuvo su canto porque sintió que aquel sueño que bullía en la cabeza del hombre era, en efecto, un sueño enorme e insondable. Una nueva sonrisa volvió a mostrar sus dientes de sal, que lo decían todo de ella. Se impulsó con los brazos desnudos y en un corto vuelo se encontró en el hombro izquierdo del jinete, y por instinto arrimó su espalda al tronco, creyendo que así no sería descubierta en caso de que el caballero despertara. Pero de pronto miró sus pies, y cayó en la cuenta de que ya tocaban, con su liviandad, el cuerpo del durmiente. Ahora rió llevándose la mano a la boca, en un gesto característico del hada.

Con movimientos acordes a un ser mágico, sobre el fondo aéreo de su delicado vestido, durante una eternidad Eärfin examinó al hombre. Luego acercó sus ojos a la barba enmarañada, y se sorprendió sin deseo alguno de agarrar fuerte un cabello y tirar con todas sus ganas; era un delicioso hábito que éstos seres raramente dejaban pasar, pero Eärfin no se encontró capaz de hacerlo. Había memorizado cada pormenor de aquel rostro, y en su loca cabecita había construido una imagen, que ella creía fiable, de ese ser derrumbado y silencioso. Algo, alguna instancia desconocida para ella, le decía que aquel hombre era alguien muy especial.

Las hadas, con el amor, pierden el control sobre sus hechizos, y ahora su somnífero canto perdió todo efecto. El caballero regresó de su plácido descanso, y se internó en el sueño inestable y ruidoso de los que han vivido mucho. De ahí al despertar sólo media el leve tacto de unos piesitos de espuma. Fue así como, repentinamente, el caballero se alzó poderoso, de un salto en el que su espada voló de la vaina al puño. Eärfin, aturdida por la extraña sensación del amor, sorprendida por el súbito movimiento de aquel cuerpo enorme, apenas pudo usar su acostumbrada ingravidez, y cayó como fruta madura en el suelo alfombrado de hojas secas.

El caballero había despertado de su sueño, un sueño inducido, un sueño de colores extraños, y ahora, despierto, creyó seguir soñando. Con su espada aún alzada, miró a la muñequita de porcelana brillante que se incorporaba ligeramente ante él, apoyando sus diminutas manos sobre una gran hoja de catalpa. Eärfin también lo miraba, y aún después de la caída su boca de algodón se mantenía abierta, asombrada.

Lo propio habría sido un enfado tremendo del pequeño ser mágico, una reacción temible y peligrosa para aquel osado caballero, que blandía un arma nada menos que contra un hada. Además, pocos son los que disfrutan de la suerte —¿no sería mejor hablar de desdicha?— de tropezarse y contemplar a un ser mágico del bosque.

El brazo armado del hombre fue descendiendo lentamente, hasta que la punta de la espada se hundió sin ruido en el suelo húmedo.

— Sois… sois… —tartamudeó el caballero.

Eärfin terminó de levantarse y sacudió su vestido, y otra nube áurea la rodeó prestándole brillos multicolores.

— Vamos, acercad esa mano de bruto y recogedme —dijo inmediatamente después el hada—, ¿o vais a ser tan descortés de hablar conmigo desde esa altura?

Los seres mágicos del bosque, aun siendo entes gráciles y livianos, piensan, sienten y actúan a un ritmo vertiginoso. Por eso, cuando apenas se había apagado el eco del tartamudeo del caballero en el pacífico silencio de aquel paraje, Eärfin ya había recuperado su sagacidad y la claridad suficiente como para tomar el mando de la situación. Con todo, Eärfin se sentía en cierta forma incómoda, incapaz de dominar todas sus posibilidades y encantos.

El caballero envainó su espada y, nervioso, colocó su mano junto a Eärfin. Conocía muchas historias tremendas sobre estos encuentros, por lo que en él se mezclaban deseos encontrados: por un lado, el de montar en su caballo y huir; por otro, el de quedarse para no causar la más mínima molestia a aquella bella criatura y no estimular su ira; pero también sentía que el ínfimo perfil de aquel ser irrepetible lo invitaba a dejarse llevar por el destino.

¡Ah sí, el destino! Eärfin saltó a la palma endurecida de su mano, con un imperceptible vuelo que intrigó al caballero, y luego se sentó sobre la piel endurecida del hombre.

Ambos a la misma altura, se miraron. Nadie podría haber asegurado quién miraba a quién con más fascinación.

— Sois un hada… —acertó a decir el caballero.

— Vaya, veo que además de bruto gozáis de una aguda inteligencia —se mofó Eärfin—. Pues claro, caballero.

Pero ella misma se notaba también nerviosa, y se preguntaba por esa sensación extraña y ridícula que ahora la invadía, y que le impedía jugar con aquel frágil ser.

— ¿Cómo os llamáis, caballero? —preguntó Eärfin con una vocecita sensual.

— Oh, perdonadme, Señora, perdonadme mi descortesía. Mi nombre es Seregorn, caballero de la Orden de Luansúl, a vuestro servicio.

— Encantada, Seregorn —dijo Eärfin inclinándose ante la reverencia del hombre. Sus palabras salieron teñidas de traviesa burla, porque incluso con aquella rara sensación que la invadía Eärfin era capaz de comportarse como toda un hada.

— No podéis imaginar el placer que supone conocer a un ser como Vos.

— No hay nada más corriente que un hada —mintió interesada Eärfin.

— No me refería a vuestra condición mágica. Hablo de Vos misma, bella señora —y aquí Seregorn recobró el tono solemne de su voz poderosa, aunque pronunció cada palabra con una suavidad exquisita.

a3

Eärfin se sonrojó ligeramente, pero su tamaño tornó el rubor invisible. Sin temor por la incongruencia de sus actos anteriores, ni a lo que pudiera pensar el caballero de su repentina capacidad para volar, el hada flotó hasta una rama cercana, y su cuerpo quedó enmarcado por pequeñas flores lilas de paraíso.

— ¿Qué buscáis en este bosque, dulce caballero?

— Sólo pasaba. Mi ruta cruza esta zona oscura, de la que me previnieron en las villas que lindan con el bosque. Vuelvo a casa.

— Volvéis, vaya… —Eärfin no pudo reprimir una expresión de contrariedad—. Quiero decir, parece que habéis recorrido muchos caminos.

— He puesto mi espada al servicio de mucha gente que lo merecía. Es para mí un honor cumplir esa orden de los dioses que me obliga a luchar por el honor y la justicia.

Eärfin saltó del árbol, y conforme descendía, tal que un suspiro o un vilano, su tamaño aumentó hasta quedar a la altura del hombre. Entonces, el caballero, que fascinado había retrocedido algunos pasos, abrió sus ojos de par en par y dijo:

— Siempre se creyó que las hadas ejercían su maligna ocupación albergando cuerpos deformes y repulsivos, pero en Vos no acierto a distinguir tales rasgos ni a suponer acto vil ninguno.

— Bien podría, caballero, haber mudado mi apariencia y no ser éste mi aspecto usual —contestó Eärfin, sonriendo con malicia.

— Aunque lo juraseis sobre la piedra más sagrada, no os creería, Señora.

2 comentarios:

Luna dijo...

¡¡¡ Oh, Oh !!!

Saludos

Sir John More dijo...

Oh, oh, besos...