martes, 16 de octubre de 2007

Las cornás de la Patria

De lo mucho que le debo a la Patria, lo que con más emoción recuerdo es sin duda mi formación militar. El otro día, asombrado ante el televisor en el desfile que conmemoraba el día de la Hispanidad, me entretuve en rememorar todas las enseñanzas y señales que mi paso por el cuartel dejó en mi humilde ser. ¿Cómo olvidar aquellas charlas sobre armamento? ¿Cómo no revivir esa imagen impagable en la que el Páter de la escuadrilla, con barbilampiña serenidad y encendida devoción por la patria, nos arengaba sobre la diferencia entre esa otra mejilla de Jesucristo y los fusiles de asalto que debíamos blandir un rato después? ¿Cómo mostrarme desagradecido luego de habérseme dado la oportunidad de vivir el golpe de Estado de Tejero en el propio cuartel? Juro que podría dibujar a ciegas la cara de aquel soldado veterano (porque yo era un pobre recluta de dieciocho años), que, sentado en un poyete, gritaba con sorna: “¡ya está aquí la guerra!”. Y ¿qué decir de ese rumor vivo que se extendió de inmediato, que nos decía que esa misma noche juraríamos bandera para poder usar un arma, y que al día siguiente nos mandarían por la ciudad a pegar tiros? ¡Qué incomparable aventura!

Aún conservo la orgullosa cicatriz que el punto de mira del cetme me causó en el dorso de la mano derecha, justo en la carne blanda entre el pulgar y el anular. En aquella fría mañana de enero, el niño que fui utilizaba la manga de la basta camisa de lona como alivio al punzante dolor que le producía el punto de mira, que se apretaba contra la mano con los cuatro kilos de un cetme engrasado con avieso placer. Y poco después el suelo patrio dejó su huella en mis pies, huella que aún conservo en unos talones frecuentemente doloridos y por siempre irrecuperables. Pero ¿qué es ese dolor comparado con la Patria y el servicio que todos le debemos? ¿Dónde mejor que en el cuartel para iniciarse en el ateísmo más irredento? Además de aquellas evocadoras peroratas del Coronel Castrense, ¿qué decir de ese sargento pequeñito, de barriga cervecera y genio imposible, que nos hacía apuntar hacia un Sagrado Corazón de Jesús que se alzaba desafiante más allá de los campos de instrucción? ¿Qué decir de esa combinación de angustia y violencia contra Dios que se gestaba con el aluvión de órdenes imprecisas y severas que caía sobre uno todos los días? ¿Acaso alguien puede hacer más por el descreimiento y la incredulidad religiosa?

Luego, en aquel pequeño submundo, aprendí que la verdad no existe, que la lógica es una pretenciosa e inoportuna entelequia, y que el poder está en las estrellas y no tiene nada que ver con la inteligencia. Poco a poco me ilustré en las buenas artes de la villanía, por supuesto para que quien se licenciase no fuese el niño que había entrado, sino un hombre de mundo, hecho y derecho. Supe de la virtud de los gritos, de los excesos de la autoridad, de la humillación más retorcida. Supe de la inferioridad manifiesta de los gordos y los maricones, del asco por los sabihondos, de la necesidad ciega de la conservación y de la terrible amenaza de todo cambio. Supe del peligro del pensamiento: contra la idea el orden y la orden. ¿Qué más se le puede pedir a la Patria?

Sí, el otro día, cuando trasteaba con curiosidad en la televisión, di con ese desfile. Entonces alguien gritó: “¡Viva España!”. La respuesta unísona de los soldados me provocó unos escalofríos que surgen, sin duda, de los pozos profundos de mi alma donde se retuerce mi más sentido patriotismo...

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué escalofrío, querido Sir, pensar que el amor por la patria deba traducirse en esa sarta de despropósitos, de humillaciones. Desgraciadamente, los poderes seculares -Iglesia, Ejército- han causado mucho dolor, y han dejado también la huella indeleble de lo que nunca deberíamos ser. Siempre he dudado de los que con gusto han superado semejantes bautismos... Un beso en tus pasos.

Sir John More dijo...

Sí, querida Ana, poca gente sabe lo que pasaba en los cuarteles en esa especie de secuestro legal que todo el mundo veía normal. Los que pasaban por allí, en su mayoría, se sentían más maduros al salir, y los que no nos sentíamos más llenos sino más machacados, callábamos para no parecer menos hombres... En fin, parece que aquello pasó, al menos de forma generalizada. Me pregunto dónde andarán ahora todos aquellos que mandaban y disponían según su santa voluntad, ahora que deben ajustarse a normas algo más racionales. Besos cercanos.

Anónimo dijo...

Qué mundo, Sir. Qué penita da.
Un besote.

Tawaki dijo...

Te veo negro e irónico como nunca pero para mí la patria es otra cosa.

No sé, me considero ciudadano del mundo pero orgulloso de ser español al mismo tiempo. Es cierto que me gustaría que algunas cosas fuesen diferentes e incluso a veces me permito ser crítico con la sana intención de mejorar. No obstante, considero una gran suerte haber nacido en España, con sus defectos con sus virtudes.

Anónimo dijo...

¿Y el compañerismo en el cuartel? ¿La mezcla de clases sociales? ¿Ese hacerse hombre de una manera tan de golpe y tan impagable? ¿El saberse útil a un destino en lo universal? ¿El conocer a otros muchachos de otras regiones, con otros acentos, del campo, de la ciudad, cultos, analfabetos, mediopensionistas? ¿Ese curtirse en lo jerárquico? ¿Ese fortalecimiento físico y mental?

El día que me sortearon y supe que había resultado excedente de cupo me fui a una marisquerís y encargué un montón de centollos. La familia se chupó los dedos a gusto.

Un abrazo, mal patriota.

(Ah, y aunque sé de tu aversión por Muñoz Molina, hay un libro que cuenta muy bien esas experiencias que tu resumes magistralmente, se titula Ardor guerrero).

Diarios de Rayuela

Anónimo dijo...

Pues no entiendo nada, creo que la ropa era hecha a la medida, el gorrito fashion,fashion. comida y viajes gratis....

Saludos

amart dijo...

Querido Sir John, me encanta la ironía de tu texto. Vaya por delante. La verdad es que, como en ecualquier otra faceta de la vida, cada uno cuenta la feria según le va en ella. Yo también fui un peluso con dieciocho, pero tuve la suerte de hacer el campamanto en un cuartel donde apenas éramos doscientos. Los diecisiete meses restantes fueron un coñazo, pero no un infierno (tuve un buen destino). En cuanto a los desmanes de quienes llevan la batuta, cómo disentir de ti. Yo traté de relativizarlo todo, y no me fue mal.
Un abrazo.

Sir John More dijo...

¡Rayos y centellas! Blogger renquea... Publiqué un largo comentario de respuesta a casi todos los comentarios, y hete aquí que no acabó de publicarse... Intentaré reproducirlo.

Leo, te decía que el mundo no da tanta pena, que la cosa se suavizó mucho, pero luego pensé que aquellos malos vientos se fueron todos para los países más pobres... Así que al final tengo que darte la razón, ¡qué penita de mundo...! De hecho, acabo de ver algunas imágenes de hoy en Palestina, con niños con la cara destrozada, y bueno, seguramente será cosa de los informativos que son antisemitas... Beso.

Tawaki, imagino que ahora serás más patriota que hace unas semanas. Yo, aunque también me considero español, me quedo más en lo local, y creo que con quienes realmente comparto más es con la gente de mi ciudad y si acaso con una zona no demasiado amplia de Andalucía Occidental. Fíjate que cuando llevaba viviendo varios años en Las Hurdes hasta quería que ganara el Sevilla, y cuando oía al Camarón se me saltaban las lágrimas... Abrazos.

Señor Diarios, me parece feísimo que mientras algunos levantamos España otros se vayan a las marisquerías a ponerse tibios de centollos. Sobre usted pesará siempre esa losa terrible de no haberse convertido en un hombre completo. A ver si puede solucionar eso a base de centollos... Por cierto, a ver si la próxima vez que vea a esos animalitos me avisa... Abrazos muy masculinos.

Oigan, y miren a la Luna que graciosa se alzó de pronto. La recuerdo en algunas noches en que formábamos en el patio, y un cerco enorme de luz la rodeaba y era entonces la única imagen hermosa que tenía a mano mientras permanecía inmóvil, embruteciéndome un poco más... Beso y risas, Lunita cascabelera.

Bueno, Amart, he de reconocer que hice una mili más que cómoda, y por pura suerte. En mi ciudad, con muchas tardes libres, pero la disciplina extrema e irracional, los abusos de la autoridad, la papanatez general y la humillación sistemática de todo superior a todo inferior digamos que trastocaron todos los esquemas del joven ingenuo que yo era. Ojalá hubiera podido pasar por ese período de mi vida relativizándolo todo, aunque si bien hubiera ganado en sosiego y alegría, tal vez hubiese perdido algo de sensibilidad. No sé, tienes razón en que cada cual lo vivió de una forma, aunque juraría que la insensatez brutal de aquello era una constante, y ello no quita para que allí encontrara algún buen amigo, por supuesto víctima también de la situación. Abrazos nada militares y sí muy amistosos.