Cierto día, en los últimos meses de 2005, visité el Museo de Arte Reina Sofía. Iba buscando pasar el rato hasta que llegara el momento de coger mi tren hacia Sevilla. No sé si fue aquella vez cuando visité el Museo con la esperanza de ver algo más de Antonio López y de los de su corriente realista, pero si así fue salí seguro decepcionado, porque este museo sigue en general apostando por la originalidad vacía antes que por la tradición asombrosa.
Bueno, he de alertar sobre mi condición de simple aficionado al tema del arte, en el que podemos decir que he cultivado mucho mi intuición y no tanto mis conocimientos. Es cierto que disfruté no hace mucho de la Historia del Arte de Gombrich, y en cuanto puedo me escapo a la primera exposición que se pone a tiro. Ay, cuánto me gustaría llegar a tiempo para ver las de Van Gogh y Richard Estes en Madrid… Aun así, soy aficionado por querencia pero también por bisoñez, eso que vaya por delante, y si alguien se violentara ligera o tremendamente con lo que voy a contar, sólo tiene que calmarse, concederme sus razones y esperar que mi deseo de aprender y disfrutar con el arte haga el resto.
En fin, que entré en el Museo y descubrí que había dos exposiciones temporales. Una de ellas consistía en una retrospectiva de artistas españoles titulada El arte sucede, Origen de las prácticas conceptuales en España (1965-1980), con unas cien obras que la presentación de la exposición calificaba como “transgresiones afortunadas”. De entre ellas recuerdo tres muy curiosas: una consistía en una pantalla pequeña de televisión (que no sé si era parte de la obra o no) que mostraba un corto en el que dos salvajes (podría pensarse en matarifes, pero para nada lo eran luego de ver la película) mataban y luego despellejaban y descuartizaban a una vaca, todo tan real. El corto estaba rodado sin mucha intención cinematográfica, todo sea dicho, pero llamaba ciertamente la atención aquella brutalidad tan “original”. Por cierto, luego escuché que la habían retirado por protestas de la Sociedad Protectora de Animales, que hubiera hecho muy bien en proteger no a la vaca, sino a los dos individuos aquellos, y al creador del engendro, que eran los verdaderos animales.
La segunda obra que recuerdo era una gran tela, no sé si roja o de varios tonos, colgada del techo con una cuerda, y que caía sobre el suelo abriéndose sin demasiada gracia. La tercera era sin duda fantástica, y consistía en un gran montón de papel de máquina registradora, desenrollado, y en el que, de vez en cuando, sonaba el motorcito de una de esas máquinas. Así que el espectador se acercaba a la obra, se quedaba en principio perplejo buscándole la gracia, y al momento se llevaba un pequeño susto con el ruidito que, además, lo invitaba a una tarea (obra interactiva) de búsqueda del aparato, la mar de divertida.
Pero antes de entrar en la otra exposición no imaginaba yo que mi sorpresa aún podía aumentar. En esta segunda exposición se mostraban obras de Pablo Palazuelo, Premio Velázquez de las Artes Plásticas 2005, y que presentaba una ristra de obras suyas pintadas en los diez años anteriores. Nunca me he encontrado más cerca que entonces de dirigirme a una persona y presentarle mis condolencias por el lugar donde le había tocado trabajar. Por la hora, el Museo se encontraba casi vacío, y mientras cruzaba las salas me iba creciendo una risa alarmante, que sólo se contenía justo por estos pobres vigilantes que bostezaban penosamente en aquel lugar aburrido. Casi todos los cuadros, si no todos, consistían en un fondo más o menos plano, con un enredo nada complejo de rectas dobladas, que aparecía sutilmente modificado en el resto de cuadros. Una sala se llenaba de lienzos con el fondo negro y las líneas blancas, en otra el fondo era azul y las líneas grises, y así una tras otra.
En la reseña del propio Museo se decía de las obras de Pablo Palazuelo que “son obras seguras y definitivas de un artista comprometido con vivir la verdad de las cosas, obras con las que reconoce y se une a un lenguaje creativo que siempre se encuentra en proceso de articulación. (…) El interés de sus imágenes reside no sólo en su inmediatez sino también en su pasado, su linaje adquirido, así como en su poder para proporcionar misterio y sorpresa. Proceden de una larga ascendencia, de ancestros conocidos, que han atravesado una transformación tras otra. Son (…) transformaciones de transformaciones”. Asimismo, “el resultado de la obra de Palazuelo en la última década ha sido una intensificación del lenguaje, una mayor libertad con la que indaga el mundo de las formas y los códigos que lo subyacen, y una humildad que explora los límites de su propio pensamiento, mezcla potente de ciencia, genética y espiritualidad”. Al parecer, Palazuelos es profundamente neocubista.
Me voy a permitir un exabrupto, no dudo que lleno de ignorancia, pero con el que quiero pagarle a este hombre el rato que perdí en cruzar su exposición: la obra de Palazuelos me parece profundamente ridícula, y me da que por muchos adjetivos que usen para explicarla, su contribución al progreso ético y estético(-lúdico) del género humano es inexistente.
También recuerdo la primera vez que visitamos este Museo, a mediados de los noventa. Un amigo que vivía en la capital nos acompañó, y observando una exposición de alguien que no recuerdo, con una serie de dibujos caóticos a lápiz, muy parecidos a los que todos hacemos en las clases aburridas, y algunos pedestales en los que este hombre exponía los materiales de desecho de su labor artística, nuestro amigo, guiñándonos un ojo, nos llamó hacia unos de los dibujos. Inmediatamente comenzó a soltar una retahíla de sandeces regadas de términos artísticos, y no tardó nada en congregarse un grupo de mirones que escuchaban a nuestro amigo con verdadero interés. Mi mujer y yo no recuerdo cómo hicimos para contener la risa.
Voy con todo este preámbulo a que lo que se denomina arte moderno acoge en su seno, y gracias a los negociantes que dominan su mundo, a verdaderos artistas, pero también a toda una legión de embaucadores parapetados en la extravagancia y complejidad de sus propuestas. No se trata ya de volver al arte figurativo, pero ahora, para que algo se llame arte debe cumplir dos criterios: que no lo entienda la plebe y que algún marchante espabilado lo sepa colar en el circuito del arte. Véase como ilustración ARCO, y obsérvese el experimento de Tele 5, que con lucidez comenta el amigo Carmelo Jorda en su blog.
Tàpies es otro de mis preferidos a este respecto. Me comentan que en sus inicios gestó alguna obra curiosa, pero luego este hombre se convirtió en el Rey Midas del Modernismo, pues cualquier cosa que haga es considerada inmediatamente como un prodigio de creatividad. En una entrevista realizada por Sol Alameda en El País Semanal (31/10/2004), Tàpies decía de su obra lo siguiente: “Al principio tuve muchas dudas, y muchas influencias. Luego, a medida que vas haciéndote un lenguaje, lo que te gusta es usar este lenguaje. Y yo, si hago cosas que se repiten mucho, lo que hay gente que me reprocha, como las cruces o las materias, pues en el fondo es porque ése es mi lenguaje, el que me he construido. Y pienso que una cruz se puede hacer de infinitas formas, no se acaba nunca. En este sentido, envejecer da una cierta tranquilidad”. Lo de envejecer lo decía en referencia a una alusión que la entrevistadora había hecho a López Cobos, que opinaba que de viejo dirigía mejor porque le importaba cada vez menos lo que pensaran los demás de su obra. Aunque a continuación Tàpies contesta lo siguiente, sin el más mínimo temor a contradecirse: “la pintura que hacemos tiene que ser útil a la sociedad en la que vivimos porque, si no, no valdría la pena hacerla. Y para ser útil te has de preocupar un poco y escuchar si la gente lo recibe bien o no”. Un estilo definido, claro, la espina dorsal de su obra, sin duda, la cruz de todos los que soportamos sus cruces. Y de la utilidad, ¿qué decir?
Más adelante declara sin rubor que hay dos tipo de críticos, unos a los que tiene cariño y otros “tontitos”, pero los que más le gustan son los que hablan bien de él. Luego, Sol Alameda le hace una curiosa pregunta: “Hay pinturas suyas que son un pegote de polvo de mármol y una pata de silla rota. Durante años, su pintura resultaba difícil, y sí se necesitaba sensibilidad, o preparación para verla. Hoy, si alguien dice que su obra no le gusta se arriesga a que le consideren un paleto”. La respuesta del artista fue la siguiente: “¡Ja, ja, ja!”. Quien desee leer esta entrevista completa, que dice tanto de este señor y de su obra, puede pedírmela, que se la mando.
Hoy hay con seguridad pintores y artistas plásticos tremendamente interesantes, y cuya conexión con la tradición de siglos es una conexión inteligente, madurada y creativa. Creo que Barceló, por poner un ejemplo, es de esta cuerda. Pero yo me siento casi injuriado cuando el señor Tàpies habla de que en el siglo XX se usaban colores muy vivos, y que la gente ya está cansada de esos colores porque también se usan en la televisión y en todos sitios. Y por eso él busca otros caminos, colores más terrestres como la vida. Cuando este señor consiga hacer una sola obra con un mínimo rastro de la majestuosidad (e incluso modernidad) de cualquier tela de Van Gogh, Vermeer, Velázquez, Murillo, o, por venirnos algo más cerca, de Sánchez Perrier, Jiménez Aranda, Picasso o el mismísimo Pollock, entonces este señor podrá hablar de arte. Sus crucecitas tienen la fuerza de un pedito insignificante en el universo…
Bueno, he de alertar sobre mi condición de simple aficionado al tema del arte, en el que podemos decir que he cultivado mucho mi intuición y no tanto mis conocimientos. Es cierto que disfruté no hace mucho de la Historia del Arte de Gombrich, y en cuanto puedo me escapo a la primera exposición que se pone a tiro. Ay, cuánto me gustaría llegar a tiempo para ver las de Van Gogh y Richard Estes en Madrid… Aun así, soy aficionado por querencia pero también por bisoñez, eso que vaya por delante, y si alguien se violentara ligera o tremendamente con lo que voy a contar, sólo tiene que calmarse, concederme sus razones y esperar que mi deseo de aprender y disfrutar con el arte haga el resto.
En fin, que entré en el Museo y descubrí que había dos exposiciones temporales. Una de ellas consistía en una retrospectiva de artistas españoles titulada El arte sucede, Origen de las prácticas conceptuales en España (1965-1980), con unas cien obras que la presentación de la exposición calificaba como “transgresiones afortunadas”. De entre ellas recuerdo tres muy curiosas: una consistía en una pantalla pequeña de televisión (que no sé si era parte de la obra o no) que mostraba un corto en el que dos salvajes (podría pensarse en matarifes, pero para nada lo eran luego de ver la película) mataban y luego despellejaban y descuartizaban a una vaca, todo tan real. El corto estaba rodado sin mucha intención cinematográfica, todo sea dicho, pero llamaba ciertamente la atención aquella brutalidad tan “original”. Por cierto, luego escuché que la habían retirado por protestas de la Sociedad Protectora de Animales, que hubiera hecho muy bien en proteger no a la vaca, sino a los dos individuos aquellos, y al creador del engendro, que eran los verdaderos animales.
La segunda obra que recuerdo era una gran tela, no sé si roja o de varios tonos, colgada del techo con una cuerda, y que caía sobre el suelo abriéndose sin demasiada gracia. La tercera era sin duda fantástica, y consistía en un gran montón de papel de máquina registradora, desenrollado, y en el que, de vez en cuando, sonaba el motorcito de una de esas máquinas. Así que el espectador se acercaba a la obra, se quedaba en principio perplejo buscándole la gracia, y al momento se llevaba un pequeño susto con el ruidito que, además, lo invitaba a una tarea (obra interactiva) de búsqueda del aparato, la mar de divertida.
Pero antes de entrar en la otra exposición no imaginaba yo que mi sorpresa aún podía aumentar. En esta segunda exposición se mostraban obras de Pablo Palazuelo, Premio Velázquez de las Artes Plásticas 2005, y que presentaba una ristra de obras suyas pintadas en los diez años anteriores. Nunca me he encontrado más cerca que entonces de dirigirme a una persona y presentarle mis condolencias por el lugar donde le había tocado trabajar. Por la hora, el Museo se encontraba casi vacío, y mientras cruzaba las salas me iba creciendo una risa alarmante, que sólo se contenía justo por estos pobres vigilantes que bostezaban penosamente en aquel lugar aburrido. Casi todos los cuadros, si no todos, consistían en un fondo más o menos plano, con un enredo nada complejo de rectas dobladas, que aparecía sutilmente modificado en el resto de cuadros. Una sala se llenaba de lienzos con el fondo negro y las líneas blancas, en otra el fondo era azul y las líneas grises, y así una tras otra.
En la reseña del propio Museo se decía de las obras de Pablo Palazuelo que “son obras seguras y definitivas de un artista comprometido con vivir la verdad de las cosas, obras con las que reconoce y se une a un lenguaje creativo que siempre se encuentra en proceso de articulación. (…) El interés de sus imágenes reside no sólo en su inmediatez sino también en su pasado, su linaje adquirido, así como en su poder para proporcionar misterio y sorpresa. Proceden de una larga ascendencia, de ancestros conocidos, que han atravesado una transformación tras otra. Son (…) transformaciones de transformaciones”. Asimismo, “el resultado de la obra de Palazuelo en la última década ha sido una intensificación del lenguaje, una mayor libertad con la que indaga el mundo de las formas y los códigos que lo subyacen, y una humildad que explora los límites de su propio pensamiento, mezcla potente de ciencia, genética y espiritualidad”. Al parecer, Palazuelos es profundamente neocubista.
Me voy a permitir un exabrupto, no dudo que lleno de ignorancia, pero con el que quiero pagarle a este hombre el rato que perdí en cruzar su exposición: la obra de Palazuelos me parece profundamente ridícula, y me da que por muchos adjetivos que usen para explicarla, su contribución al progreso ético y estético(-lúdico) del género humano es inexistente.
También recuerdo la primera vez que visitamos este Museo, a mediados de los noventa. Un amigo que vivía en la capital nos acompañó, y observando una exposición de alguien que no recuerdo, con una serie de dibujos caóticos a lápiz, muy parecidos a los que todos hacemos en las clases aburridas, y algunos pedestales en los que este hombre exponía los materiales de desecho de su labor artística, nuestro amigo, guiñándonos un ojo, nos llamó hacia unos de los dibujos. Inmediatamente comenzó a soltar una retahíla de sandeces regadas de términos artísticos, y no tardó nada en congregarse un grupo de mirones que escuchaban a nuestro amigo con verdadero interés. Mi mujer y yo no recuerdo cómo hicimos para contener la risa.
Voy con todo este preámbulo a que lo que se denomina arte moderno acoge en su seno, y gracias a los negociantes que dominan su mundo, a verdaderos artistas, pero también a toda una legión de embaucadores parapetados en la extravagancia y complejidad de sus propuestas. No se trata ya de volver al arte figurativo, pero ahora, para que algo se llame arte debe cumplir dos criterios: que no lo entienda la plebe y que algún marchante espabilado lo sepa colar en el circuito del arte. Véase como ilustración ARCO, y obsérvese el experimento de Tele 5, que con lucidez comenta el amigo Carmelo Jorda en su blog.
Tàpies es otro de mis preferidos a este respecto. Me comentan que en sus inicios gestó alguna obra curiosa, pero luego este hombre se convirtió en el Rey Midas del Modernismo, pues cualquier cosa que haga es considerada inmediatamente como un prodigio de creatividad. En una entrevista realizada por Sol Alameda en El País Semanal (31/10/2004), Tàpies decía de su obra lo siguiente: “Al principio tuve muchas dudas, y muchas influencias. Luego, a medida que vas haciéndote un lenguaje, lo que te gusta es usar este lenguaje. Y yo, si hago cosas que se repiten mucho, lo que hay gente que me reprocha, como las cruces o las materias, pues en el fondo es porque ése es mi lenguaje, el que me he construido. Y pienso que una cruz se puede hacer de infinitas formas, no se acaba nunca. En este sentido, envejecer da una cierta tranquilidad”. Lo de envejecer lo decía en referencia a una alusión que la entrevistadora había hecho a López Cobos, que opinaba que de viejo dirigía mejor porque le importaba cada vez menos lo que pensaran los demás de su obra. Aunque a continuación Tàpies contesta lo siguiente, sin el más mínimo temor a contradecirse: “la pintura que hacemos tiene que ser útil a la sociedad en la que vivimos porque, si no, no valdría la pena hacerla. Y para ser útil te has de preocupar un poco y escuchar si la gente lo recibe bien o no”. Un estilo definido, claro, la espina dorsal de su obra, sin duda, la cruz de todos los que soportamos sus cruces. Y de la utilidad, ¿qué decir?
Más adelante declara sin rubor que hay dos tipo de críticos, unos a los que tiene cariño y otros “tontitos”, pero los que más le gustan son los que hablan bien de él. Luego, Sol Alameda le hace una curiosa pregunta: “Hay pinturas suyas que son un pegote de polvo de mármol y una pata de silla rota. Durante años, su pintura resultaba difícil, y sí se necesitaba sensibilidad, o preparación para verla. Hoy, si alguien dice que su obra no le gusta se arriesga a que le consideren un paleto”. La respuesta del artista fue la siguiente: “¡Ja, ja, ja!”. Quien desee leer esta entrevista completa, que dice tanto de este señor y de su obra, puede pedírmela, que se la mando.
Hoy hay con seguridad pintores y artistas plásticos tremendamente interesantes, y cuya conexión con la tradición de siglos es una conexión inteligente, madurada y creativa. Creo que Barceló, por poner un ejemplo, es de esta cuerda. Pero yo me siento casi injuriado cuando el señor Tàpies habla de que en el siglo XX se usaban colores muy vivos, y que la gente ya está cansada de esos colores porque también se usan en la televisión y en todos sitios. Y por eso él busca otros caminos, colores más terrestres como la vida. Cuando este señor consiga hacer una sola obra con un mínimo rastro de la majestuosidad (e incluso modernidad) de cualquier tela de Van Gogh, Vermeer, Velázquez, Murillo, o, por venirnos algo más cerca, de Sánchez Perrier, Jiménez Aranda, Picasso o el mismísimo Pollock, entonces este señor podrá hablar de arte. Sus crucecitas tienen la fuerza de un pedito insignificante en el universo…
11 comentarios:
Me encanta tu vehemencia. Te imagino conteniendo la risa por las salas y me entra la risa a mí.
Un abrazo.
¿Se podrá decir lo que voy a decir? Lo pensaba y leyendoel post de Leo me dan más ganas de decirlo. Es que parece usted alguien muy agradable.
Has tenido más suerte que yo. Cuando pasé por el "Reina Sofía" fue en la misma condición que si un cerdito pasase viendo las salas. Ambos nos hubiésemos enterado de lo mismo. Quizás es que no tenía un día muy receptivo.
De los puestos aquí el que más me ha gustado es el de Sánchez Perrier.
saludos y felicidades por el blog
Leo, desgraciadamente la vehemencia me parece una debilidad; pero sí, tienes razón, me dejo llevar por la pasión con facilidad. Y como aquí es gratis...
Ay, u, qué cosas... Creo que ese agrado del que hablas no soportaría un análisis más completo de mi vida, pero vamos, creo que eso le pasaría a cualquiera. No obstante, me encanta agradar, y agradarte, por supuesto.
Bluesman, Sánchez Perrier siempre fue aquí en Sevilla el nombre de la calle donde estaba el edificio central de la Seguridad Social. Casi nadie conoce a este magnífico pintor sevillano. Igual que le pasa a Jiménez Aranda, del que vi una de las exposiciones más hermosas que he visto en mi vida. A Sánchez Perrier lo voy conociendo cuadrito a cuadrito, porque los suyos andan por ahí desparramados, y la única exposición que se hizo de él fue hace varios años, cuando para mí también era la calle de la Seguridad Social. Existe un catálogo de Jiménez Aranda que no es igual que ver sus obras, pero bueno. El que existe de Sánchez Perrier es decepcionante. Un abrazo, y no nos vemos en el Reina Sofía, por supuesto...
Decía Azorín sobre la poesía que:
“1. Es más difícil escribir versos claros que versos oscuros.
2. Es más fácil comentar versos oscuros que versos claros.”
Supongo que con el arte pictórico sucede lo mismo. Lo digo sobre todo en relación a los textos con que se rellenan los catálogo de la exposiciones de artistias contemporáneos. Se dicen tales estupidices y con un lenguaje tan alambicado que dan ganas de gritarle al literato de turno que es un majadero.
Respecto a ese tipo de arte contra el que arremetes, es verdad que se sobrevalora a veces lo ininteligible y fatuo, pero no es menos cierto que dado que la realidad no es bella y el arte intenta serlo, no debería volverse sólo registro de lo lo natural, y que debe valorarse en su justa medida la búsqueda nuevas formas expresivas. Riesgo: a veces pasa por arte la ocurrencia o, incluso, la tomadura de pelo.
Coincido con alguno de los comentarios de tu blog, a tus lectores nos engancha, entre otras muchas virtudes de tus escritos, esa mala leche que a veces destilan.
Un abrazo, amigo.
Sir, tengo la sospecha de que no te gusta Tàpies. Vaya por delante que yo (como él) soy autodidacta en lides pictóricas, y quiero hacerlo notar para decirte que no tengo más autoridad que tú a la hora de emitir un juicio, ni sobre su obra ni sobre la de nadie. Dicho esto, declaro que a mí tampoco me gusta, aunque hay quien me gusta menos que él. Yo creo que este hombre tiene talento; de hecho, sus primeras obras, figurativas todavía, tienen una calidad indiscutible, especialmente algunos retratos y autorretratos. Tocó también el surrealismo, y aunque no era Dalí, no lo hacía mal. También anduvo jugando con el dadaísmo y los ready-mades de Duchamp. Estaba, en mi opinión -y es lícito-, buscando su auténtica voz sin acabar de encontrarla. Y al fin, con el informalismo, con la ausencia de toda forma reconocible se encontró cómodo, renunciando, al parecer para siempre a la figuración. Lo entiendo, habida cuenta del momento histórico y social que se vivía aquí, y que tantos como él sufrieron: a España no llegaba una palabra de lo que se cocía fuera, ni en materia de arte ni en nada. Empezó a experimentar con la materia y con ciertos elementos extrapictóricos que fue incorporando, como vehículos para expresar su desencanto y su rebeldía, también presente en esa gama terrosa y fría de su paleta.
Me dirás: ¿Y escribiendo esto de él dices que no te gusta Tàpies? Pues así es. Creo que supo aprovechar la oportunidad de sus primeros reconocimientos públicos para poner el punto final a su poder de creación. La consecuencia es que desde hace más de cuarenta años está repitiendo lo mismo (las cruces, los textos, los trapos arrugados...)Pero, amigo, en la firma se lee Tàpies y tiene más de ochenta. Y eso, parece ser, le autoriza, como a tantos otros, a decir tontunas ante un periodista arrobado ante el genio, pareciendo, además, que sus declaraciones sientan cátedra.
En lo de Arco, te doy toda la razón. A mí me quitaron mil duros la única vez que fui y desde entonces me siguen esperando.Un fiasco.
Te diría más, pero estoy abusando de tu espacio. No vamos a tener más remedio que tomarnos esa cerveza. Un abrazo.
PD- Otro día hablamos de Pollock.
Unas pocas apreciaciones a estos comentarios que, lejos de abusar de mi espacio, le dan un valor añadido importante. Disiento del amigo José Carlos en un punto, porque creo que la realidad es en ocasiones muy, muy bella. Lo natural a veces nos sorprende y en esos instantes uno piensa menos en lo innecesaria que es la vida, y más en lo innecesario que es el arte. Son instantes, claro, y en general el arte supera a la vida en belleza porque su función, precisamente, consiste en estudiar la vida y extraer de ella todos sus elementos interesantes y evocadores.
Por otro lado, aunque admito que el arte no debe registrar como un simple espejo lo natural, sí pienso que nunca puede evadirse de lo real (lo real en el más abierto de sus sentidos). Como dije, no soy partidario de un arte que nunca sobrepase lo figurativo, ni en pintura ni en ninguna otra materia, pero siento que hoy día el arte se ha convertido en muchos casos en diseño, en belleza vacía, decorativa, puramente formal, o como en el caso de Tàpies, puramente informal. De pronto la forma se ha vuelto autónoma, y cuando la forma se libera y gobierna el arte, prescindiendo de la realidad, del contenido, entonces el arte pierde pie, y entramos en el todo vale. Fíjaros que Tàpies no se conforma con hacer sus cuadros y gozar de esa forma de expresión que encontró (y que, por fin, comenzó a darle dinero, elemento crucial del arte moderno), sino que algo lo impulsa a tratar de explicar su obra en términos de realidad. Por supuesto, este trabajo se lo hacen los críticos y los periodistas especializados, pero por lo común esas descripciones son como poco ridículas, y si muchos no entendemos de pintura, tal vez sí entendamos de la realidad lo suficiente como para saber que una cama y una silla flotando sobre el suelo no pueden significar nunca el dolor de la guerra, o que la mano del artista modelada con desgana sobre una tabla, con tres agujeritos en el dorso, un trazo blanco descuidado escoltándola y, por supuesto, la crucecita de las narices, tampoco puede expresar la violencia del mundo, y concretamente de las cárceles de Abu Ghraib, como leí en otra entrevista a este insigne artista.
Cierto día, mi cuñada, aficionada al arte, decidió probar a vender sus grabados en un mercadillo que todos los fines de semana por la mañana se monta en la Plaza del Museo en Sevilla, frente al Museo de Bellas Artes. La ayudamos y estuvimos por allí dando vueltas varias horas. Pues bien, en todo ese tiempo no escuché ni una sola conversación sobre arte. Todo el mundo hablaba de dinero, de los precios de las obras, de cómo escalar en el mundo del arte. Por supuesto, de las cientos de obras expuestas, y en mi humilde opinión, se salvaban tres. ¿Qué me lo decía? Cierta intuición que también funciona con los libros, la música, la escultura… Cuando la obra dice por sí misma, cuando no es una mera disposición simpática de elementos dispuesta a que cada cual entienda lo que le parezca, cuando algo es magnífico, eso se nota de alguna forma.
Que sí, que sí, que yo creo que con una cervecita delante todas estas cosas se aclaraban. Porque de lo contrario acabamos aburriendo al personal, tú verás…
Abrazos a ambos.
¿Cómo está usted, Sir?
Buen texto, ácido y apasionado. Yo creo que la abstracción y la expresión no realista sigue siendo tan necesaria como la continuidad de vías más representativas. Me quedo, con todo, con Tàpies antes que con Antonio López (que, sin embargo, también me gusta: recuerdo una antológica suya en el MNCARS, cuando yo vivía en Madrid, a inicios de los 90, que me impresionó mucho). De todas formas a mí me sugiere muchas más cosas la pintura de alguien como Tàpies, me gusta la materia, el signo y el paisaje interior que me abre. Salud
Buen texto, querido Sir, y buena intervención la de Amart. Hablar sobre arte contemporáneo es complejo, es caminar sobre una cuerda floja. Los parámetros que designan la "calidad" están difusos, no son evidentes como en una de esas pequeñas grandes maravillas de Vermeer. Hay que apelar a una serie de artificios intelecuales las más de las veces, a las sensaciones-estímulos -ya sé, qué inconcreto- en otros casos (pero, por ejemplo, quién no se estremece de puro terror ante un Bacon o ante un De Kooning). Tàpies es el típico caso de pintor honesto que se va dejando enmarañar por el mercado. Muchos son los nombres que han caído en esa telaraña despreciable; Picasso, el intocable, sin ir más lejos. Te dejo un par de enlaces por si te apetece leer algo que escribí hace no mucho sobre todo esto: http://lospanesylospeces.blogspot.com/2006/05/artes-y-parte-150206.html y http://lospanesylospeces.blogspot.com/2007/06/astracanadas-060607.html
Beso grande.
Vaya, Azófar, el primer valiente que reconoce que le gusta Tàpies. Como verás en la siguiente entrada, a este hombre le tengo un poco de cosa. Lo cierto es que la entrevista de El País era esclarecedora de la postura que toma ante su obra y ante el arte en general. Sigo insistiendo en que respeto mucho la expresión no realista, como tú la llamas, pero cuando una obra es pura materia, y cuanto más se halla al albur de lo que el espectador proyecte sobre ella, menos obra de arte me parece. Por supuesto, un cuadro de Vermeer también es interpretable, pero en sí contiene una serie de elementos que cualquier persona mínimamente sensible puede apreciar. Las diferentes visiones de la manita agujereada, y el mecanismo de su producción, que se adivina sin esfuerzo oyendo y viendo al amigo Tàpies, no dejan duda de que es una pequeña tontería disfrazada de profundidad. En cuanto a la obra inicial de Tàpies, guardo un absoluto silencio, porque no la conozco, pero déjame que desconfíe de su valor en tanto en cuanto creo en la integridad (artística, moral, deportiva o medioambiental) de las personas, y no me da en la nariz (pura intuición, lo reconozco) que este hombre haya hecho nada serio y verdadero nunca. Aun así, tu comentario me pone en duda, porque hablas con un conocimiento que me falta, así que habrá que seguir investigando... Gracias, amigo.
Querida Ana, sí, debe ser difícil no caer en esa degradación una vez que andas en la cumbre. Creo que la sinceridad contigo mismo, el trabajo, creer en lo que haces por encima de la banalidad de la fama, debe ayudar bastante para que nada te lleve al lado comercial del arte o del pensamiento. Ejemplos como el de Picasso nos hacen dudar de que una vida pueda ser juzgada por la equivocación final. Esto se complica... Leeré tus entradas, a ver si me aclaro. Un beso.
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