Recuerdo que leí La madre de Gorki hace muchos años, en uno de esos períodos estivales donde encendía cada libro con la colilla del anterior. Más que recordarlo, lo imagino insertado entre algún libro de Marcuse, de Galbraith, de Canetti, de Anatole France o de Wenceslao Fernández Flórez, y leído en los autobuses, en las esperas de los ambulatorios y las colas de la administración educativa, en la tórrida cama de mi casa, arrullado por el ruidoso sueño de mi hermano.
Lo recuerdo porque creo que es el único libro de aquella época que leí y que luego taché sin escrúpulos de panfleto infumable, un texto donde el afán propagandístico se alzaba sobre el arte y la elegancia. Ya entonces debía yo pensar que la ocasional utilidad del arte debe ser una consecuencia y no un objetivo, que el arte sólo consigue ser útil cuando no pretende serlo, cuando contiene algo con entidad suficiente como para no necesitar ser útil.
Y me acuerdo de todo esto porque vuelvo a encontrarme con problemas para elegir libro. Acabé anteayer el simpático Muerte en La Fenice, de Donna Leon (gracias, Lulilla), cuya historia, inteligente, intrigante, aunque mal traducida (para variar) y algo intrascendente, me atrapó con facilidad. Entonces eché mano de El demonio del absoluto, una extraña biografía de T.H. Lawence (Lawrence de Arabia, para los más cinéfilos) escrita por André Malraux. He estado dudando si poner escrita o perpetrada. Es cierto que Malraux murió sin concluir el libro, y que esta edición (la definitiva, según los expertos) se ha construido sobre el manuscrito muy avanzado y echando mano de muchísimas notas y versiones de cada capítulo; pero leyendo el prólogo advierto la razón que su autor lleva cuando habla de la libertad de Malraux a la hora de escribir: y es que este buen hombre escribe dando montones de cuestiones por supuestas, hacinando los párrafos con referencias históricas tan particulares que, ni siquiera con las notas (recogidas incómodamente al final del libro), se entera uno bien de lo que dice. A eso le sumamos una forma de discurrir que, por un momento, quise creer que era un poco impresionista, pero que luego me di cuenta que se parecía más a un garabato, a la obra de un escritor disperso, informadísimo y algo narcisista, que cree que los demás somos capaces de leer su pensamiento. La introducción que él mismo hace a la biografía de Lawrence, reivindicando (eso parece entenderse, aunque no lo juraría) la aventura real sobre las leyendas y los mitos de la antigüedad, la alcancé (creo) por pura aproximación. Así que cuando, cauto, hojeé el primer capítulo para saber la forma en que comenzaba a describir al aventurero inglés, noté que seguían las referencias engarzadas con profusión en un texto embarullado, y me dije que no podría con sus cientos de páginas. Así que lo dejé. Y aquí viene mi primera pregunta: ¿qué hacer con un libro tan bien editado, caro, y que sabes que muy probablemente no leerás nunca?
Elegí a continuación uno de mis regalos de cumpleaños: Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu. Le leí a Savater elogios de este libro, pero no recuerdo que el maestro apuntara si los elogios eran literarios o políticos, o ambas cosas. Porque aunque La madre de Gorki pretendía hacer propaganda de un régimen totalitario y perverso, y el libro de Aramburu tiene unas pretensiones sociales absolutamente loables, éste no deja de ser, como aquél, más un instrumento de propaganda que una obra literaria. En los dos primeros relatos que he leído hay momentos en que Aramburu no parece escribir mal, pero en otros su simpleza aburre. Y esta simpleza se traslada también a la verosimilitud de las historias que cuenta. Todos sabemos que hay muertos y víctimas del terrorismo, que hay familias con miedo, y pueblos completamente tomados por los enemigos de la democracia, pero poco más allá va la realidad de Aramburu, que construye unos personajes pazgüatos, fríos, lentos, incomprensibles, removiéndose torpemente en tramas inconsistentes. En ningún momento de los dos relatos he olvidado que estaba leyendo un libro. Eso sí, tal vez se pretenda que los que no vivimos en el País Vasco comprendamos mejor la situación real de la gente, pero mucho me temo que, después de estos dos relatos, aún Aramburu no me haya contado nada nuevo, ni nada demasiado interesante. Una pena…
Así que… ¿Shakespeare, Grass, Cortázar, Borges, Dostoievski…? Jugar sobre seguro. Aunque tengo ahí a ese pozo inexplorado de buena literatura que es Julio Ramón Ribeyro…
4 comentarios:
¡Qué difícil es apostar por autores desconocidos! Desconocidos para uno mismo, quiero decir, aunque los demás los hayan puesto por las nubes. Yo ya no me fío de las críticas, aunque no tengo muy claro cómo elegir un libro últimamente. Si te gusta la novela un poco oscura, "Así murió el poeta Guadalupe", de Cristina Fallarás, se lee de corrido (en una tarde de piscina te lo ventilas, es muy cortito), tiene buena prosa y un final inesperado. Es de tapa blanda y no demasiado caro (aunque tampoco lo regalan). A mí me ha gustado mucho. Pero igual a ti no te gusta. Quién sabe.
Se agradece la recomendación, y se tendrá en cuenta, pero verás, si es que tengo todo un estante con unos veinticinco o treinta libros de lectura inminente, además de ideas sobre libros que me gustaría leer. Por ejemplo, el amigo Ribeyro tiene una larga autobiografía titulada La tentación del fracaso que me tienta muchísimo, valga la redundoncia o rebuznancia. Por no decir relecturas de libros que leí hace cientos de años, como la trilogía de Grass (El tambor de hojalata, El rodaballo y Años de perro) o la autobiografía de Neruda... En fin, que será por libros. Yo me preguntaba más bien qué hacer con un libro que empiezas a leerlo y sabes seguro que no volverás a intentarlo... Porque venderlo o regalarlo contraviene esa norma fetichista de conservar la biblioteca intacta. Así que... Nada, ya buscaremos caminos... Un beso y ánimos lectores.
Te entiendo perfectamente. Yo también tengo un par de libros en la estantería con los que no he podido, y ahí se han quedado. Y se quedarán para los restos, hasta que los servicios sociales donen mi biblioteca a un librero de viejo. Me jode por la inversión, pero oye, con tanto libro bueno que hay por ahí, no vamos a perder el tiempo en bazofias.
Exactamente. El evangelio has dicho. Yo tampoco estoy para tragarme bazofias. Hace un rato comentaba con un compañero, que trata de leer Las penas del joven Werther, de Goethe, lo pesadito y gris que es este buen hombre, que además trataba, por lo visto, de revolucionar la literatura yendo contra las reglas gramaticales. Creo que debería haber dedicado sus esfuerzos a hacer sus libros más tragables y menos planos. El amigo Ribeyro lo decía en una de las entrevistas que le hicieron: pasaba de Goethe y de Faulkner, y por ahí coincidimos. Hace falta una cultura para entender algunas joyas, pero eso no quiere decir que determinados ladrillos sean tragables simplemente por el hecho cultural que los rodea. Todo se agrava en estos tiempos donde cualquiera que salga dos veces en el apartado cultural del telediario es un genio... Besos.
Pd.- Al final, creo que pillaré un librito de cuentos de Dostoievski, que es ir sobre seguro (traductor mediante, claro).
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