jueves, 6 de agosto de 2009

Las montañas de oro

En ese primer instante andaba convencido de que estábamos en Las Hurdes. Ha nevado levemente, lo suficiente como para salpicar la calle de manchas blancas y brillantes. Desde el coche, por las ventanillas de aquel Citroën ZX de tres puertas que, negro y endeble, a tantos rincones amables nos acompañó, indicamos la nieve con esa alegría algo infantil que su blancura nos produce a los del sur. Pero en cierto momento, un instante indefinido, tal vez aún desde el coche, o quizás ya caminando calle abajo entre un gentío de turistas, observamos el paisaje dorado. Unas montañas altísimas y oscurecidas por nubes tormentosas se despliegan en el fondo, y sobre ellas destaca una franja de cumbres más bajas pero retorcidas hasta lo inconcebible, y bañadas por un sol dorado ciertamente irreal. De este lado de la calle miro la escena encuadrándola con los ojos: fondo oscuro sublime, plano central bañado en oro y primer plano con este gris de tarde nublada que se desliza con rapidez hacia la noche. Y también una multitud molesta de turistas que se agitan como moscas. Empuño la cámara, pero soy incapaz de ver las montañas doradas, sobre todo porque una pareja juguetea en una especie de mirador que sale de la carretera entre dos edificios. Espero un poco, pero la pareja se abraza, ella y él (¿los conozco, son esos vecinos de Jaén que mantienen tanto las distancias?) riendo y tomándose de las manos, separándose y volviéndose a unir con una pasión entre novelesca y dulzona, indiferentes ante la cantidad de gente que apunta sus cámaras hacia la escena... Imposible hacer la foto, y mientras la pareja se resiste a marchar el oro que cubre las montañas comienza a disolverse. Me muevo inquieto entre la bandada de turistas que sueltan grititos de asombro muy afectados, casi británicos... ¿Estoy en Gran Bretaña? ¿No eran Las Hurdes? No me asombra...

montañas sueño

El sol se atenuó tanto que ahora sólo queda una sucesión de grises, y la pareja ha desaparecido. Busco los servicios, entro realmente enfurecido por la poca educación de la gente, y cuando estoy lavándome las manos, en el vano de la puerta abierta aparece mi tía Carmen. Me lavo las manos con una pastilla de jabón negra y circular, pastilla que he cogido de un cajón lleno de otras pastillas muy coquetamente envueltas. Mi tía las mira sorprendida, como si hubiese visto una joyería al aire libre. Yo le comento que allí, en el Reino Unido, la gente es muy confiada y respetuosa con los espacios públicos, y que a nadie se le ocurriría tocar nunca aquellas pastillas de jabón si no es para usarlas en aquel lavabo. Mi tía me mira y mira el cajón, y sé que incluso en ella, una mujer decente como pocas, se enciende una duda: ¿por qué dejar que otros se lleven aquellos jabones tan coquetos? Somos españoles, y estos ingleses están un poco locos. Aun así, ella no coge ninguna pastilla...

Está sonando el despertador. Miro la hora con desgana, las siete menos cuarto, y me desperezo, y luego, para descansar del estiramiento, vuelvo a relajarme para disfrutar ese duermevela matinal. Aún me siento indignado con aquella pareja. Además, qué coraje no haber aprovechado aquel día cuando al día siguiente alguien había dicho que daban agua. Ahora que estoy despierto considero la forma en que debería haber actuado con aquella pareja. Si me hubiera acercado a ellos, incluso interponiéndome entre ellos y el paisaje, igual me lo hubiesen recriminado. La respuesta cualquiera la sabe: “sois vosotros los que estáis fastidiando con vuestras carantoñas idiotas e insensibles a un montón de gente, y ahora ¿me vais a pedir que no haga lo que vosotros mismos estáis haciendo?”. Estoy de nuevo soñando, reproduciendo la escena donde la pareja y el resto de turistas actúa de modo independiente a mí; aunque no lo suficientemente dormido como para no saber que debo levantarme, que tengo que ducharme e ir a trabajar. Me despabilo con esfuerzo, abro los ojos cuanto puedo y pienso que esa recaída en el sueño ha sido tan curiosa que debo apuntar los detalles en algún sitio, o al menos fijarlos en mi memoria para luego poder contarlos. Tantas veces he pensado así, para olvidar luego hasta el último segundo de mis oníricos viajes... Y repasando los principales sucesos vuelvo a caer en el sueño, y recuerdo que María, al momento de descubrir yo aquel paisaje inolvidable, bajó entregándome las llaves del coche: “ya está cerrado”, me dijo. O la cara de mi tía cuando yo, ante su gesto de incredulidad, le dije que así eran los ingleses; o Las Hurdes que no eran Las Hurdes, sino Gran Bretaña, aunque quién sabe, tal vez fuera justo la frontera entre Las Hurdes y Gran Bretaña, donde aún humeaban los rescoldos de otro sueño en Las Hurdes, que se aparece de pronto, pero que rechazo para ser fiel a la historia que aún me indignaba... Pero ahora vuelvo a zafarme de las manos blandas, de las caricias del sueño, y me levanto y con los ojos casi cerrados cruzo el pasillo oscuro, recojo a ciegas el cuaderno y enciendo la luz de la cocina para no despertar a los niños. Entonces escribo con caligrafía desordenada sobre el otro mundo, con los ojos prácticamente cerrados, sobre ese mundo que durante unos instantes extendió sus caminos hasta éste de todos los días.

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