miércoles, 16 de abril de 2008

Eru Ilúvatar y las lágrimas de un viejo

Según El Silmarillion de Tolkien, Eru Ilúvatar, ser único tan eterno como la Nada, en cierto momento de la eternidad, si así se puede decir, resuelve crear el mundo, y con tal intención pare a unos seres llamados Ainur, cuya principal virtud es la de ser músicos. Eru Ilúvatar los crea y a continuación los instruye convenientemente en la artes de la música, entregándoles una simple melodía que se convertirá en la Melodía (en el Ser) del Universo.

Los Ainur comienzan a cantar esta melodía sin conocer las intenciones del creador, pero mientras entonan la canción algunos problemas se producen entre estos seres, sobre todo en Melkor, el Ainur que demuestra ser más habilidoso y sensible. Melkor pretende improvisar, ser también él un poco creador. No obstante, Eru Ilúvatar aporta las últimas notas, reconduciendo lo suficiente la tonada hasta quedar la partitura dentro de los límites previstos.

Una vez acabada, el ser único que era la Nada les muestra a los Ainur la composición, y les revela que la música que acaban de interpretar es el plan de creación del Universo. Sin espera, Eru Ilúvatar ejecuta la melodía y crea efectivamente el Universo, aunque permite a algunos de los Ainur implicarse en él para acabar su obra y dar forma a Arda, la Tierra, donde según su plan predefinido vivirán sus hijos: elfos, hombres y enanos. Melkor, por supuesto, viaja a la Tierra…

Sí, lo he descubierto en las arrugas de un pobre viejo incapaz. Yo, su tutor legal, observando su espontánea emoción, su forma blanda de llorar, he averiguado que la materia fundamental del universo es la música.

Somos todos pura música, no me cabe duda. Música transfigurada, furtiva, música ensortijada y tejida en la imitación de la carne. Con la música rememoramos nuestro origen, y es la música la que saca de nosotros lo más sincero de nuestra existencia, lo más real: el instante, ese diminuto diamante de múltiples caras, esa luz tierna e innecesaria, fugaz y a la vez eterna, esa aproximación enternecedora a la Nada original.

Y cuando nos vamos muriendo, cuando nuestros huesos cansados piden el final, somos lo que somos según la música que hayamos sabido conservar. Nuestros recuerdos más tenaces huelen a música, y en ellos se oyen tangos, la gravedad indefensa de un violonchelo, un rasgueo de guitarra y una voz rota, una copla conmovedora de amores perdidos… Y llega la muerte, y nos disolvemos en el aire, porque a la partitura que somos se le vuelan las notas y los hilos del pentagrama, y como pavesas de incendios honrosos, como vilanos, como semillas caen y germinan en los desamparados oídos de los que nos lloran.

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