El bote se balancea suave y con agrado sobre las ondas perfectas del agua. El bullicio como familiar de las orillas es el color adecuado sobre el que sus risas y las de sus amigos se dibujan y toman contraste. El buen vino rebusca en sus venas cada gramo de alegría, cada centímetro de inspiración, y los ponen en juego en un atardecer que se desliza con elegancia de bailarín hacia el crepúsculo. Su juventud es una manzana brillante, un león distinguido y poderoso, una cumbre diáfana. Choca su copa con la de sus amigos, hombres hambrientos de luz, y entona canciones sobre la tersura oscura de aquellas aguas, sobre la feracidad y la abundancia de aquellos valles, sobre la dicha rotunda y embriagadora de existir.
Entretanto, el otro hombre, muy, muy lejos de allí, la mira un instante de reojo, allá parada junto a la barra, pero en su interior se recrimina porque valora su propio orgullo, porque no necesita temer nada, porque estará a su lado si ella lo desea, y cuando ella no lo desee la perderá. Así pues, se sumerge en la conversación del grupo y en los reflejos del puente sobre el inquieto espejo del río. También estas orillas son bulliciosas, y el pantalán donde toman unas copas se balancea a merced de la inquietud del río. Algunas pequeñas barcas de pedales flotan indolentes y en ellas navegan anhelantes besos, niños sobrados de futuro, parejas melancólicas en las que, lentamente, va introduciéndose la ceniza de la vida. Con los ojos entornados sigue ahora el perímetro del puente, pero no deja de sentirla a su espalda, moviéndose con esa locura maravillosa, inquieta como un animalito, probando siempre los límites de las buenas costumbres. La joven charla con el camarero, apoyada en la barra del pequeño quiosco, mientras él trata de alejarse de allí hacia sí mismo. Un viaje interrumpido pronto por el cuerpo sabroso que acaba de sentarse sobre sus piernas. Ella lo besa, con un beso gratuito y apresurado. Él se siente tan bien: el sabor del bourbon se trenza con el de esa boca de dientecitos pequeños y sabor a tabaco, mientras su mano acaricia, bajo la camiseta de la mujer, una espalda dúctil como el propio río. Algo lo hizo mirar al agua, y entonces, a través de los inescrutables mecanismos de su memoria, lo asaltó aquella frase:
El día declina y se extingue, llega ya la noche para las cosas todas, aun para las mejores. ¡Oíd y ved, hombres superiores, qué demonio es, hombre o mujer, ese espíritu de la melancolía vespertina!
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