miércoles, 17 de octubre de 2007

Sobre el activista cristiano, para Amart

(Conviene leer el Nocturno 17 y sus comentarios)

Querido Amart, los pensamientos cortos, los aforismos, tienen cierta virtud que a la vez puede pasar por defecto, algo que tiene que ver precisamente con su concisión. La virtud consistiría en mostrar sólo el principio del discurso, del discurso común, claro, porque por parte de quien las escribe cada frase debería ser una conclusión. Pero bien ignorante me mostraría si no fuera capaz de poner en tela de juicio cualquiera de mis conclusiones. No obstante, aunque puedo cuestionarlas en cualquier momento, ello no quiere decir que por el momento no las crea acertadas. Nada impide, empero, que me explique un poco.

Creo que no hay dos cristianos que crean en la misma cosa, ni siquiera en el interior de las órdenes más rigurosas, y mucho menos en los movimientos cristianos más abiertos. Por otro lado, considero que cualquier organización en sí es una forma más o menos cerrada de fe, aparte de que, en este caso concreto, las organizaciones cristianas se reúnan en torno de otra fe mayor. Por último, creo que la fe es siempre perniciosa, a veces seriamente perniciosa, otras tan perniciosa como puede serlo una copa o un resfriado. Y lo es porque oculta, porque de algún modo nos enajena, porque nos hurta un pensamiento propio para convertirlo en pensamiento común. Rehuyo la fe porque es precisamente la parte de mi yo que es menos mía, incluso aunque la decisión de seguir esa fe sea una decisión propia, porque nos lleva inmediatamente a ponernos en manos de unas ideas preconcebidas. Puedo entender el uso de la fe como un juego, una fe descreída y teatral, divertida, pero nunca una fe adusta ni en lo más mínimo excluyente.

En este contexto, he tenido bastantes amigos activamente cristianos, de diferentes lugares y desconocidos los unos para los otros, cristianos aparentemente comprometidos con su entorno y que, además de ayudar a la gente, se dedicaban con alegría y gesto siempre moderno y progresista a la principal labor a la que se dedica toda aquella persona que sea verdaderamente religiosa: la propagación de su fe, el proselitismo. Y de todos siempre obtuve lo mismo: una amistad artificiosa, un remedo de amistad, muchísimos gestos de cariño respaldados por una nada con olor a incienso y a fe. Les faltaba para la amistad algo sin lo que la amistad no puede pasar: la pasión. Su Dios, de alguna manera, les invitaba a la amistad con el género humano, y yo era parte de ese género humano.

Por otro lado, de mi relación con estos muchachos obtuve la constancia de que determinados temas no deben ser tocados para poder mantener esa amistad en unos términos aceptables. Creo que toda fe, hasta la más honda, tiembla al contacto con la palabra, con el razonamiento, y sólo protegiéndose del discurso, del argumento, de la duda, es como la fe puede evitar su disolución. El individuo pensante, inquieto, el ser que duda resulta del todo incompatible con la fe, con la más rancia pero también con la más revolucionaria. Y no me gustaría que se entendiera que me muestro partidario de que la Razón presida todos nuestros actos: más bien creo que la razón y la lógica deben guiarnos sin evitar nuestros extravíos, pero sí evitando que estos extravíos nos pierdan del todo, o nos sumerjan, como sería el caso del que hablamos, en un Extravío sagrado, comunal y descomunal.

Por supuesto, lo que me preocupa en mi pensamiento son los activistas cristianos, porque también pasaría por pretencioso si quisiera yo aquí reprobar las creencias particulares de los millones de cristianos diferentes que me rodean, cuando yo creo sin sonrojarme en las Hadas o en la risa de la Luna. ¿Cómo sentirme superior a esa mujer que lucha por sus hijos y da su vida entera por los que quiere (por cierto, sin necesidad de pertenecer a ninguna organización) porque ella crea en el poder sanador del difunto Fray Leopoldo de Alpandeire? La diferencia es riqueza, y por mucho que lo intentemos, siempre andaremos sobre las ascuas de nuestras creencias, y a lo más que podemos aspirar es a elegirlas nosotros mismos, o a modificar las que nos inculcan hasta que sean más nuestras que del rebaño.

La historia del cristianismo está trufada de mentiras y de crímenes, y comenzó exactamente por una campaña brutal de marketing realizada por el intrigante San Pablo sobre la historia de un simple líder de un movimiento de resistencia al Imperio Romano. Luego, durante siglos, papas corruptos y sus sicarios bendecidos fueron acumulando en torno a esa creencia central un montón de verdades reveladas e insensatas, de las cuales muchas han pasado a nuestro acervo cultural como realidades incontrovertibles. Aquellos amigos míos, todos muy progresistas aunque en general provenientes de familias más que acomodadas, se dedicaban a salvar a muchachos y muchachas de la droga o de la pobreza, ofreciéndoles a cambio el amor de Dios y, por extensión, sólo como una extensión, el de ellos mismos. A la vez, rezaban en las iglesias, en misas informales, y lamentaban que gente como yo, que asistía por educación y cariño a sus bodas, sus comuniones y sus historias, anduviese tan perdida en la vida. Estos amigos podían dedicar todo su tiempo a salvar almas, pero se mostraban incapaces de charlar conmigo, de mostrar el más mínimo interés personal por mí y por mi gente. Por poner un ejemplo, cierta vez asistí a un acto multitudinario en una iglesia, previo a la boda de dos amigos. Allí estaban todos. Un individuo de aspecto alcanforado, al que conocía de vista, y muy cercano a todos ellos, tomó la palabra y pidió a Dios que aquéllas almas descarriadas que aún no creían en Él, y que para unirse en matrimonio no habían pasado por el altar, acabaran curando su ceguera y entendiendo por fin la vida verdadera. En ese momento esperé que aquellos que creía mis amigos tomarían la palabra para defendernos de ese estúpido y poco argumentado ataque, pero ninguno dijo nada, sobre todo porque para ellos no existíamos como personas, sólo como miembros desorientados de su comunidad. Así, poco después, cuando mi mujer y yo andábamos embarazados de nuestro primer hijo, cuando disfrutábamos del placer indescriptible de sentir el crecimiento de aquel enano dentro del vientre de mi mujer, mis amigos, que entonces vivían en otra ciudad no demasiado lejana, no nos visitaron nunca porque siempre estaban ocupados en charlas a matrimonios y en salvar almas drogadas. Sólo nos consta que visitaran Sevilla una vez, y fue para agitar banderitas y tocar tonterías de dos acordes en la guitarra ante ese individuo, que (como diría la buena de Cándida) su Padre mantenga en conserva, llamado Juan Pablo II, y al que mis amigos criticaban en un alarde impresionante de independencia, aunque luego le cantaran y se unieran a los actos de bienvenida a un tipo que promovía lo que promovía en el mundo. Luego de aquello, que ocurrió hace unos quince años, y además de cortar por lo sano con todos ellos, me dediqué por pura curiosidad a observar con más detenimiento a este ejemplar de ser humano, y créeme que mi pensamiento nocturno se queda bien corto comparado con lo que pienso de ellos.

Por último, vuelvo al principio: no hay dos cristianos que crean en lo mismo, y andar convencido (como yo hice en alguna parte de mi vida) de que nuestra creencia es la cierta, y que coincide en lo básico con la de un Jesucristo del que ni siquiera se tiene una constancia histórica definitiva, me parecer una equivocación. Pero si de verdad lo fuese, y dado que todos nos equivocamos, líbreme el cielo de condenar a nadie por ello. Yo hablo en mi pensamiento de los activistas cristianos (no de los creyentes particulares, tampoco de los activistas no religiosos), hablo de aquellos que hacen el bien como un deber dictado por el Padre, y no porque hayan llegado a la conclusión personal de que es bueno hacerlo; hablo de aquellos que quieren a sus amigos porque Jesucristo existió, y no porque sus tripas se lo pidan. Aunque parezca lo mismo, no es igual.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

AMEN...

Anónimo dijo...

Perdón, se me olvidaba:
JE, JE...

Cerillo dijo...

Vengo de Amart y los dos discursos me gustaron bastante

Sir John More dijo...

San, Cerillo, señores... Agradecido por la visita. Siéntanse de nuevo en su casa...