Y llega a hartarse uno, la verdad, porque a uno le gusta Silvio Rodríguez, pero que casi nadie, ni siquiera en esta bendita ciudad, sea capaz de oír la palabra Silvio e identificarla no con el cubano, sino con el sevillano… Yo rondaba los diecinueve años, y en el Aula Magna de la Facultad de Medicina aguardaba con unos amigos, entre una multicolor audiencia, el comienzo del concierto. Se suponía que empezaba a las diez de la noche, pero eran casi las once y allí sólo había rumores de que el concierto se daría, tarde, pero que se daría, que Silvio sólo se había retrasado.
Poco antes de que la gente se cansara de esperar, Silvio apareció por la puerta del recinto, con un cuba libre en la mano y manteniéndose a duras penas de pie. Recorrió el pasillo lateral de la gran aula dando camballadas, y todos comenzamos a dudar de que el concierto fuese a producirse. Pero Silvio subió al escenario y la música empezó a sonar. Su cuerpo, con la referencia del micrófono, se cimbreaba desajustado pero incansable, y al poco su voz se comió literalmente al público. Todos acabamos bailando y sudando al son de este hombre cuyas razones para vivir eran la música y el alcohol, no sé muy bien si por este orden.
En otra ocasión, bajaba con María desde Triana hacia Sevilla por el puente de San Telmo, y en la acera contraria Silvio subía hacia la Plaza de Cuba. Llamé la atención a mi novia para decirle quién era aquel hombre. En ese momento, desde lejos, Silvio alzó su brazo y me saludó con alegría. Aun sin encontrarle demasiado sentido, yo respondí a su saludo. Nunca antes me había visto, y probablemente nunca más me vio, porque la última vez que lo encontré, poco antes de su muerte, Silvio trataba de subirse a un pequeño escenario que habían colocado en las rampas de la calle Betis, en una noche embrujada de Velá de Santana, mientras un grupo de aficionados tocaba. Se lo impidieron, porque era incapaz de tenerse de pie. En el descanso del concierto, con el escenario vacío y desatendido, Silvio consiguió subirse a él, y se sentó en la batería, que era su instrumento. Allí no consiguió sacar de las baquetas ritmo alguno, y al poco se dejaba caer al suelo de donde lo sacaron poco después algunos responsables del concierto.
Silvio fue un borracho orgulloso, un alcohólico consciente de serlo, y con su alcoholismo tal vez hizo daño a algunos de los que lo quisieron, pero por alguna razón extraña muchos de sus amigos, que no pudieron con él en sus últimos años, porque nadie puede con un alcohólico convencido, lo veneraron y lo siguen venerando. Silvio, además de un excelente músico, además de uno de esos hombres que llevan el ritmo en las venas, fue una muestra más de que la lucidez resulta seriamente perjudicial para aquellos que no guardan cierta capacidad de autoengaño. Y, a pesar de todos sus errores, creo que podemos concluir que quien dijo que el amor era igual que las peleas, que siempre es mejor dar que recibir, debía ser una bellísima persona. Y yo me siento un poco orgulloso de él…
Poco antes de que la gente se cansara de esperar, Silvio apareció por la puerta del recinto, con un cuba libre en la mano y manteniéndose a duras penas de pie. Recorrió el pasillo lateral de la gran aula dando camballadas, y todos comenzamos a dudar de que el concierto fuese a producirse. Pero Silvio subió al escenario y la música empezó a sonar. Su cuerpo, con la referencia del micrófono, se cimbreaba desajustado pero incansable, y al poco su voz se comió literalmente al público. Todos acabamos bailando y sudando al son de este hombre cuyas razones para vivir eran la música y el alcohol, no sé muy bien si por este orden.
En otra ocasión, bajaba con María desde Triana hacia Sevilla por el puente de San Telmo, y en la acera contraria Silvio subía hacia la Plaza de Cuba. Llamé la atención a mi novia para decirle quién era aquel hombre. En ese momento, desde lejos, Silvio alzó su brazo y me saludó con alegría. Aun sin encontrarle demasiado sentido, yo respondí a su saludo. Nunca antes me había visto, y probablemente nunca más me vio, porque la última vez que lo encontré, poco antes de su muerte, Silvio trataba de subirse a un pequeño escenario que habían colocado en las rampas de la calle Betis, en una noche embrujada de Velá de Santana, mientras un grupo de aficionados tocaba. Se lo impidieron, porque era incapaz de tenerse de pie. En el descanso del concierto, con el escenario vacío y desatendido, Silvio consiguió subirse a él, y se sentó en la batería, que era su instrumento. Allí no consiguió sacar de las baquetas ritmo alguno, y al poco se dejaba caer al suelo de donde lo sacaron poco después algunos responsables del concierto.
Silvio fue un borracho orgulloso, un alcohólico consciente de serlo, y con su alcoholismo tal vez hizo daño a algunos de los que lo quisieron, pero por alguna razón extraña muchos de sus amigos, que no pudieron con él en sus últimos años, porque nadie puede con un alcohólico convencido, lo veneraron y lo siguen venerando. Silvio, además de un excelente músico, además de uno de esos hombres que llevan el ritmo en las venas, fue una muestra más de que la lucidez resulta seriamente perjudicial para aquellos que no guardan cierta capacidad de autoengaño. Y, a pesar de todos sus errores, creo que podemos concluir que quien dijo que el amor era igual que las peleas, que siempre es mejor dar que recibir, debía ser una bellísima persona. Y yo me siento un poco orgulloso de él…
4 comentarios:
Sir John, creo que pasa lo mismo con muchos otros artistas y tipos de música, ¿te acuerdas que en la primavera fue toda una noticia el que Joshua Bell se pusiera a tocar en el metro de N. York y casi nadie lo reconociera?
"la ragazza del elevatore es la prima aureola de la mia retsaca..."
Ahi es na...
Me encantó la forma en la que has ido desarrollando la historia, haciéndola más y más cercana a nosotros.
Es cierto, somos seres inteligentes que se autodestruyen, a sabiendas.
Quizás aquellos que más expuestos están a las miradas de sus semejantes sean los que más empeño muestran.
Un abrazo,
Raquel, el éxito es una de las formas que el tiempo tiene de destrozar el espíritu de los grandes. Mejor que Silvio no lo tuviera en grandes dosis. Además, se lo hubiera bebido de todas formas... Besos.
San, hermosa la canción, ¿eh? La compuso Pive Amador basándose en el amor platónico que Silvio sentía por una vecinita de su bloque, con la que se cruzaba de vez en cuando en el ascensor: "No me mira / E incluso no la miro yo / Pero siento sua presencia in torno di me". Joé, qué monstruo... Un abrazo.
Ay, Tawaki, así es la existencia, y contando que así es debemos decidir qué hacer, cómo salvarnos... Si eso cabe y es posible... Abrazos.
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